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#Fieles difuntos

Día de los muertos venezolanos en busca de un alma perdida

Cada año, el Día de Difuntos se convierte en un saludo masivo al alma, esa frágil aura creada por el hombre cuando tuvo conciencia de su vulgar mortalidad animal. Más allá de las fechas para recordar a nuestros seres queridos o a las ánimas más admiradas, el alma está atada a la memoria y a los recuerdos. Y es solo en esos sutiles parajes de la mente donde existe sin existir

VIDEOS y FOTOS | Día de Muertos: historia, tradiciones y curiosidades

La fiesta de Halloween acapara la atención mediática de todo el mundo a finales de octubre. Casi al mismo tiempo, pocos días más tarde, se celebra en México otra festividad que destaca por su vistoso colorido y sugerente simbolismo, resultado de la mezcla de influencias indígenas e hispánicas y que ha adquirido notoriedad internacional gracias al cine: el Día de Muertos. Varias fueron las civilizaciones que se asentaron en el actual México antes de la conquista española. La última, y acaso la más conocida, fue la azteca, que vivió su máximo apogeo entre mediados del siglo XV y comienzos del siglo XVI. Los aztecas tenían una concepción muy particular de la muerte. No la veían como el fin absoluto, sino como una etapa más de un ciclo que adquiría incluso rasgos cósmicos. De allí la importancia de los polémicos sacrificios humanos que tanto horrorizaron en su día a los europeos. A juicio de Octavio Paz: “Lo esencial era asegurar la continuidad de la creación; el sacrificio no entrañaba la salvación ultraterrena, sino la salud cósmica; el mundo, y no el individuo, vivía gracias a la sangre y a la muerte de los hombres”. De igual modo, el destino ultraterreno de la persona no se definía por lo virtuosa que había sido su vida, sino por el tipo de muerte que había tenido. Los fallecidos por muerte natural eran destinados al Mictlán, una región subterránea en la el alma del muerto debía recorrer hasta nueve niveles llenos de obstáculos y peligros (montañas que chocaban, tempestades, parajes congelados, aguas turbulentas y fieras salvajes, entre otros), antes de llegar a su morada final, regida por el dios Mictlantecuhtli, representado como un cráneo desencarnado. El calendario azteca contemplaba hasta cinco fiestas destinadas a honrar a los difuntos. Entre julio y septiembre tenían lugar las celebraciones de Micailhuitontli, destinada a honrar a los niños fallecidos; y la Huey Micailhuitl, que conmemoraba a los “muertos grandes”. Ambas coincidían con el final del ciclo de las cosechas, el término del verano y el inicio de la temporada más dura del año. Los fallecidos visitaban a sus familiares vivos y estos se abocaban a honrarlos y compartir con ellos los frutos recogidos durante el año culminado con la esperanza de invocar la buena ventura para el año siguiente. En este contexto las ofrendas jugaban un papel fundamental. No es casual la semejanza de estos ritos con los del Samhain celta, remoto antecesor del Halloween moderno, pues ambas fiestas obedecen a motivaciones parecidas: el final de la temporada de luz, la ralentización de los ciclos de la naturaleza, noches más largas que los días, ruptura temporal de la frontera entre el reino de los vivos y el de los muertos y necesidad de acoger a los buenos espíritus y ahuyentar a los malos. La conquista española de México a comienzos del siglo XVI incorporó nuevos elementos a este panorama. Entre las fiestas del calendario litúrgico católico figuran dos conmemoraciones de origen medieval: el Día de Todos los Santos, celebrado el 1 de noviembre, y la celebración de los Fieles Difuntos, el 2 de noviembre. Como las referidas fiestas aztecas de los “muertos pequeños” y los “muertos grandes” tenían lugar en fechas muy cercanas a los días cristianos, terminaron asimiladas a estos últimos, pero con al menos una diferencia importante: el 1 de noviembre pasó a ser la jornada de los “muertecitos” y el 2 de noviembre se celebra a los adultos. Así quedó configurado el Día de Muertos tal y como se celebra hasta hoy. Elemento central del Día de Muertos actual es el altar. Sus características varían según la región y las motivaciones de quienes lo fabrican. Consta de entre uno y nueve niveles y su simbolismo varía entre los distintos niveles del mundo, los pecados capitales, los puntos cardinales y las etapas que el alma del fallecido debe recorrer hasta su llegada al Mictlán. La idea central de los altares es acoger los espíritus de los fallecidos cuando visiten la casa de sus familiares, por lo que deben tener aquello que el difunto disfrutó en vida: ropa, artículos personales, comida, bebida, etc. El difunto tomará la “esencia” de los alimentos. Asimismo, las ofrendas que llenan los altares combinan elementos indígenas y españoles y rebosan de color y simbolismo: velas, sal, ceniza, papel picado, cruces, agua, incienso. Destacan sobre todo tres elementos básicos. El primero es la flor de muerto, conocida como “cempasúchil”, que significa en náhuatl “flor de veinte pétalos”. Son de varios colores, pero destaca el naranja, por aludir el sol y ser el color de luto entre los aztecas. Su presencia es fundamental para que su aroma atraiga al fallecido y le facilite el camino de regreso al cementerio. Por ende, se acostumbra colocar un camino de pétalos entre la casa y el camposanto. El pan de muerto tiene un origen incierto, pero quizás surgió de un intento español de suplantar la costumbre azteca de comer el corazón de las víctimas sacrificadas. Así, el azúcar roja del pan alude a la sangre de los sacrificados, su forma ovalada simboliza el corazón y el ciclo de vida del fallecido, la bola de su parte superior es el cráneo y las cuatro hileras a su alrededor hacen alusión a los huesos del difunto y los puntos cardinales. Asimismo, su sabor dulzón funciona como recuerdo de aquellos que se han ido. En el antiguo imperio azteca, se tenía un gran respecto por las calaveras de los fallecidos, y se hacía un uso tanto estético como intimidatorio de éstas. El señor del Mictlán se representaba con rasgos cadavéricos, como ya vimos. Y en Tenochtitlán (actual Ciudad de México), junto al hoy desaparecido Templo Mayor, se alzaba el Huey Tzompantli, una enorme empalizada de 35 metros de largo compuesta por miles de cráneos ensartados tanto de víctimas de sacrificios como de prisioneros de guerra. Solo se lo conocía mediante descripciones hasta su descubrimiento en 2015. Entre los cráneos recuperados figuran incluso niños. Como es natural, la necesidad de los misioneros españoles de “domesticar” y asimilar una tradición tan arraigada originó las actuales “calaveritas de azúcar” tan populares en Día de Muertos. Se fabrican mediante una técnica de procedencia hispanoárabe llamada “alfeñique”, consistente en una pasta de azúcar, agua caliente y esencia de limón que se moldea para darle la forma de un cráneo humano y se decora con azúcar glaseada de colores vivos. Asimismo, es costumbre colocar en la frente de la calaverita el nombre de la persona a la que se regala, como manera de “comerse a la muerte” y recordar de forma jocosa nuestro inevitable destino.

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