Historia

Ocarina Castillo saborea la Historia

Luego de devaneos en su formación académica, Ocarina Castillo asumió la vocación con la que coqueteaba desde niña: estudiar la Historia. Lo hizo en una Universidad Central de Venezuela en la cual ha estado activamente participando desde hace cuatro décadas, como estudiante, como militante, como profesora, como autoridad, como investigadora. Electa como Individuo de Número de la Academia Nacional de la Historia el año pasado, ahora recién asume el sillón Q

Pablo Hernández
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Ocarina Castillo tenía 13 años y estaba en octavo grado de bachillerato en el Colegio San José de Tarbes de La Florida. Fue allí cuando tuvo un contacto decisivo con la Historia. Corría la Semana Santa del año 1964 y debía preparar una exposición sobre Cristóbal Colón para la materia Historia Universal. Su profesor, el historiador Aureo Yépez Castillo, era inigualable y apasionado. Sus estudiantes quedaban lelos ante sus clases, que además de eruditas en detalles y explicaciones, las apoyaba en fotografías de los viajes que había hecho. Así ante los ojos de sus alumnas desfilaban las imágenes de Egipto, Grecia y Roma. Contar con un profesional de esa talla era un privilegio para el Colegio, su libro era el caballito de batalla de casi todos los liceos venezolanos.

Para cumplir con ese compromiso académico, Ocarina Castillo se instaló por aquellos días en la Biblioteca Nacional, algo raro para una muchacha de su edad, pero es que andaba fascinada con el tema. Y tampoco existía Internet, por supuesto. Debía conseguir información completa y novedosa acerca del almirante genovés. Del buen sabor que le dejó esa investigación escolar, le quedó el interés por la Historia, que, sin duda, estaría en sus opciones de carrera universitaria. Pero, en el último año de bachillerato, se decidió por Sociología, que le atraía por su compromiso con la comprensión de la sociedad; y también haciéndole caso a los comentarios de Tomás Castillo, su papá, copeyano y muy cercano de Rafael Caldera.

La universidad en la que yo comencé como docente es demasiado distinta a la que vivimos y conocemos, o desconocemos, hoy

—Yo deshojaba la margarita entre Historia y Sociología y ese dilema se fortaleció cuando en quinto año tuve la oportunidad de ser alumna del profesor Juan Manuel Mayorca, quien nuevamente me marcó: autor de un libro sobre Sociología y quien, aparte de ser precioso, un atraco, era un tipo inteligentísimo, poeta, con una calidad expositiva impecable.

—Se decantó por Sociología, pero terminó siendo antropóloga.

—Cuando llegué a la Escuela de Sociología, había un ciclo común hasta el final del segundo año y allí uno escogía Sociología o Antropología. Yo decidí escoger Antropología, porque la fascinación de las diferentes culturas fue muy grande. En el pensum de la Escuela había muchas materias históricas, que a mí me encantaban y que al cursarlas me permitieron incorporarme de preparadora en algunas de ellas. Especialmente en historia de Venezuela, ser preparadora me permitió formar parte del Departamento de Análisis Histórico integrado por profesores como Víctor Pizani, Simón Sáez Mérida, Amalio Belmonte, Vladimir Acosta, Alfredo Caraballo, Pepe Aizpurúa, Armando Martel y Carlos Viso Fajardo. Durante mucho tiempo la única mujer era yo y lo disfruté muchísimo. Quedé anclada, soy profesora desde 1979.

—Y llegó a la UCV en un momento convulso.

—Yo entré en 1970, después de la llamada y famosa renovación universitaria. La Escuela de Sociología fue de las más activas en ese proceso que significó una impugnación en las formas tradicionales de dar clases, impartir los saberes, organizar el pensum. A partir de ese intenso debate se renovaron todos los departamentos y se reorganizó la escuela. No en todas las facultades se vivió ese proceso con la misma intensidad y similares resultados, pero en Sociología fue muy transformador e interesante. Yo formé parte de las primeras cohortes después de ese gran impacto.

Ocarina Castillo

—Y la política estuvo indudablemente vinculada a eso. ¿Formó parte del movimiento estudiantil?

—Sí, claro. Era imposible no participar, porque eran tiempos muy movidos. En la dinámica estudiantil llegué a formar parte de una plancha por el MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) al Consejo de Escuela y ganamos. Eran mis compañeros Roberto Briceño León y el queridísimo José Antonio Gimón. Esa fue mi primera experiencia en el cogobierno universitario. La UCV siempre ha sido una universidad contestataria, en pelea permanente por las reivindicaciones necesarias, es decir, una universidad constantemente exigente en materia presupuestaria y de autonomía. Tengo en mi haber miles de marchas, contra la represión, por el presupuesto, contra el cercenamiento de la autonomía, por los derechos humanos, libertad de los presos políticos, ¡y pare usted de contar! Siempre he tenido claro mi compromiso ucevista.

—¿Y esa participación estudiantil implicó militancia con el MIR?

—No necesariamente. En mi caso se dio esa oportunidad y la experimenté. En la Escuela de Sociología era como natural ser crítico y de izquierda, además había muchos personajes que uno respetaba mucho intelectual y profesionalmente y pretendíamos emular. Muchos de ellos militaban en el MIR, como el caso de Moisés Moleiro. También en el MAS (Movimiento al Socialismo) había gente muy interesante. Hoy en día pienso que la figura más destacada en esos años fue sin lugar a dudas Teodoro Petkoff. Era una época muy rica en ideas, confrontaciones, figuras y en la discusión ideológica había muchos umbrales y sutilezas.

No son necesariamente los grandes chefs los que están haciendo la diáspora de los sabores, sino los migrantes que en distintas escalas están comunicando que somos lo que comemos

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La política no era cosa nueva para Ocarina Castillo, la vivía a diario desde que cumplió seis años y cayó el dictador. En todos lados los partidos proliferaron. Y en Catia, una parroquia densamente poblada, aquello fue la bomba. La vereda 7, número 6, la misma en la que vivía el progenitor del tenor favorito de Venezuela Alfredo Sadel, estaba repleta de inmigrantes y una cultura local muy especial. Movimiento, sabor y música.

José Ignacio Cabrujas la describió en sus crónicas y cada vez que ella las lee, revive su niñez: “Allí aprendí muchas cosas, sobre todo a bailar salsa, y me contagié de su ritmo y sabores. Catia era una zona popular muy activa políticamente. ¡Candela pura! Mi infancia se desenvolvió en esa mezcla de emociones, entre la cotidianidad y episodios políticos”.

Su vida en la escuela de primaria tampoco era diferente, pese haber estudiado en un colegio católico. La vieja edificación del Externado de San José de Tarbes en la esquina de Carmelitas a Llaguno, le ofreció un contacto en primera fila con la historia de Venezuela. El colegio quedaba a unas cuadras del Palacio de Miraflores, una ubicación tal vez complicada en esos años, cuando las intentonas militares y revolucionarias eran el pan de cada día. “Cada vez que había un alzamiento, sacaban los tanques, cerraban frente a la iglesia de Pagüita y había que dar un vueltón por El Silencio para llegar al colegio”.

Tengo en mi haber miles de marchas, contra la represión, por el presupuesto, contra el cercenamiento de la autonomía, por los derechos humanos, libertad de los presos políticos, ¡y pare usted de contar!

Aquellas tardes de felonías militares y cuartelazos antidemocráticos eran sopesados con las meriendas con su abuelo, don Quintin Suárez. Después de recibir clases de piano con la maestra Isabel Talavera Flores, el señor devoraba las páginas de El Mundo, sin prisa ni impaciencia en la acera alta de la avenida, mientras las demás muchachitas tarbesianas salían de clases. Un recorrido por las dulcerías del centro bastaba para olvidar el tenso ambiente de traiciones y levantamientos armados contra el Estado.

—Comíamos dulces criollos de los que vendían en los carritos que estaban en diferentes esquinas: coquitos, polvorosas, dulces de batata, de guayaba, conservas de sidra, conservas de leche. En esas salidas con mi abuelo fui conociendo las nacientes ‘fuentes de soda’, probé los primeros sándwiches en pan francés a la plancha con jamón y tomate, el ‘pollo a la broaster con papitas fritas’, las merengadas en la copa altota y elegante. No podía faltar la compra de los mejores panes dulces en las panaderías: de leche, camaleón, con mermelada de guayaba. Probé hasta el ‘teretere’ de Guatire que vendían por El Silencio. Con mi abuelo era la propia complicidad y el deleite.

Los fines de semana tampoco estaban exentos de sabor. Al ser la mayor de las tres niñas, su mamá, María de Lourdes D’Imperio, una descendiente de isleños e italianos dedicados al cultivo de café en Baruta y El Hatillo, salía con ella a comprar el desayuno en una fábrica de arepas que quedaba muy cerca de la casa. El olor y las bolsas marrones todavía viven en su memoria con los toboganes por donde corrían las ruedas blancas hechas de maíz molido, algunas con trozos de chicharrón o de queso blanco. Ese contacto con los sabores, la hizo desarrollar una pasión por la gastronomía que no floreció hasta 2005, cuando en un viaje a México con su esposo, entró contacto con la antropología de la alimentación, o cómo las sociedades se expresan con lo que comen.

Ocarina Castillo

—Siendo nosotros unos comelones, disfrutábamos mucho de cocinar, comer y probar. Y descubrí el desarrollo que allí había en torno a la ‘Antropología de la Alimentación’. En la medida en que empecé a vincularme a esos centros y programas de investigación antropológica, comencé a descubrir y a entender la complejidad y multidimensionalidad de este tema. Allí encontré no sólo eventos, talleres y posgrados, sino una producción editorial increíble. Así que resolví entregarme a esta línea de investigación y cuando regresé, tomé la decisión de abrir una cátedra en la UCV para estudiar ese tema.

El elemento esencial de ese proyecto sería la interdisciplinariedad porque para ella “todo tiene que ver con la alimentación, porque la gastronomía es transversal, es un punto de confluencia y sinergia de la Historia, la Antropología, las ciencias básicas, el arte y las humanidades, las tecnologías, la salud, las genómicas y las agroecológicas”. Eso la convirtió en una historiadora de la gastronomía, un área que había sido estudiada por pocos, entre ellos José Rafael Lovera y Armando Scannone.

Yo entré en 1970, después de la llamada y famosa renovación universitaria. La Escuela de Sociología fue de las más activas en ese proceso

—¿Qué dice la cultura gastronómica venezolana en este momento tan coyuntural, donde la alimentación se ha transformado producto de la escasez?

—Mira, la mesa es un importante lugar de resiliencia. Ha habido un proceso recuperación de estos sabores, de la memoria alimentaria y de la cocina. Hemos redescubierto dónde están nuestras fortalezas alimentarias, nuestra producción genuina de país tropical. Hemos tomado conciencia de cómo nuestra gastronomía se ha extraviado en una gastronomía exclusivamente de puertos e importaciones, de modelos y platos importados, que han significado cambios radicales en nuestros patrones y hábitos socioculturales, en nuestras tradiciones y memoria gustativa. Habíamos perdido el elemento que nos unía a lo que había sido la evolución de nuestro sistema alimentario hasta la primera mitad del siglo XX.

—¿Venezuela vivió crisis alimentarias en el pasado como ahora?

—De la misma característica no, pero sí vivimos crisis. Una de las más importantes fue a raíz de la emancipación, donde hubo destrucción del aparato productivo, de los circuitos productores que garantizaban la estabilidad de la sociedad colonial. Allí hubo destrucción de las haciendas, de los pequeños nexos en relación con circuitos comerciales de exportación, y también hubo desastre en materia de las unidades productivas. ¿Qué salvó en ese momento a los venezolanos? Nuestra agricultura de subsistencia, que nos está alimentando a nosotros también.

—La crisis también llevó a que nuestros platos se comieran en otras latitudes. ¿Esa exportación gastronómica es nueva?

—Lo que está pasando con nuestra diáspora en materia gastronómica nos va a llevar mucho tiempo estudiar y entender, es muy rico y complejo. Más que el conocimiento de la arepa, otros platos e ingredientes, se trata de que la comida no es sólo ingredientes y sabores, sino significados. Entonces, la arepa es un significado, el que conoce la arepa aprehende ese significado. Nuestros platos son vehículos que comunican esos retazos de nuestra cultura que estamos exportando. Estamos hablando de nuestra historia, geografía, cultura, nos estamos visibilizando y eso genera importantes asociaciones. No son necesariamente los grandes chefs los que están haciendo la diáspora de los sabores, sino los migrantes que en distintas escalas están comunicando que somos lo que comemos. El tema de la investigación de nuestras raíces alimentarias es una deuda importante que tenemos.

Siendo nosotros unos comelones, disfrutábamos mucho de cocinar, comer y probar. Y descubrí el desarrollo que allí había en torno a la ‘Antropología de la Alimentación’.

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Y ella misma aportó su granito de harina para ello. Promover en el estudiante la inquietud por la cultura alimentaria, tanto en su formación como en la difusión de conocimiento, apreciando a la gastronomía como un lenguaje que nos habla de cada cultura, forma parte de las premisas de la Cátedra de Antropología de los Sabores que fundó junto a su esposo, Ernesto González Enders, en la UCV, institución en la que no sólo se formó y ejerció como docente, sino que también ocupó importantes cargos académicos y administrativos, entre ellos el de directora de Cultura y la Secretaría. En 2000 fue la primera mujer en candidatearse a rectora y, aunque perdió las elecciones, logró llevar a cabo importantes proyectos: el Programa Samuel Robinson (PSR) y el Programa de Cooperación Interfacultades (PCI). El compromiso ucevista va primero.

«La universidad en la que yo comencé como docente es demasiado distinta a la que vivimos y conocemos, o desconocemos, hoy. Más que la identificación partidista, en mi caso ha prevalecido el compromiso con una posición transformadora con la UCV. De allí que mi desempeño en los cargos directivos y académicos no se corresponden a una militancia partidista, sino a mi participación en grupos independientes, evidentemente con posiciones ideológicas al interior de la dinámica ucevista. Fui nombrada Directora de Cultura por el rector Luis Fuenmayor Toro para el período 1988-1992. Él conocía el trabajo que venía haciendo con grupos culturales de base en Caracas y en la Fundación Bigott. También mi experiencia maravillosa en el Cendes (Centro de Estudios del Desarrollo), con Germán Carrera Damas, un hombre de rigor y metodología. Posteriormente, esa experiencia me abrió posibilidades para ser considerada en la plancha rectoral que lideraba José María Cadenas, al frente de la candidatura para Secretaría, allí me desempeñé desde 1996 hasta junio del 2000″.

Yo deshojaba la margarita entre Historia y Sociología y ese dilema se fortaleció cuando en quinto año tuve la oportunidad de ser alumna del profesor Juan Manuel Mayorca

Ocarina Castillo detalla que desde la Secretaría, su proyecto bandera más importante fue el Programa Samuel Robinson, «que me permitió conocer, explorar, entender y profundizar en el tema del ingreso y la admisión universitaria». Los cuatro años en ese cargo, afirma, fueron de entrenamiento intensivo y de fogueo, que le permitieron elaborar las propuestas que presentó en su campaña al rectorado en el año 2000.

—¿En qué se diferencia la universidad de hace unas décadas con esta?

—Yo creo fundamentalmente que la gran diferencia es que en este momento estamos en una burbuja de dificultades, déficits, insuficiencia, ausencia de liderazgos, que han afectado nuestro desarrollo académico. Como universidad hemos tenido muchísimas potencialidades, contábamos con una cantidad de programas y proyectos en las diferentes facultades que francamente impresionaban. Pero estos últimos años nos han golpeado mucho y hemos perdido ese impulso, la capacidad instalada, los mejores profesores, la generación de relevo, el presupuesto para investigar y publicar. Seguimos haciendo muchas cosas, pero a través de una suerte de silenciador que no nos permite ser visibles, ni contundentes, ni alcanzar satisfactoriamente las metas y objetivos. Los caminos de la excelencia se nos han enmalezado y no hay cómo limpiarlos.

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