Literatura

Rodrigo Blanco Calderón y su refugio de carencias

Con su primera novela, The Night, Rodrigo Blanco Calderón, a quien algunos sabedores del tema encumbran como uno de los mejores cuentistas de su generación, emprendió un nuevo rumbo en París, pero con el mismo compromiso literario de cuando estaba en Venezuela. En la ciudad de la luz, su visión de una Caracas desfasada y neurótica fue galardonada el 30 de junio con el Premio Rive Gauche 2016. Tres años más tarde, Rodrigo vuelve a alzarse con The Night, pues el pasado 30 de mayo recibió el premio de la tercera edición de la Bienal de Novela Mario Vargas Llosa

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Tiene una excelente memoria. Se recuerda, por ejemplo, yendo con su mamá a inscribirse por primera vez en el colegio. Tenía tres años. Más aún, hay una foto en la que aparece montado sobre un triciclo y jura recordar el momento en que la tomaron: tenía dos. Esa memoria prodigiosa, como un baúl cargado de retazos de vida, sería el inadvertido primer elemento de una precoz claridad en su vocación literaria.

Nació el 31 de julio de 1981. Desde el nacimiento, hasta buena parte de la adolescencia, su vida transcurrió entre el edificio Mary-Ros, de Amadores a Cardones —la misma calle donde murió José Gregorio Hernández, en La Pastora—, y los bloques de San José del Ávila, donde vivían su abuela y su tía. Recuerdos llenos del verde del Ávila y de los jabillos que tupían de cachitos las aceras de San José. En ese marco casi bucólico, la familia, los amigos del colegio y el fútbol eran el todo de su universo feliz.

Hijo del cardiólogo Mario Blanco y de la psiquiatra Minerva Calderón, casi no tiene recuerdos de haber vivido con su padre, aunque aquel siempre estuvo presente. Las coordenadas de su apacible mundo se extendían al Centro Educativo de la Asociación de Profesores de la Universidad Central de Venezuela, donde lo inscribieron a los tres años y de donde salió al culminar el bachillerato. En su tono de voz y en sus gestos sosegados, se deja ver al niño que creció en un ambiente protegido y que siempre recibió la atención de sus mayores.

En el liceo no fue muy aplicado. “El título de bachiller se lo debieron haber dado a mi madre. Fue ella quien me persiguió para que pasara las materias”, confiesa. Sin embargo, al egresar tenía bastante claro lo que haría con su vida en adelante, y no era, por cierto, ser futbolista del Marítimo F.C., como lo soñaba de niño, ni estudiar Comunicación Social “porque era bueno en Castellano e Historia”, como lo creyó a los trece años.

Los libros abrieron una puerta

Ese mundo apacible que parecía contener todas las respuestas, se abrió a una puerta que llegó en el momento preciso en que nos hacemos nuevas preguntas: la adolescencia. Y la puerta fueron los libros. “La lectura fue revelando, poco a poco, mi otra personalidad. Fueron los libros los que me revelaron, a mí mismo, ese otro ser, interior, que yo abrigaba”, rememora.

Y estando en quinto año ocurrirían dos circunstancias que destaparían su vocación definitiva. La primera, cuando resultó finalista en el Concurso de Poesía para Liceístas de la Casa Pérez Bonalde, que le hizo sentir, entre otras cosas, que “había otros bichos raros como yo a quienes les gustaba escribir versos”. La segunda fue que su madre, en calidad de egresada de la Universidad Central de Venezuela (UCV), comenzó a estudiar Letras allí, tal como lo había hecho una hermana suya unos años atrás. Y aunque por cuestiones de trabajo sólo hizo un par de semestres, fueron suficientes para que su hijo viera el folleto de cursos y los libros que debía leer. “Al ver que podía dedicarme cinco años a leer literatura y que eso era una carrera universitaria, no lo dudé”, comenta, agregando que al entusiasmo por el sueño incumplido de su madre, agregó el suyo propio para tomar la decisión sin mirar atrás.

Su padre, que no tenía muy claro en qué consistía eso de “estudiar Letras”, no recibió la noticia con la misma emoción. Llegó a preguntarle si no se trataba de un “refugio de carencias”, lo que él, sin saber cuánto talento poseía para el camino escogido, negó de plano. Con el tiempo, al verlo tan centrado en sus estudios, coincidió en que había sido la elección adecuada. “Más de quince años después, puedo decir que esa Escuela maravillosa sí era y es un refugio de carencias. Pues todo el que pasa por aquellas aulas va en primer lugar porque le falta algo. Algo fundamental que, además, sólo allí encuentra y recupera”, reflexiona desde la distancia.

Pero no sólo había decidido que iba a estudiar Letras. En esa época, leyendo a Alfredo Bryce Echenique, se divirtió y se conmovió tanto, “que dije que quería hacer lo que él hacía”, recuerda.

Oír a Darío

Blanco Calderón es autor de tres libros de cuentos: Una larga fila de hombres (Monte Ávila, 2005), Los invencibles (Random House Mondadori, 2007) y Las rayas (PuntoCero, 2011). En 1999, asomó su nombre al mundo de la literatura local al obtener una mención en el II Concurso Nacional de Cuentos de Sacven. Tenía sólo 18 años. Dos años después volvería a obtener una mención en el mismo concurso y, a los 24 años, sería uno de los ganadores del Concurso de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores. Al año siguiente, con “Los golpes de la vida”, ganaría el Concurso de Cuentos de El Nacional. “Es un texto escrito con oficio de escritor, con una organización narrativa impecable”, señala el fallo del jurado. Tenía 25 años.

Sus cuentos se caracterizan por su largo aliento. No llegan a veinte entre los tres títulos publicados. Quizá por eso a sus lectores no les extraña la aparición de su primera novela: The Night, una obra que, de alguna manera, estaban esperando.

The Night, publicada por Madera Fina en Venezuela, Alfaguara en España y Gallimard en Francia, está ambientada en la Venezuela de 2010, en el contexto de la crisis energética que volvió a recrudecer en estos días. “En ella retomo a dos de mis personajes: Miguel Ardiles, psiquiatra forense, y Pedro Álamo, ex joven promesa de la literatura venezolana, quienes ya habían aparecido en algunos de mis cuentos. Hay un tercer personaje, Matías Rye, escritor fracasado y profesor de escritura creativa, quien está tratando de fundar un género que ha llamado Realismo gótico, basado en la narración de algunos crímenes horrendos que están sucediendo —en Venezuela— en el tiempo del relato”, explica.

Con ese libro, Rodrigo Blanco acaba de ser galardonado con el Premio Rive Gauche 2016 en París, un reconocimiento fundado por Laurence Biava en 2011. Así, el venezolano se convierte en el primer latinoamericano en conseguir el premio que antes elevó a Jeffrey Eugenides (EEUU) en 2013, Edward Saint Aubyn (Inglaterra) en 2014, y Gary Shteingart (Rusia) en 2015.

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Pedro Álamo, aficionado a los palíndromos y a los juegos de palabras, es un admirador de la obra de Darío Lancini, lo cual da pie para una especie de biografía ficcional que el autor realiza sobre este poeta. “Una biografía que es, a su vez, un retrato de la Venezuela del siglo XX”, concluye.

¿Qué dificultades encontraste para abordar esa novela?

—La dificultad principal fue la de reconstruir, así sea parcialmente, la vida de Darío Lancini. No existen muchos registros escritos sobre él, pues fue siempre una persona tímida, discreta hasta la casi total invisibilidad. Tuve que recabar muchos testimonios entre la gente que lo conoció. Fue un proceso de meses. Luego el problema fue llevar eso a la escritura. No quería construir una imagen de Darío que no me pareciera auténtica. Este escollo, no obstante, fue el que me dio más alegrías durante el proceso de escritura. De modo que fue una dificultad venturosa.

¿Qué diferencia sustancial descubriste en la novela con respecto al cuento?

La sorpresa que me llevé fue la de no percibir una diferencia fundamental. Es decir, yo entiendo y concuerdo con las diferencias entre el cuento y la novela que han sido ya ampliamente estudiadas, sobre todo lo concerniente al acento distinto que se da a los personajes o a las acciones y que determinaría que uno se encontrara en uno o en otro género, sin embargo, cuando escribí The Night quise establecer una relación complementaria. Quise que cada capítulo tuviera la intensidad de un cuento. Y que cada “capítulo-cuento” contribuyera a su vez a la intensidad y la amplitud total del conjunto. Por ahora, apuesto por una novela sin puntos ciegos, sin momentos de relleno o de transición, donde cada personaje y cada historia tengan un significado y una función.

Siempre nos quedará París

Blanco Calderón está contratado como investigador en la Universidad París 13, adelantando una tesis sobre la obra de Juan Carlos Méndez Guédez y la emigración venezolana en España. En principio, estará tres años. Transcurrido ese tiempo, “a mí y a mi esposa nos tocará ver cuál es el siguiente paso. Pero sea cual sea, ambos queremos y anhelamos volver a vivir en nuestro país en algún momento”, señala, para luego comentar que llegó a París en un momento muy raro. “Los atentados terroristas de 2015 removieron una serie de tensiones acumuladas que aún no se han manifestado del todo. Por un lado, me sorprende el civismo de una sociedad como la francesa, que sabe resistir estos ataques con la más inteligente e imprevista de las estrategias: defender un estilo de vida que hunde sus raíces en los conceptos más caros a la modernidad. La cortesía, el silencio, el respeto por el espacio y el ritmo del otro dan la impresión de que nada ha sucedido. Sin embargo, por otro lado, uno percibe una fuerza contenida, algo que perturba a veces los gestos y que hace presentir nuevos conflictos”.

Todos los días acude al laboratorio de la universidad donde trabaja y, de vuelta a casa, lee y escribe. Pero no sólo material académico, pues también prepara un libro de cuentos y una segunda novela, alternando entre uno y otra sin inconvenientes. “Más bien, ambas formas de escritura se oxigenan mutuamente”, concluye.

Pagando las que hizo

Una incipiente calvicie es lo único que delata el paso del tiempo, la edad en Rodrigo. Eso y que está ganando peso. El matrimonio, dirán algunos. Ha sido editor, promotor literario y profesor universitario y, en ese estándar que toma como 40 la edad tope para la categoría “joven autor”, aún tiene un margen de cinco años. Su oficio le ha rendido lo suficiente para ser reconocido como una de las voces consolidadas de nuestra literatura contemporánea, y aún le quedan unos años bajo esa etiqueta de la que ya parece cansado.

Aquella pregunta que le hiciera su padre, quince años después exhibe una interesante lectura: la de las carencias como incansable motivación. En esos poco más de quince años fue cofundador de El Ahorcado (una revista que editaban en la Escuela de Letras), del grupo Relectura y de la editorial Madera Fina, y ha publicado cuatro títulos.

La insatisfacción, como se ve, no es necesariamente una mala señal.

Le pregunto cómo se ve en veinte años, y me dice que, además de calvo, “lidiando con la adolescencia de mis hijos y pagando caro todo lo que yo hice a esa edad. Escribiendo y leyendo. Junto a Luisa, mi esposa, y una manada de perros”. Y aunque esa estampa sugiera un ambiente de sosegado reposo, apenas tendrá 55 años.

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