Viciosidades

Cuando el hampa te espera en PB

Lo lees por ahí, lo ves en estadísticas, te lo cuentan... Hasta que lo vives. Y cuando te toca recibir los golpes, sentir a la muerte flotando cerca y ver tu sangre en casa, la perspectiva cambia. Por suerte no todos los médicos se fueron...

MONTAJE GRÁFICO: YISELD Yemiñany
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Por las heridas en las manos esto no lo escribo con los dedos índices. Uso los dos del medio. Espero que no se me vayan demasiadas groserías. Tal vez lo amerite, pero mientras esté de reposo quiero evitar cualquier tipo de violencia. Es lo único que se consigue en la capital. Caracas es peligro, no hay reja que nos proteja. La maldad cruda se ve, se huele, se siente. Y por lo menos alguna vez se prueba por azar o por destino. Me tocó. Y en el lugar más sagrado: mi casa.

Me declaro culpable de querer salir a divertirme. Antes del episodio gris me había ido dar una vuelta por Chacao para escapar un rato del arresto domiciliario al que te empuja el toque de las 6 de la tarde, la hora en la que Sabana Grande ya es un bulevar de santamarías abajo. Fui al teatro con Gabriel y me dejó en la puerta del edificio cuando el poste todavía le hacìa luz a la acera. “Voy a la casa a cambiarme y te paso buscando en una hora a ver si vamos al bar”, me dijo antes de cerrar la puerta del carro y seguir.

“Me avisas cuando llegues”, la solicitud de siempre.

Eran las 8:30 de la noche. Tenía ganas de rumbear, de sacudirme las gripes mal curadas, el hedor a calima, a lacrimógenas y otras frustraciones de estos días. Tenía puesta la camisa bonita y el perfume que tengo guardado, quería sentir la adrenalina buena, la que se desata en la pista de baile, la que te hace sonreír sin un motivo en mente, la que te pone a perrear con reguetón viejo. Pero me tocó probar la otra, la adrenalina mala, la que le da el control a la ansiedad, la que impulsa el instinto de supervivencia que nunca se apaga en esta ciudad, la que se riega por el cuerpo cuando tu vida es la decisión de un malandro.

Abrí la puerta principal y vi que tenía 30% de batería. “Aló, Gabriel. Dejé el cargador en la guantera. Tráemelo cuando vengas de regreso, por fa”, le dije mientras esperaba el ascensor en la planta baja del edificio en el que he hecho mi vida desde los 12 años. Allí llegaba yo todos los días a la 1 de la tarde, después del colegio, con la camisa por fuera y comiendo Ruffles antes del almuerzo (y aquel rollo que me formaba mi mamá si no me comía todo el pabellón por andar chucheando). Y si venía de clases de educación física siempre manchaba el piso si estaba coleteado. Esta vez las huellas que dejé eran rojas y espesas.

En esa planta baja siempre me recibió un ventarrón que paseaba por las escaleras, que arrastraba los murmullos de los pasillos y los chismes del condominio, que me secaba el sudor de liceo. Esa noche no sopló. De las escaleras saltó una bestia delgada, que no pesaba más de 70 kilos, con las mejillas marcadas por la calle y con ese olor a gasolina de moto. Éramos él y yo. Nos vimos por un par de segundos…y reconocí la mirada del hampa seria.

El malandro se me tiró encima, con la mano metida en el bolso que cargaba hacia adelante, como si adentro estuviera el gatillo que me convertiría en obituario. Mi reacción fue contenerlo. Él no solo quería robarme. Lo olí en su rabia. El pleito no se iba a acabar si le entregaba el celular. Él me quería joder. Me la tuve que luchar porque sí. Empezó el forcejeo. Medimos fuerzas con el bolso de por medio, sosteniendo la mirada. “Mosca se me va un tiro”, me dijo. Yo me lo creí. En lo que lanzó su amenaza, sentí que algo crujió.

Un “chopo”. Era un arma casera lo que cargaba. Salió del bolso. Se desbarató en el piso. Un tubo, alambres, pólvora y un cartucho de metal filoso que le quedó en la mano, la barra oxidada con la que descargó su brutalidad sobre mi cabeza. Uno, dos, tres, cuatro. Hasta allí conté los cachazos antes de sentir que la cara se me volvía agua. La sangre salpicó el espejo del ascensor en el que trataba de sacudirme al diablo de encima.

“Dame la llaves”, me ordenó.

Esa fue la frase que me levantó. Me pasó de todo por la mente. Pensamientos que prefiero no repetir. Me aterraba pensar que se atreviera a entrar a mi casa, a mi cuarto. No lo iba a permitir. Transformé el susto en fuerza y lo volteé en el piso. Ahora era yo el que tenía la ventaja. “Te abro y te vas pa’ el coño”, era mi oferta. El malandro me despistó cuando pidió refuerzos: “Mano, ayúdame con este”. Volteé y no habìa nadie. Aprovechó mi descuido, se levantó para insistir y me sacó las llaves del bolsillo. Vino otro golpe de adrenalina que nos llevó hasta las escaleras. El llavero cayó al piso y lo rescaté. Recuperé el aliento. Allí volvió a invocar su conjuro: “Mano, apúrate. Ayúdame con este”.

En el último escalón apareció un muchacho que se paralizó con el reguero de sangre. Por un momento creí que era alguien que escuchó el único grito de auxilio que pude soltar en medio del vaivén. Luego supe de qué bando era. Otra bestia, pero asustada. Con su cara de conmoción, se unió al pleito disparejo. Dos contra mí. Yo le pedía a Dios un extra crédito de fuerza en los brazos y seguí. Los malandros se cansaron de mi insistencia por salir vivo de ahí. Desaparecieron. Y aproveché para escapar por la escalera.

Menos mal que dejé el cigarro hace meses, porque no hubiese pasado de mezzanina. No paré de correr hasta que llegué a mi piso.

Tilín. Tilín.
¿Quién es?

Mi mamá me trancó la puerta en la cara cuando toqué el timbre. No me reconoció. No la culpo. Era un loco despeinado y sin camisa. Me le presenté con una máscara de sangre que se me cayó cuando le dije: “Mami…Bendición”. Con lo que lloró pudimos haber limpiado el piso que se salpicó de rojo en el camino de la puerta hasta el baño. Dentro de todo fui suertudo: había agua en el chorro.

El agua me avisaba dónde quedaban las heridas. Las iba descubriendo con miedo a que me asustara su hondura. Agradecía que solo fueran chichones. Algunos eran cortes no lineales, en forma de x, de y, todas con la caligrafía del cachazo. Me topé con la primera fea. Un tajo suelto en la entrada de la frente que me amenaza con una posible calvicie si no cesa la usurpación pronto.

Me sacudí. Me sequé y me volví a vestir mientras intentaba calmar a mis padres. El viejo era una fiera que ya iba a ir disparado a caerle a coñazos a las dos hienas que le tocaron la cara a su hijo. Mi hermana era la única funcional. Le pedí que llamara a Gabriel para que nos diera la cola al ambulatorio. Allí estuvimos a los 15 minutos. Todo el camino yo iba cantando mentalmente “El Niágara en bicicleta”. Ya iba preparado para que me dijeran que los médicos se fueron, que no tienen anestesia, que las pinzas se perdieron y que el estetoscopio está de fiesta.

Resulta que lo tenían todo. Mi suerte empezó a cambiar.

– ¿Hay alcohol absoluto o isopropílico?
– Y hasta etílico que es el que me hace sentir viva- dijo al aire una enfermera mientras me tomaban los datos…

Agradecí ver una sonrisa ajena en medio de este peo. Le pedí a mi mamá que por favor no me acompañara en el chequeo porque sus nervios se me iban a contagiar. Si se enteraba de los casi 15 puntos que me tuvieron que agarrar en la cabeza le podía dar una vaina a ella. Siempre me mantuve de pie, abrazándola, diciéndole que todo iba a salir bien. Ya luego vería cómo le cumpliría la promesa. No tenía garantías de nada. Solo las ganas de empezar a cicatrizar.

Gabriel es guapo y eso se ve hasta en una emergencia. Fue él quien pasó conmigo. Le tuve que decir a la secretaria quesua que mi amigo es gay, para que no gastara pólvora en pato. Después a un enfermero le aclaramos que no éramos pareja. En esos ambulatorios hay médicos que viven en una tensión sexual intermitente. Grey’s Anatomy Chacao. No me molesté, me hizo gracia ver esos impulsos hormonales en medio de ese caos. Son pruebas de que el cuerpo sigue funcionando.

Siempre me ha gustado adivinar historias en los rostros que se me cruzan. Ellos, los médicos y las enfermeras, tenían su propia novela, su propio drama. No porque yo llegara con la cabeza partida iban a olvidar de sus propias sombras, de sus frustraciones, de las horas de sueño acumuladas que no han podido librar por falta de personal.

Improvisan hasta donde sus conocimientos y los insumos los dejan. Sustitutos de suturas, remedios caseros, pastillas que sobran. La generosidad se les nota en el solo gesto de estar ahí amortiguando la salud de un montón de desconocidos. No dejaba de pensar en eso mientras me suturaban la cabeza. Tengo más puntos que una muñeca de Tim Burton.

Hice el chiste en voz alta, y funcionó.

Decidimos conectarnos en esa onda de sonreír y respirar profundo mientras terminaba el paseo de la aguja y el nylon sobre el cuero cabelludo. En la sala de emergencias estábamos Gabriel, el jefe de médicos, una doctora y yo. Hablamos de desamores, de sueños frustrados, de lugares en los que todavía se puede comer sabroso y barato en Caracas. Éramos cuatro menores de 30 años intercambiando tips del manual de supervivencia que reescribimos todos los días. Salí curado hasta de mis complejos.

De regreso a casa me cayó la locha. Todavía no sé cómo escapé de la muerte. Creo que ha sido la práctica a la que nos somete Caracas, la ciudad de los techos y los números rojos. Sigo del lado de los vivos, en pausa mientras cicatrizo, pero sigo. Y de los dos bandos que vi, me quedo con la versión del que se gana la vida con las uñas al que se la gana con un chopo.

Sin duda lo que más duele es tener que contestar todos los “¿Qué te pasó?”. Tú quieres soltarte de esa historia para siempre, pero la repites por amabilidad. Hay escenas que titilan. Como si la luz amenazara con irse, como si se fuera la cordura. En esos momentos vuelvo a ver a las bestias, pero de inmediato las olvido. Me tomo cada pastilla con la fe de que seré un Avenger. Me he dado el permiso de volver a ser niño, de recordar a la planta baja de siempre, en la que sopla el ventarrón de nostalgia.

El reposo sabe a sopa, a jugo de piña, a la calidez de la atención de mi mamá. Ya había olvidado lo bien que se siente detenerse a agradecer. Es un descanso absoluto en el que me muevo por dentro. He tratado de no llorar porque en el sendero de la lágrima tengo una costra. Tampoco me ha provocado hacerlo. Siempre he visto los episodios mortales como un sacudón en la vida. Este ha sido un capítulo para el agradecimiento. Mi familia está mucho más unida, me he puesto al día con Netflix y sé que hay un montón de gente a la que jamás he visto en mi vida que me repiten que les alegro los días y que en este capítulo oscuro me han regalado todo ese cariño que me sana más que el Ibuprofeno.

¡Gracias, amigos invisibles!

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