Tecnosexual

Tinderella: Una historia de amor en línea

Tinder se asocia a chanceo, a herramienta para conseguir sexo sin compromisos, a gente buscando cama a escondidas. Pero la aplicación da para eso y más: el amor puede estar ahí. Y de eso va esta historia real

COMPOSICIÓN GRÁFICA: JUAN ANDRÉS PARRA @JUANCHIPARRA
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Hay quienes dicen que encontrar el amor verdadero en estos días es casi igual que ganarse la lotería. Yo difiero. No es tan complicado y menos con la avalancha de tecnología que tenemos a nuestro alcance. Los millennials sabemos de un montón de herramientas para buscar a esa pareja que nos de amor, ternura y comprensión. Una de ellas es Tinder.

Sí, Tinder. Es en serio.

Quizá sonará loco eso de afirmar que a través de esta aplicación podrías conseguir al amor de tu vida con el que te encantaría pasar el resto de tus días… ¿Demasiado cursi para ser verdad? Pues no, mi pana. Aquí les va el cuento de cómo es que en Venezuela en vez de chancear y cuadrar culos por Tinder terminas empatada con un chamo con el que simplemente hiciste “match” porque te gustó la foto que tenía en su perfil.

Existen varias razones por las cuales uno termina abriendo una cuenta de Tinder: porque estás aburrida, quieres hablar con gente nueva, porque medio mundo se fue del país y qué ladilla las mismas caras de siempre y entonces quieres ver quién quedó aquí, porque quieres encontrar un sugar daddy (aunque también hay una app para esto), etcétera. Yo simplemente estaba ociosa un día en casa de una amiga y la vi tan entretenida en lo que estaba haciendo con su teléfono que no pude evitar chismosear.

No es que estuviera donando dinero para la caridad, ni algo por el estilo. Ella solo pasaba a los candidatos con un corazoncito o una equis y se reía. Me pareció que era algo muy nulo pero luego me explicó cómo funcionaba y me entró esa curiosidad que crece y crece con aquello que mi mamá siempre me prohibió cuando era adolescente: “no hables con desconocidos en internet”. Ok, mami, perdón, no lo puedo evitar. Así que mi buena amiga decidió que me iba a enseñar cómo utilizar Tinder con precaución. Supuso desde un principio que se me iba a ir de las manos si no me decía ciertas “reglas” en ese momento.

“Pendiente con la gente con la que hablas”, “si vas a salir con alguien mándame tu ubicación por si acaso”, “no les vayas a dar tu número de teléfono a la primera y mucho menos tu cuenta de Instagram”, y así. Sus recomendaciones daban como para escribir un manual; pero eso sería otra historia… Así que haciéndole caso a mi maestra yoda del ligue, tomé mi celular, esperé mil horas a que se descargara el camino a la felicidad y posteriormente vino lo más difícil –a mi juicio- de todo el proceso: escoger una foto de perfil decente y escribir una biografía que estuviera depinga pero sin sonar desesperada.

Con la foto de perfil decidí pedirle ayuda a mis otras amigas que ya habían pasado por esto, y que, cabe acotar, habían conseguido novio a través de Tinder. Para la fecha ya se habían ido del país con ellos y estaban más felices que niño con juguete nuevo. Sus consejos fueron los siguientes: “Marica, nada de foto trampa porque ajá. Pon una en la que te veas feliz y así como que eres chévere pero no tanto como para que te friendzoneen”. Ok. Listo. Luego vino la bio… Ahí estuve pensando y pensando en cómo resumir mis intereses, un dato sobre mí y alguna mariquera para completar. Fue cuando opté por poner lo siguiente:

“Escribo y luego existo
Fiel creyente de que la cerveza es oro líquido
Dog lover”

Me pareció de lo más chévere y en efecto lo fue, pues aquellos con los que hacía match me invitaban a tomar birras gracias a eso del “oro líquido”. Pasaron los días y me hice adicta a darle like -o no- a una simple foto. Era como tener un gran poder al alcance de mi pulgar. Aprovechaba cualquier momento libre para abrir la app y empezar a buscar al príncipe azul que me diera feeling. Hasta que, al paso de dos semanas de estar en ese vaivén, por fin encontré al chamo más bello que había visto hasta ese momento. Distancia: 12 kilómetros. ¡Perfecto!

Por sus fotos deduje que era de ese tipo de gente que ama subir el Ávila y además en su bio decía claramente: excursionista. Ok. No importa, yo no iba a estar subiendo la montaña así que omití ese detalle en mi psiquis. Me habló. Todavía recuerdo la frase con claridad: “Tinder dice que te diga hola. Pero yo prefiero invitarte al teatro como lo hacen los abuelitos”. Me pareció de lo más tierno así que le respondí un sutil “ja-ja-ja, epa, ¿qué más? Mucho gusto”. Podrían pensar que fui muy seca, pero comprendan que es algo complicado eso de chancear por redes sociales.

Gracias a Dios él no lo vio tan seco y siguió escribiéndome durante toda esa semana. No pasó mucho tiempo cuando decidió pedirme el número de teléfono ya que hablar por el chat de Tinder era un poco/bastante tedioso. Accedí. Recuerdo que me emocioné muchísimo y fui directo a contarle mi hazaña a mis compañeros del trabajo. En esos días yo justificaba mi sueldo como Community Manager en una agencia de marketing digital. Naturalmente, aquellos que trabajamos con redes sociales desarrollamos habilidades de stalkeo increíbles. Y las pusimos en práctica.

Durante nuestra hora de almuerzo decidimos comenzar la operación de descifrar si el muchacho que me había gustado de verdad era quién decía ser. Algo así como Catfish pero sin las cámaras de televisión. Hicimos de todo: captura de pantalla con la foto de perfil, la recortamos, la ubicamos en Google images y nos salió un resultado en Instagram… yeah yeah motherfuckers!!!

Ese día solo teníamos su primer nombre cuando conseguimos la cuenta de Instagram, pero en su perfil salían sus iniciales y su apellido. De pronto ya contábamos con más material para investigar. Decíamos que la C.I.A estaría orgullosa de nuestro talento para obtener información. No sé a ciencia cierta qué fue lo que hizo uno de los muchachos, pero con tan solo tres datos lo consiguió a través de los filtros de búsqueda de Facebook. Sí era quién decía ser y – de paso- teníamos dos amigos en común. “Coño bien”, fue lo que pensé en ese momento.

De ahí pa’ lante tuve que fingir demencia cuando me contaba algo que ya yo había descubierto. Recuerdo que me llamaba todos los días al llegar de su trabajo porque decía que le gustaba oír mi voz (todavía no nos habíamos conocido en persona). Pensé que era una de esas labias chimbas, aunque luego razoné y me di cuenta de que en estos tiempos ya la gente no acostumbra a llamar a nadie porque les da fastidio y es preferible hablar por WhatsApp. Él no era así. En parte porque tenía un potecito por celular ya que los amigos de lo ajeno lo habían despojado de sus pertenencias hace poco.

Transcurrieron dos semanas hasta que tomó el coraje de invitarme a salir y concretar esa ida al teatro. Fino. Como siempre, llegué media hora tarde a nuestra cita porque así soy… impuntual. Ese día estaba enratonada y la verdad es que no tenía demasiado entusiasmo por nuestro encuentro, pero tampoco lo iba dejar embarcado; él no tenía la culpa de que yo me hubiese ido de farra y además ya había comprado las entradas. Así que, por respeto, asistí.

Siguiendo las instrucciones de la maestra yoda, ese día la llamé y le conté que iba a salir con el susodicho. Se alegró por mí y me dijo que ya era hora de que conociera a alguien decente. Al llegar al centro comercial le envié mi ubicación para tomar mis precauciones. Caminé apurada por los pasillos a ver si lo reconocía… negativo el procedimiento. Lo llamé y cual película de Hollywood, levanté la mirada y nos encontramos. Pregunté: ¿Jaime? Y él asintió. Perfecto, era idéntico a sus fotos de Facebook.

Sereno, pausado, un tanto tímido y callado, me comentó que solo faltaba media hora para que empezara la obra de teatro. Le dije que me esperara un momentico para ir a comprar cigarros. En realidad yo estaba más nerviosa que nunca y no sabía cómo actuar, ni qué hacer, ni mucho menos qué decir. Porque una cosa es hablar por teléfono o por chat, y otra muy distinta es enfrentarte cara a cara con la realidad.

Todo transcurrió con normalidad, vimos la obra y luego fuimos por un café. Ahí descubrí que no era tan tímido y que en verdad hablaba más que un radio prendido. Me habló de tantas cosas que recuerdo haber perdido el hilo de la conversación en un momento. Así que hice lo que hacemos todas en esa situación: sonríes y afirmas a todo lo que te diga. Nunca falla. Vi la hora y recuerdo que hice como Cenicienta. Solo que mis 12 era en realidad las 8:00pm. Caracas es una ciudad poco amigable al caer la noche así que tenía que correr.

Como pude le corté la conversación y le expliqué que debía irme porque ya era demasiado tarde y yo me la paso desafiando a mi suerte. Él no entendió mucho mi apuro.

En fin, me despedí, le di un besito en el cachete y le dije que esperaba verlo pronto de nuevo. Su cara fue un poema. Alcanzó a decirme “avisa cuando llegues”. ¡Seguro!, le grité y salí esmachetada por la avenida principal de Las Mercedes rumbo a Chacaíto en búsqueda del metro.

Llegué a mi casa como en media hora. Estaba como gafa, no sé qué me pasaba. Jaime y yo seguíamos hablando a diario y nos veíamos con bastante frecuencia. Siempre me esperaba al salir de mi trabajo. Unas veces con flores y otras con chocolates. Bello, atento. No pasó mucho tiempo cuando me di cuenta de que me estaba enamorando y él también. Al mes me pidió el empate.

Han pasado cinco meses y aún seguimos juntos. Todo gracias a un sencillo match.

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