Cine

¿Por qué la película “El Camino” de Vince Gilligan es necesaria, aunque no lo parezca?

El pasado 11 de octubre Netflix estrenó El Camino, la película de la aclamada serie Breaking Bad, escrita y dirigida por Vince Gilligan. Protagonizada por Aaron Paul, el largometraje funciona de epílogo para la serie, además de responder algunas preguntas que quedaron sin respuesta tras el final en su quinta temporada. ¿Era necesaria una película o fue un proyecto para complacer a los fanáticos? ¿El Camino vale la pena por sí misma? 

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La cultura pop construye sus propios ídolos intocables o, al menos, hay unos cuantos símbolos que resultan de enorme valor dentro de la historia reciente de la televisión y el cine. Breaking Bad, la serie que cambió para siempre la relación del televidente con un tipo de historia siniestra, inteligente y violenta, es una de ellas, por lo que resulta desconcertante la mera idea de expandir, profundizar e incluso sólo revisitar su universo. Esa era la percepción general antes que se anunciara la producción de la película El Camino, continuación inmediata del argumento original y con el showrunner Vince Gilligan a la cabeza.

Claro está, se trata de un riesgo calculado: durante los seis años transcurridos luego de su capítulo final, Breaking Bad tomó una estatura mítica, no sólo por la indudable calidad de su guión sino por el hecho inevitable, que en conjunto es la mejor demostración de la capacidad de la televisión para crear su propia historia. La serie, no sólo es considerada un prodigioso ejercicio argumental, sino también es pionera en una forma de narrar historias que sigue sorprendiendo. De modo que un epílogo — quizás innecesario o no del todo imprescindible — desafiaba la posibilidad de esa intocada imagen de perfección que la serie había alcanzado en la memoria colectiva. ¿Podría cualquier producto sucedáneo, derivado o directamente relacionado con la trama central de Breaking Bad satisfacer las expectativas de los fanáticos? ¿Alcanzar la dimensión de culto que rodea a su argumento?

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El Camino tomó la dirección más inteligente en medio de un dilema semejante: no intenta crear una nueva versión de la historia central de la serie ni tampoco agregar dimensiones ni una nueva perspectiva al recordado argumento que rodeaba a Walter White y Jesse Pinkman. En realidad, la película es un epílogo elegante que trata de responder — sin lograrlo del todo — a varias de las preguntas que los fanáticos se formularon luego de un capítulo final que dejó abierta la posibilidad de especulaciones. La película es mucho más un ejercicio inteligente de metalenguaje que un argumento independiente y, aunque en general es un film que podría funcionar sin sostenerse de manera parasitaria sobre la trama de la serie (a excepción de algunos puntos inevitables que el hipotético espectador debería conocer de antemano), es también un homenaje a todos los elementos que convirtieron a Breaking Bad en un fenómeno de culto. El cinismo pesimista de la historia original está allí, como el guión tramposo y manipulador. Lo novedoso es la manera como Vince Gilligan reflexiona sobre uno de sus personajes centrales y le convierte en el motivo para comprender a la serie — y su trascendencia — como algo más que una secuencia de aventuras entre dos perdedores y la crueldad cotidiana.

Es evidente que el director analiza los espacios más oscuros de sus personajes para ensamblar un descenso a los infiernos que tiene mucho de un acto de pura vanidad macabra. Es esa percepción tenebrosa lo que dota a El Camino de identidad y de una complejidad inusitada. Por supuesto, Jesse Pinkman (encarnado de nuevo con una apropiada y contenida madurez por el actor Aaron Paul) es el centro de una trama que regresa con habilidad al punto cero de la última escena en que le recuerda la mayoría de los fanáticos: El Camino comienza donde terminó el último capítulo de la serie y hay algo por completo satisfactorio en el hecho que las líneas entre el antes y el después se unen de forma sutil y sin fisura alguna. Gilligan encuentra la conexión entre ambas historias sin que el tiempo transcurrido — o la conciencia que han pasado seis largos años desde la última escena de Breaking Bad — tenga un verdadero peso en lo que veremos a continuación. Liberado de la prisión infernal en que se encontraba atrapado y en la que debía cocinar metanfetaminas a una dimensión industrial, Pinkman ahora es libre de huir, buscar un sentido a su existencia o sólo luchar contra la derrota de la mejor forma en que puede hacerlo. El argumento no se decanta por ninguna de las alternativas sino que brinda al personaje una cierta y falsa libertad que la película observa con una atención torva y casi maligna.

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Por supuesto, se trata de algo inevitable: Jesse Pinkman se convirtió en una combinación desconcertante entre una cierta inocencia torva (perdida y malograda muy deprisa), una astucia pueril y algo muy semejante a la amargura inevitable de la metamorfosis del personaje hacia una versión maligna de sí mismo. Como antihéroe, es mucho más consecuencia de sus errores y disparatadas equivocaciones que de sus escasas virtudes y El Camino explora con sencillez esa premisa. ¿Quién es Jesse Pinkman y qué ocurrió después de ese gran escape? ¿Cómo concluye la historia que sostiene una versión retorcida de la maldad contemporánea?

Las aventuras — extravagantes, casi siempre siniestras y, por momentos, de una crueldad inusitada — de Jesse y su mentor Walter White siempre fueron un improvisado recorrido por lo espontáneo: esa versión de la realidad en la que ambos personajes debieron enfrentarse a lo inesperado y encontrar algún tipo de salida, casi siempre en medio de la violencia y la pérdida de algún grado de humanidad. Si en algo destacó Breaking Bad fue en jugar con la posibilidad del bien y el mal moral, en una progresiva manipulación que transformó a sus personajes en símbolos de algo más retorcido, siniestro y realista. El Camino se sostiene sobre una premisa semejante, pero desde la convincente percepción de que Jesse merece vivir  — por encima de su naturaleza ambigua y rapaz —  y lo hará, a pesar de los meses de tortura y violencia que vivió justo antes de que la serie terminara.

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Como sobreviviente, Jesse es la expresión más amplia de lo que Breaking Bad intentó construir a partir de lo improbable: no sólo se trata del hombre con menos posibilidades de sobrevivir sino que además, lo hace a través de una serie de golpes de suerte que tiene poco o ningún sentido, pero aun así, apuntalan al personaje como el rostro visible de lo que la serie podría haber sido de continuar o lo que es lo mismo, la forma en que se desarrolla a partir de la devastación de lo que fueron sus pilares fundamentales. Escrita y dirigida por su showrunner, la relación entre El Camino y Breaking Bad es cuando menos, la de una búsqueda de significado que se enlaza con algo más profundo sobre el origen del mal siniestro y mundano que la serie esboza con inteligencia y El Camino profundiza. Una y otra asumen la concepción de lo inevitable — la tragedia en puertas — con una sutileza brillante y es entonces cuando Jesse, el rostro simbólico de lo que el argumento dejó atrás cuando Walter White cayó baleado en el suelo del laboratorio, toma verdadera relevancia.

Jesse sobrevive a su mentor, lo cual por supuesto, es toda una osadía, pero lo es también que ahora la historia recaiga sobre sus hombros y avance sobre la extraña posibilidad de redención que no llega a mostrarse del todo. Al retomar la historia del punto exacto en la que la serie original acabó, Gilligan logra que no sólo El Camino no necesite introducir nuevos elementos, sino que pueda jugar y elaborar una versión novedosa de los habituales, para crear ese inusual estado de gracia entre la estructura de un guión conocido y lo previsible del argumento. La película es una sobria revisión a la historia de Breaking Bad pero también, es una consciente reivindicación de sus mejores elementos, de la forma en que se sostiene como recorrido amargo sobre sus parajes oscuros y una celebración a los más brillantes.

Eso sí, se echa de menos la frenética noción sobre el crimen a un nivel doméstico, caótico y barbárico. El Camino es mucho más intimista y pesarosa que la serie, pero aun así, hay algunos flashbacks que rememoran los principios básicos por el que se rige el universo de Gilligan. Para los fanáticos, se trata de un regreso en pleno al universo Breaking Bad. Para el neófito, una mirada un tanto confusa sobre la vida de un fugitivo con una historia secreta que se descubre a trozos y que resulta intrigante, en su capacidad elemental para ser de una oscuridad remota y sinuosa. Entre ambas cosas, El Camino funciona con la cualidad pulcra de un mecanismo cuyas piezas se sostienen con facilidad sobre un ritmo evidente. No hay nada nuevo que mostrar en la historia de Jesse — y quizás ese sea uno de los puntos bajos del film — pero lo que no llega a causar asombro, desconcierta por su cualidad siniestra y dolorosa. Jesse de pronto deja de ser el aliado, el cómplice circunstancial, el segundo en un binomio de pesadilla y se convierte en un símbolo de algo mucho más macabro — y bien ejecutado — a pleno derecho.

Claro está, Jesse es torpe y brutal, una combinación improbable que sigue siendo quizás su cualidad más evidente en El Camino. Con el rostro lleno de cicatrices, avanza con dificultad de trampa en trampa, aferrado a su tenacidad como su mayor baza en medio de lo que parece ser un recorrido potencialmente mortal. En la serie, Jesse fue el centro de varias de las historias más extrañas del argumento, pero convertido en el protagonista único de la historia, el personaje cobra una nueva dimensión atormentada que sorprende por su crudeza. No sólo se trata de la forma en que el personaje madura (y lo hace, en una lenta e inquietante noción sobre su vulnerabilidad), sino la manera como la película sigue esa evolución desde todo tipo de situaciones hilarantes, horribles e inclusos dolorosas. El Camino es una película que celebra un cierto tipo de crueldad poderosa y voluble, relacionada con la capacidad de los personajes para rozar su lado más ruin y angustiado. Y esa mirada insistente sobre el bien y el mal (la tortura interior convertida en algo más retorcido), es lo que hace de El Camino un acertado, inteligente y sobrio recorrido no sólo por el universo original de Breaking Bad, sino la conmoción elemental y violenta de sus personajes al enfrentarse a un tipo de oscuridad interior casi vulgar.

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El Camino es también una conclusión a todas las vicisitudes del personaje de Jesse, que durante buena parte de la serie estuvo supeditado a Walter White en mayor o en menor medida. En solitario, su estridente y en ocasiones irritante naturaleza, se convierte en algo más complejo y se vincula, con la percepción de la serie sobre la posibilidad que sus personajes sean algo más de lo que se muestra en pantalla. Esa versión dual de cada elemento del argumento — la tridimensional sugerida — fue uno de los grandes aciertos del show y es también, uno de los motivos por los cuales El Camino funciona con una libertad que asombra por su vitalidad. Jesse es mucho más que Jesse, de la misma manera que Walter siempre fue mucho más que sólo Walter. Esa oscuridad sinuosa, llena de dobles y terceras interpretaciones, fue lo que brindó a Breaking Bad sus mayores fortalezas y a El Camino su cualidad de cierre apropiado e inteligente de una historia mucho más compleja de la que se muestra.

El Camino es pura reconstrucción de los mejores momentos de la serie y a la vez, un despliegue de la habilidad de Gilligan para encontrar todo tipo de nuevas elucubraciones sobre las inquietudes que la serie manejo y analizó a lo largo de todas sus temporadas. Pero la película también es mucho más que eso: es una breve mirada a lo que ocurre como parte de una estructura mayor de historias que se entrelazan en un universo pulcro. En el mundo de Breaking Bad nada ocurre sin una consecuencia aparatosa, dolorosa y violenta. Y en esta continuación sutil, la noción sobre ese hilo de desgracias entretejidas entre sí es más tosco, pero igualmente efectivo. Jesse no sólo escapa de la policía, los neonazis o su pasado, sino también de sí mismo.

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Sin duda, El Camino podría ser considerada un film accesorio, a no ser por su capacidad para cerrar líneas argumentales — o justificar algunos otros — con una extraña solidez que al final, termina demostrando que aunque Breaking Bad no necesitaba de El Camino para completar su mirada rigurosa sobre la maldad y la crueldad contemporánea, sí es una pieza complementaria para hacer, quizás, más amplio su planteamiento. Y aunque podría catalogarse como un Fan Service (y en cierto punto, lo es), El Camino tiene la suficiente vitalidad como para superar la mera necesidad de satisfacer a los nostálgicos, hasta encontrar su propio motivo e independencia del argumento original. Si Breaking Bad era la historia de Walter y Jesse batallando contra la micro logística de pesadilla del crimen y creando una nueva concepción de la corrupción y el descenso a los infiernos en tiempo real, El Camino es una conclusión directa, inteligente y bien construida sobre esa noción de los personajes como engranajes sustanciosos de una historia que perdura incluso a su pesar. Walter muere, Jesse sobrevive, Breaking Bad triunfa.

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