Aniversario El Estímulo

Monólogo del resentido social venezolano

En este ejercicio Sifrizuela se pone las máscaras, los zapatos, las pieles del resentido. Un viaje por la rabia y los prejuicios, por la destrucción de un país, por el daño social y los miedos. Y asusta

resentido
Publicidad

Soy un hombre enfermo… soy un hombre rabioso. No soy nada atractivo. (…) Si no deseo curarme es por rabia.
-Fiódor Dostoyevski, “Memorias del subsuelo” (1864)

Soy un resentido social. Soy esa palabra desgastada, sucia y manoseada que ustedes, sifrinos y escuálidos, se han ufanado tanto en escupir en medios de comunicación y en redes sociales hasta transformarla en el gargajo gigantesco que corroe sus campos de golf, sus clases de pilates y sus colegios privados donde los niños bien se codean con otros de su calaña. Pero, por muy desgastado y escupido, por mucho que aterrorizo a Marianella Salazar y a los de Sifrizuela y a Marta Colomina, existo.

Es que ustedes pensaron, con sus tecnócratas de Harvard y sus psicoanalistas freudianos, que habían erradicado las cisternas emocionales y salvajes que palpitaban en la mente; que todo hombre es un actor racional y calculador que se alza sobre sus emociones y deseos en pro de los incentivos que ofrece la sociedad ilustrada. ¡Qué va! Aquí siguen los impulsos oscuros, aquí seguimos los hombres “desafortunados y agusanados” de Nietzsche; hombres del ressentiment: “una tierra temblorosa de venganza subterránea, inagotable, insaciable en exabruptos contra los felices.”

Aquí siguen la hostilidad maximizada de las heridas emocionales de Tiberio y de Adolf Hitler, la “autointoxicación psíquica” con la que el filósofo Max Scheler describió al resentimiento. Esa es mi religión oscura: el impulso de venganza contra los atropellos, reales o imaginarios, que sufrí en el pasado; el deseo de hacer daño a quienes me agredieron o me excluyeron; la responsabilidad de mi fracaso proyectada en otros; la negación de mis errores, de mi desidia o de mi incapacidad. El complejo de inferioridad que me hace odiar a aquellos desagradables superiores a quienes busco imitar tanto, la enfermedad incurable. En mí pervive el ressentiment que Pankaj Mishra, otro señorito aterrado, define como “una mezcla intensa de envidia, humillación e impotencia”.

Soy la ambición secreta de este continente de venas abiertas; de quinientos años de abuso, dependencia y explotación: el odioso deseo de desquite contra Estados Unidos, que con su éxito nos ha humillado por nuestro fracaso. ¡Fracaso que es culpa de ellos! De los yanquis, de los salchicheros de Chicago, a quienes les debemos nuestro subdesarrollo económico que ha devenido en malos gobiernos a los que ahora expío de responsabilidad alguna – porque las desgracias y los fracasos siempre son causados por terceros.

Decía Carlos Rangel que era al contrario, que el subdesarrollo económico devenía del político; que los pitiyanquís abusaban de nosotros por ser pobres y caóticos, no que éramos pobres y caóticos por la agresión imperialista. ¡Facho que era! ¡Otro señorito francófilo, avergonzado de sus raíces indígenas, de sus raíces negras!

De mi rechazo al imperio norteamericano, de lo que ustedes llaman “complejo de inferioridad”, creé el mito de los buenos salvajes pervertidos por la propiedad privada, el populismo desconectado entre palabras y acciones, el arielismo anti-capitalista, la teoría de la dependencia y la reivindicación que encontraríamos en los buenos revolucionarios: pues era el marxismo-leninismo, en su promesa de abolir la propiedad privada y la plusvalía del liberalismo burgués, el heredero de todos mis mitos y fantasías.

Así, empujé a Rangel a la locura. De hecho, casi lo lincho en la UCV.

He gobernado la patria brava de Bolívar por más de veinte años. Pero ustedes, quizás encandilados por tantos años de Aló Ciudadano y columnas de El Universal, jamás lograron explicarse el por qué. ¿Cómo iban a entenderlo si creían que el país era sus misses catiras en Venevisión y sus quintas con cielos de piscina y ángeles color de tenis enclaustradas en verdes colinas (porque en los cerros vivían los tierrúos y los pataenelsuelos)? Cómo iban a entenderlo si una vez desatada la lucha de clases, recurrieron a llamarnos monos, turbas y hordas, a excluirnos de la ‘sociedad civil’ que ustedes se apropiaron.

La hora del resentido

Basta con leer las cifras para mostrar la profunda exclusión con la que cerraba el puntofijismo: en junio de 1997, 44,76% de los hogares venezolanos no podían satisfacer sus necesidades básicas y 18,89% no podían cubrir sus necesidades alimenticias. Según Provea, 15% de los venezolanos estaban en condiciones de pobreza atroz, es decir viviendo a la intemperie y excluidos de cualquier política social.

El promedio anual de desempleo a finales de los noventa era sobre 10% y –entre 1993 y 1997, decía Provea– la mortalidad de desnutrición se duplicó hasta llegar a 993 muertos por cada 100.000 habitantes. ¡Por favor! 70% de los estudiantes que ingresaban a la educación primaria no concluían el noveno grado y 8 de cada 10 estudiantes universitarios venían de la educación privada. Es más, la esperanza de vida de nacer en el estrato más pobre era 12 años menos que los nacidos en los primeros dos estratos.

Según el mismísimo Ministerio de Sanidad del calderismo, 30% de la población no tenía acceso a la salud. ¿Cómo no iba a crearse una legión de nosotros? ¿Cómo no me iban a entregar esa república moribunda para desatar sus fantasías de revanchismo?

Pero bueno, basta de apología. Tampoco quiero que sientan simpatías con esas gusaneras que son las organizaciones de derechos humanos, a las cuales, por cierto, ordené privar de financiamiento extranjero en 2010 para no permitir más células clandestinas de la CIA. ¡Una idea de una gringuita simpática!

Con la revolución le di paso libre a los arranques de mis legiones. Yo, que no fui recibido en el colegio por usar alpargatas, hice mías a mil empresas y mil tierras. Redimí la enfermedad corruptora que es la propiedad privada y, por mucho que los escuálidos dijesen que lo hice arbitrariamente, le quité a los oligarcas lo que verdaderamente nos pertenece: ¡Qué placer gritar “exprópiese” en televisión y ver chillar a los pequeño-burgueses que eran dueños de esas joyerías! ¡Hasta el Hilton lo hice mío!

Yo, que fui humillado por mi color de piel y mi uniforme, retomé las instituciones estatales –esos museos de arte colonialista dominados por príncipes y reyes, por herederos y familias, por esa musiúa creída de Rumania– y desmonté aquellos principados para des-elitizar a la cultura. ¡Me dijeron hostil! ¡Ególatra! ¡A mí, que retomé la soberanía nacional! ¡Que despedí a esos pdvagos, a esa cuerda de yuppies que se ufanaban de sus aperturas neoliberales en el Orinoco! ¡18.000 de ellos! ¡Despedidos con un pito y por televisión, llorando por la meritocracia, por la religión de los burgueses! ¡Mentiras y cuentos de la cúpula petrolera! Una mitocracia nomás, un mito que la élite ha creado para adueñarse de esa empresa; mito que desmonté entero con mis mil caras y enterré bajo tropas de camaradas leales, de diplomáticos rojos y técnicos consagrados a la causa.

Soy, he sido y seré muchos.

Fui ella cuando ocupé el arzobispado de Caracas, ese nido de trogloditas en hábitos, y le pedí al Ministro del Interior y Justicia que parase de allanar las sedes de nuestros colectivos y allanara las viviendas de Baruta, de Manzanares, de El Cafetal, de Chacao y de Chuao.

Fui él en cada programa de la televisora del Estado en los que humillé, en cada grosería que dije. Fui los hermanos haciendo de una revolución “nuestra venganza personal”. Fui quien desmembró al IVIC por su lepra meritocrática.

Fui mil caras más: grité “hijos de inmigrantes de mierda, fuera” en manifestaciones; propuse abolir la doble nacionalidad, ataqué a las mafias de colonias extranjeras –esos italianos y españoles fascistas, esas mafias portuguesas, esos armenios, árabes, judíos, franceses, y alemanes– que dominan nuestra economía, nuestros medios y nuestra educación con sus “contravalores racistas y colonizados”.

Fui mil y un articulistas en Aporrea atacando a los sifrinitos fascistas, a los niñitos ricos hijitos de papi y mami, a la «sociedad civil» que marcha con olor a Kenzo y camisa Lacoste, a las burguesías golpistas del este de Caracas y a la llorona de Carmen Ramia en el Ateneo –“esa oficina de importación cultural”– que expulsamos, porque “cuando la oligarquía berrea, el pueblo goza.”

Allí, pude desestimar al enemigo contrarrevolucionario con groserías, difamaciones y palabras fecales. Allí, deslegitimé el éxito de los inmigrantes, de esa cuerda de campesinos analfabetas que se creyeron mantuanos y en cuyos círculos franquistas y mussolinistas se gestó el fascismo guarimbero. Siguiendo la tradición de los camaradas Boves y Zamora, los primeros rostros que tuve, finalmente hice del resentimiento social un género discursivo y una forma de gobernar.

Nosotros irrumpimos con el «discurso salvaje», uno de los tres grandes discursos que gobiernan el pensamiento latinoamericano y que ustedes –eurófilos y adherentes al ‘discurso de la Europa segunda’; al discurso de la racionalidad, la ciencia y la técnica; al proyecto positivista-liberal– fueron incapaces de entender desde sus trincheras en Noticiero Digital y en El Cafetal. Tan solo, en su afán por ser occidentales de segunda mano, se lamentaron sobre esta gente, este pueblo y señalaron sus dedos blancos hacia Chávez por desatar esta tormenta de locura.

¡Bah! Esa tormenta –esa ira, ese rechazo a Occidente y a sus principios racionalistas y liberales, ese pensamiento mágico y oscuro, ese revanchismo– siempre estuvo allí, apenas sumergida en cisternas subterráneas y esperando un toquecito para denotarse.

Solo el doctor Briceño Guerrero, con sus diatribas en El Laberinto de los tres minotauros, pudo verlo años antes que todos ustedes. ¡Ni Nitu ni el Ciudadano ni Carmona Estanga pudieron aceptarlo, ni pudieron vencer su negación hacia la vena caribe y vencida, sedienta de venganza, que hizo de Miraflores su fortaleza y que limpió Plaza Venezuela de sus ídolos capitalistas, la pelota Pepsi y la taza Nescafé, y su estatua del carnicero Colón que fue juzgada, profana y derribada!

¡Liberamos una fuerza primordial, de años de dantas y gigantes serpientes submarinas; una fuerza que impulsa a la madre yanomami a obligar a su hijo a empujar a quien lo empujó primero, porque las relaciones de la tribu se cobran a través de la venganza; la fuerza tras Kanaima, el siniestro y oscuro espíritu pemón que seduce a los hombres a cometer venganzas y a explotar la envidia!

Vivo en las candelas

Con esa fuerza, cumplimos nuestro sueño suprimido de acabar violentamente con el Occidente impuesto y su meritocracia, su propiedad privada y ese nido de derechos individuales y egoístas con los que justificaban la desigualdad. Acabamos con el peso censurador de la “ilusión de armonía” petrolera que advertían Naím y Piñango, soldados suyos, allá en los terribles ochenta; le declaramos la guerra a su proyecto de modernidad parapléjico, a sus urbanizaciones ideadas por planificadores, tecnócratas impersonales e ingenieros, a sus discursos híper-racionales sobre orden y progreso, sobre desarrollo; a sus encuestas, sus estadísticas, sus modelos matemáticos y su tecnología. Con un llamado de guerra a muerte, acabamos con sus publicidades de catiras alegres y sus supermercados de mil productos.

Transformar al complejo industrial de Araya en ruinas de sal y arena, hacer del Gurí un muro inservible en la selva y sumir a Venezuela en las penumbras, lo valió todo: un sacrificio necesario para ver a los sifrinitos de Caracas, esos que dejaron al interior ser un chiquero por hacer del este un Nueva York, escapar demasiado a Madrid y Miami.

¡Ser rico es malo! ¡Pero qué sabroso comprar sus marcas, viajar en avionetas privadas y comer caviar en las Europas! Porque así somos los resentidos sociales: aspiramos a ser lo que más nos acompleja, nos agusana.

Hoy, el proceso está venido a menos. Pero yo vivo, y pervivo, en esas candelas que son las redes sociales en esta era globalizada dominada por un “tremendo incremento en el odio mutuo y una especie de irritabilidad universal de todos contra todos los demás”, parafraseando a Hannah Arendt al suponer un futuro global en Hombres en tiempos de oscuridad. Ahora tengo no mil, sino un millón de caras: caras sedientas del maximalismo de la miseria, porque si yo me como un cable, si yo sufro, todos deben sufrir por igual.

Desde Perú y Panamá dudo sobre la crisis en Venezuela por esos pocos que aún rumbean: “la gente en Venezuela con sus súper iPhone 11… yo no entiendo, yo pensaba que Venezuela estaba malísimo.” En Twitter acuso al Cusica Fest de ser un “pote de humo”, porque yo sí me la paso trabajando para sobrevivir, no viendo fulanas “bandas” malas. También, critico a quienes compraron arbolitos de navidad y “fingen normalidad.” Allí, igualmente, cuento cómo me entra un fresquito, a mí que en mi pueblo me cortaron la gasolina hace meses, cuando me entero de que a Caracas también la dejaron sin gasolina. ¡La crisis es para todos!

Me vale un comino los escraches de @tanresentido. Es que en las redes doy rienda suelta a mis pensamientos oscuros: critico a los hijos de europeos “que se creían superiores” y usaban las camisas de fútbol de sus selecciones; celebro que cometan actos vandálicos contra foodtrucks porque los emprendimientos son seguramente de enchufados y “venden más caro que cualquier establecimiento de comida”; acuso a mis vecinos de solo poder mantener su estabilidad económica, o de remodelar su casa, por medio de fortunas oscuras de las cuales no tengo pruebas ni razones; insulto a Román Camacho, ese representante de “la clase media caraqueña que recién descubren los GoFundMe”, por atreverse a pedir ayuda económica para la quimioterapia de su madre; y – desde mi muro en Facebook – afirmo que ser sifrino “debería ser tan mal visto como ser malandro” por su supuesto potencial violento y “su carácter totalmente individualista”.

Soy el hombre nuevo (¿o debería decir el new man?) que ataca a Fabiana Rosales por su nuevo teléfono, el que detesta y se burla de quienes hablan inglés o viven cómodamente, el que se queja si Sascha Fitness pone esa carísima manzana verde en sus recetas o el que le atribuye el éxito de Shirley Varnagy al privilegio blanco. ¡Soy el deseo desenfrenado de igualdad! ¡La miseria repartida por igual! ¡La abolición del individuo!

El primo del resentido

A veces entiendo que el marxismo es passé. Entonces, en un mundo post-Focault y post-Althusser –donde la opresión ahora yace en la familia, la televisión y en el colegio– me obsesiono en el Twitter woke, desde mi salón de clases en la UBA, con rectificar a los programades y colonizades y barrer así con los stand-ups, los memes y los tweets que me micro-agreden. ¡Ni hablar de esas cuentas con temas específicos y targets de audiencia que osan mostrar las diferencias existentes y existir por medio de ellas! ¡Sifrizuela no es más que una plataforma donde, por medio de palabras rebuscadas que esconden su clasismo, se perpetúan y enaltecen conductas negativas de la clase alta!

Cuando otras cuentas expresan prejuicios, o puntos de vista que difieren del mío, no debato o dialogo. Eso es ineficaz en una era en la cual el PR pesa más que los hechos verídicos y la pluralidad; donde la objetividad es vista como un aparato más de poder. La solución está en las hordas online –escandalizadas, de visiones maniqueas y con mentalidad de manada– para ‘cancelar’ al opresor y establecer la hegemonía comunicacional de mis dogmas. La ‘cancel culture’ me ha permitido reafirmar mi posición y romper los puentes para, por medio del comportamiento gregario de mi tribu censuradora, enaltecer la ciberviolencia y hacer llover juicios de valor.

¿De qué sirve un concierto de opiniones cuando puedo acusar de «neonazi», «clasista», «transfóbico», «marichulo» y pare usted de contar a quien se me interponga en las redes?

Mi mayor logro, tras dos décadas gobernando, es el nacimiento de mi primo: el neo-resentido, parte de esa clase media a la que mi forma de gobernar le quitó todo; parte de esa legión de feligreses que iban a Disney World cada año y que ahora, con sus títulos universitarios en mano, emprenden una caminata desgastante por los montes andinos.

Ahora, con fotos de Donald Trump en sus perfiles de Twitter o clamando el retorno zombie de Pérez Jiménez, exclaman que hay que bombardear a los barrios, que hay que quitarle el voto a quienes no tienen una educación universitaria, que hay que poner mano dura a quienes por años me hicieron el favor de votar por mí. ¡Los he vuelto acérrimos enemigos del pueblo como sujeto político y con agencia! ¡Los he transformado en una cuerda de nuevos resentidos, sedientos de venganza contra los barrios y los campos por su apoyo a mi proyecto en los años rojos, que se excusan bajo ideas de nacionalismo y de decencia!

El daño que le hecho al racionalismo, que le he hecho a la modernidad y a sus principios liberales en esta selva de pozos de petróleo y ríos llenos de mercurio, es profundo. Los he transformado en un país de espectros revanchistas y envidiosos; en una nación de hombres agusanados e impotentes que, sumergidos en envidia y humillaciones, se obsesionan con vengarse contra quienes –creen ustedes– los atropellaron.

Su propósito de vida se ha hecho intentar sacudirse, por medio de un arrebato violento, el peso punzante de un complejo de inferioridad. Lo he logrado: en tan solo veinte años, me he convertido en su voz, en su destino manifiesto, en quien guía su civilización.

Así, por mil años más, espero seguir envenenando sus corazones de querrequerre. Me convertiré en todas las personas de Venezuela. Seré todos los venezolanos que viven y vivirán, enloquecidos perennemente por el paludismo y por la amarilla luna febril del trópico. Pudriré las piernas de su civilización.

Es más: seré su civilización. Y me la comeré como un caníbal.

Publicidad
Publicidad