Historia

José Rafael Pocaterra, un siglo de testimonio

A 100 años del ingreso de José Rafael Pocaterra a La Rotunda -de quien se cumplen 64 años desde su muerte-, la cárcel de los enemigos de Juan Vicente Gómez y lugar donde escribió la gran crónica venezolana del siglo XX: Memorias de un venezolano de la decadencia. Un recuento anecdótico, basado en esa obra, nos acerca a la Venezuela de los años 1920, cuando la fuerza del último gran caudillo marcaba la pauta y determinaba la vida de los ciudadanos. Un relato para tiempos de dictadura

ILUSTRACIÓN: DANIEL HERNÁNDEZ
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–¡Qué casualidad! Tenía algo que tratar con ustedes… –se adelantó a decir el prefecto Carvallo frente a José Rafael Pocaterra y Eduardo Coll Núñez, la noche del 19 de enero de 1919. Ambos se dirigían hacia el Circo Metropolitano, donde la gente se juntaba para enterarse de las últimas noticias y los recientes embates de la dictadura. Entre lo comentado se decía que un par de días atrás, Francisco Pimentel, también conocido como “Job Pim”, había caído preso por un presunto complot contra el gobierno, fraguado en la sede de Pitorreos, el periódico humorístico que ridiculizaba a la familia Gómez. Dentro de la conspiración había al menos un número importante de militares involucrados, incluyendo al hermano mayor de Pimentel, Luis Rafael, apresado también por esos días.

Ante el saludo, Pocaterra y Coll Núñez comprendieron de qué iba todo aquello. Los dos trabajaban en Pitorreos y conocían de cerca la situación, aunque el segundo sólo era el encargado de la Imprenta Bolívar, donde se imprimían los satíricos ejemplares. Pocaterra, por otro lado, era colaborador del medio y también conocido por el gobierno, llevaba tres novelas publicadas y varios artículos en diarios antigomecistas, muy a pesar de lo que esto significaba y de las delicadas situaciones por las que había atravesado antes: la censura de Caín, un pasquín carabobeño, y de El Fonógrafo, un rotativo zuliano. La insistencia de uno de los acompañantes de Carvallo, apellidado Casanova, y el aparente rodeo de una guardia de esbirros, trajeados de civiles, llevaron el encuentro al carruaje de los oficiales.

Una vez dentro y custodiado por dos sayones, dos motocicletas y otro coche detrás, tiraron de los caballos y el vehículo comenzó a andar. Carvallo, impasible, siguió con su trabajo. “Quedó entre los dos y continuó charlando amablemente y dándonos a entender que ‘todo no era sino cosas de la gente’ y que nos iba a enterar de algo interesante para que estuviéramos prevenidos”, cuenta Pocaterra en Memorias de un venezolano de la decadencia. Acababan de ser capturados de la manera más disimulada, los últimos dos integrantes Pitorreos, y ya imaginaban lo que seguía: serían encarcelados y quizás no volverían a ver la luz del día en libertad, al menos si no sobrevivían el tiempo suficiente.

Órdenes y desordenes

Mantuvieron la serenidad, aunque tampoco podían ocultar los nervios. El vehículo se detuvo frente al Cuartel de Policía y fueron recibidos por el jefe del recinto, Pedro García. El prefecto por fin dio a conocer la oficialidad de la detención pero sin mencionar los motivos.

–¿Por orden de quién y por qué motivo? –preguntó Pocaterra.

–Son órdenes superiores… son órdenes –balbuceó Carvallo.

–Son desordenes.

Eduardo Coll fue dirigido a otro salón. Lo último que escuchó Pocaterra de él fue su respuesta cuando le preguntaron quiénes eran los redactores de Pitorreos: “El señor Francisco Pimentel, el señor Leoncio Martínez”, dijo. Estaba acostumbrado a esas redadas, era la rutina  de su oficio, siempre rindiendo cuentas de lo que se imprime. Con valentía, estupor y fingida indiferencia había conseguido evadir la censura de la Imprenta Bolívar.

Pocaterra, por su parte, fue revisado y desposeído de sus pertenencias. Después de entregar el reloj, los gemelos de la camisa y el dinero suelto, consignó un puñal encabado en marfil. Alojado en una sala de oficiales, contempló el ocaso de la madrugada, el sol del 20 de enero doraba las paredes de la celda, que describió como “el pozo séptico de la sociedad: la prostituta, el hampón, el ratero, el maula, el infeliz conocen ese lugar en el que ejerce una autoridad sin límites Pedro García. Allí ordena que vapuleen, que bañen, que golpeen y que cuelguen”. No olvidó al prefecto Carvallo, su verdugo. “En un régimen organizado y dentro de la ley aquel hombre hubiese sido un jefe de seguridad notable. Gómez le ha hecho un verdugo. Los tiranos tienen este nefasto poder de envilecer instrumentos que Dios preparó, quizás, para fines de justicia y de bien”, escribiría después en sus escalofriantes memorias.

Un ataque de inocencia se apoderó de él. Pensó que la detención duraría poco, que era cuestión de horas para largarse de aquella jaula de cemento. Pasaron los minutos, figuras fueron y vinieron de la sala oficial, eran los espías del gobierno que vigilaban la ciudad y rendían sus informes, como lacayos de la dictadura. Tenía sed, ganas de ir al baño y deseaba acobijarse pues el frío acechaba en la estancia abierta. El gobernador presentaría un mensaje en la tarde, los gendarmes arreglaban sus uniformes y peinaban sus melenas y bigotes. Otro hombre entró a la celda, otro detenido. Era el escritor Torres Abandero, quería hablar. Pocaterra señaló el tabique de madera que dividía la sala y por cuyas hendeduras era casi seguro que los vigilan.

El aire abominable de La Rotunda

Terminaron conversando sobre literatura y comieron lo poco que les ofrecieron. El sol se volvió a poner y, mientras tanto, escucharon rumores de un posible traslado “pa’bajo”, que interpretaron como La Rotunda, la tétrica jaula del gomecismo, construida por Carlos Soublette para la delincuencia común a mediados del siglo XIX y utilizada por los andinos, a principios del siglo XX, como el destino de sus adversarios, cuando éstos no terminaban muertos o en el exilio. Esperaron impacientes. Nada. Regresaron al jergón. Durmieron. Unos minutos más tarde, a eso de las 8 de la noche, escucharon la voz de uno de los policías, esbirros de Pedro García:

–Alístese… vístase.

El momento llegó. Se despidió de Torres Abandero, quien contemplaba la escena desde su lecho. No se verán hasta meses después, cuando ambos tengan los pesados grillos rotunderos. Afuera lo esperaba Pedro García, quien, lleno de cólera, le ordenó seguir al gendarme y al conductor del carruaje.

“Ya mi indignación de la noche antes va sucediendo cierta actitud de curiosidad despreciativa y risueña hacia estos insensatos que se toman a pecho arrestar, encerrar, detener, registrar. No obstante lo siniestro de todo ello, en el fondo hay algo de bufo. Toda esta brutalidad de maneras no es más que un modo infeliz de poder vivir y conservar el puesto”, rememoró el recluso, años más tarde en sus testimonios. Las últimas imágenes que se le grabaron de la ciudad capital son las luces del tranvía de la Avenida Sur y la fachada del Palacio Federal, de donde se detenta el poder que lo encierra.

Cuando atravesaron la muralla del edificio amarillo, Pocaterra comprendió que no había vuelta atrás. Estaba perdido. Nadie conocía la realidad dentro de La Rotunda, y los confinados que allí habitaban tampoco sabían lo que sucedía en el mundo exterior. Un soldado de la guardia de prevención de la cárcel, soltó un comentario que hirvió la sangre del escritor cautivo:

–Siguen entrandito de casimir…

–¡Y tú eres un pobre esclavo en cotizas con un máuser! –atizó el valenciano.

Otro joven, pero de de aire afable, según comenta Pocaterra, pidió sus datos para el registro.

–¿Nombre? ¿Edad? ¿Profesión?… –y sonriendo– ¿“Causa”?

–Ponga la que a usted se le ocurra.

Más tarde, apareció otro sujeto, vestido de blanco y con un sombrerín de panamá, típico del Táchira. “Es moreno, muy moreno; la carita recogida y agria, un bigotillo ralo. La voz es suave, malvada”. Le invitó a seguirlo y entraron a una galería, lo despojaron de su ropa, entregó los tirantes primero, luego “la corbata, las ligas de los calcetines, las trenzas del calzado, la delgada correa del cinturón”. Le ofrecieron agua bebió sin parar, ese tarro era del militar que le sostenía sus prendas. “Bebe sin asco: ese tarro es el mío”, le alcanzó a decir antes de dirigirlo a la mazmorra, en la que pasó los siguientes tres años, apartado de la libertad.

Pocaterra

El lugar era lóbrego y sucio. No distinguía con precisión y caminaba con dificultad mientras la pupila se adaptaba a la penumbra. Un ser lívido en ropa interior salió al llamado del gendarme. Se llamaba Nereo Pacheco y lo precedía con un martillo en la mano. Detrás, marchaba la guardia nocturna al ritmo del tintineo de las llaves. Se detuvieron en el calabozo Nº 41. El cancerbero clavó una cortina blanca en el marco donde debería estar una puerta. Los olores eran fétidos.

“Me apoyo en la tabla a manera de camastro que está allí contra la pared. Un ordenanza me despoja los zapatos; colócanme dos argollas sobre los tobillos, pasan luego por ellos una gruesa barra y a golpe de mandarria que despierta los ecos de aquel recinto, espaciada, lentamente, comienzan a remachar la chaveta de acero… Todo aquel aparejo pesaría unas setenta o setenta y cinco libras”. Nereo le recomendó intentar sacar el pie pero Pocaterra lo ignoró, no confiaba en ningún sirviente del dictador. Forzaron sus extremidades, un esguince le produjo un profundo dolor. Se sacudió, no pudo librarse de ellos. Mordió sus labios de rabia. Minutos después, el silencio lo agobió. Los insectos y las ratas salieron a recibirlo.

El vestíbulo del tormento

Comenzaron las sensaciones panópticas, la desubicación temporal y espacial. El insomnio apareció. “Me van a torturar dentro de algunos minutos… Esta noche…”, se repetía en su cabeza. El frío recorría sus huesos, hasta los tuétanos. Prefería morir, pero no había nada con lo que pudiera suicidarse, ni un solo pedazo de vidrio para rasgarse las carótidas. Solo había basura, hojas secas, humedad. Se arrastró, los grillos le presionaban el empeine. Le costaba respirar y, de un momento a otro, con el pasar de las horas, se calmó. Pensó que era para asustarlo, para presionarlo a declarar. Su desesperación se disipó en un momento y regresó cuando la cortina se abrió de nuevo. Le quitaron los grilletes. ¿Libertad? No, estaba muy lejos de ella. Mientras lo conducían por un pasadizo, logró ver la luz del día, lejana, tenue.

En medio de una sala angular, una mesa sucia, grasienta. La luz era escasa pero mejor que en el recinto anterior. Sentados, se encontraban el prefecto Carvallo y el oficial Pedro García, y otros sujetos que no logró distinguir. Reconoció a su amigo, Francisco Pimentel, sentado con el saco hasta las orejas, inmutado, con la mirada ida hacia una cuerda que pendía del techo, pasando sobre un travesaño empotrado. Era un cabestro de tortura. El corazón le palpitó cada vez más fuerte. Lo invitaron a sentarse y el prefecto le entregó una hoja de papel, escrita con una caligrafía que no era suya y con tachones de lápiz.

–Se ha encontrado esto en la cartera del señor Pimentel. ¿Conoce usted ese papel?

Pocaterra lo revisó, era una hoja con anotaciones editoriales a máquina y a mano: “‘darle más vigor a la escena de Fulano con Zutano’, ‘abreviar el cuadro descriptivo tal’, ‘prolongar el capítulo tantos y suprimir cuántos’… Leí allí anotaciones oficiosas, con lápiz, que decían ‘el tirano’, ‘condenar los desmanes’… Aquello debe ser una celada”.

–Absolutamente; no sé ni entiendo bien nada de lo que aquí dice –confesó Pocaterra.

–Pues debe conocerlo porque el señor Pimentel, aquí presente, declara que usted se lo entregó –respondió el prefecto, con una expresión de triunfo en su habla.

Pocaterra ahora se dirigió a Pimentel:

–¿Tú has dicho que yo te entregué ese papel?

–Sí… quizás no te acuerdes; pero tú me lo diste, hace días… –respondió sin mirarlo, perdido, como si su cerebro estuviera en otro lugar, alejado de aquella macabra reunión.

Pocaterra intentó defenderse pero fue inútil, estuvo tres años recluido en La Rotunda por una conspiración que buscaba ponerle fin al régimen de Gómez. El chivatazo había comenzado dentro del grupo de los militares, y de allí todo el plan se vino en picada. Aunque el interrogatorio de Luis Rafael, hermano de Francisco, vinculó a los civiles de Pitorreos, la delación principal vino de otro militar, identificado como José Agustín Piñero.

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