Cultura

Grandes series de la década que termina

La televisión ha vivio un renacer en su manera de contar historias. Las nuevas plataformas y narrativas la han convertido en terreno fértil para la imaginación y la discusión, superando la caduca frontera entre el cine más elevado y la pantalla chica más mundana

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Walter White (Bryan Cranston) está tendido sobre el suelo con los brazos y piernas abiertas. Está a punto de morir —o no, la serie acabará antes que el espectador lo sepa— pero sonríe. Una sonrisa pequeña, cínica. White pasó de ser un hombre corriente, subyugado y derrotado por lo cotidiano, al criminal más buscado de Norteamérica. Y eso, para el personaje, es un triunfo. Una gran rebelión contra todas las cosas que le ataron a la vida común.

Unas escenas antes, White había dicho la frase que resume su tránsito por su larga caída en los infiernos. “Todo esto lo hice por mí”, susurra a su esposa Skyler, que le contempla temblorosa, pálida, aturdida. “Todo lo que ocurrió, lo hice porque quise hacerlo”.

Breaking Bad se convirtió en un fenómeno que difícilmente podrá igualarse, sobre todo porque Vince Gilligan tuvo el extraño honor de construir un mundo particular en que la maldad y la bondad moderna coexistían como una línea difusa y difícil de comprender. Con su aire sofisticado, experimental y profundamente mundano, la serie se procesa como un largo camino de combustión lenta: Bryan Cranston y Aaron Paul encarnaron el reverso del sueño americano en medio de los azules purísimos de un laboratorio de metanfetamina casero, que después se convirtió en un triunfo perverso sobre la hipocresía moderna y la concepción de la moral de nuestra época desde una óptica retorcida.

Better Call Saul fue un experimento exitoso de Vince Gilligan, que profundizó en el Universo de Breaking Bad a través de uno de sus personajes secundarios más curiosos. Con su ritmo pausado y la misma estética visual que el mundo de Walter White, la historia de Saul Goodman tiene un resabido agrio y amargo, más relacionado con la corrosiva capacidad perdida de la ingenuidad y las sombras morales de la conciencia colectiva, con el desplome de la individualidad a partir del crimen.

La televisión terminó la década como una incógnita profunda sobre la búsqueda del mal interior

Porque esta fue la década en que la ya muy larga “Era Dorada de la televisión” profundizó en los límites de la conciencia humana como algo más que un conjunto de situaciones que pudieran mostrar sus matices de oscuridad y de luz. Mientras Don Draper (John Hamm) se paseaba por su lujosa oficina para imaginar —y reconstruir— la forma de mirar la realidad a través de un curioso juego de espejos en Mad Men, el Kevin Garvey de Justin Theroux trataba de encontrar sentido a un mundo semidestruido por una catástrofe inimaginable e inclasicable en The Leftovers.

Ambos personajes se movían en mundos distintos, pero tanto uno como el otro encarnaban cierto matiz de amargura contemporánea que definió quizás el carácter de una larga sucesión de historias que encontraron en la televisión una forma de profundizar sobre la moral, el tiempo, el dolor y el desarraigo de formas totalmente nuevas.

Las grandes batallas de la conciencia

Jon Snow (Kit Harington) mira sobre el hombro el gran muro de madera que le separa del mundo que conoció. Frente a él, se extiende el bosque interminable que le aguarda para no sólo permitirle olvidar su nombre —y su peligroso linaje— sino también su complicada historia personal. La última escena de Game Of Thrones fue más simbólica que espectacular pero, de una forma u otra, representó el largo recorrido de la serie para convertirse en el símbolo de una época de la cultura pop que culminó con el fundido a negro de su capítulo final.

La octava temporada del programa creado a partir de los libros de George R. R. Martin no sólo cerró de manera desigual un fenómeno de público y de crítica, sino que dejó claro que la década que transcurrió y la convirtió en un hito de la pantalla chica había culminado. La serie que comenzó como un experimento tentativo sobre la fantasía épica y se transformó en una forma de hacer televisión, se despedía de la pantalla entre la polémica, la crítica y el malestar de los fanáticos. Pero aún así, como Jon Snow, Game Of Thrones llevó su legado a cuestas, su portentosa capacidad para seducir, sorprender y maravillar con su combinación de crudeza, magia, fantasía y belleza.

A la serie Master of None de la cadena Netflix se la ha llamado la “anticomedia”. Con toda su carga de cinismo y humor retorcido

Si la épica de Westeros fue el punto más alto de una Era en la que la televisión elaboró un nuevo lenguaje narrativo y traspasó los límites que imponía el formato para crear algo nuevo, The Handmaid’s Tale reflejó el pulso político y social de la década de una forma tan nítida que resulta inquietante. La adaptación de la obra homónima de Margaret Atwood no sólo fue capaz de construir una visión convincente sobre el futuro basado en los terrores colectivos, sino atrapar lo esencial de la época Trump para elaborar un sofisticado juego de líneas distópicas cada vez más elaboradas, duras de comprender y desconcertantes por su versión de la realidad como punto de partida para una predicción a medias.

Algo parecido podría decirse de American Gods, la primera gran aventura de Amazon Prime Video en el fértil terreno de las adaptaciones de obras literarias. Basada en libro homónimo del británico Neil Jordan, la vida de los Dioses y Diosas del pasado en el mundo moderno, se convirtió —al menos en su extraordinaria e irrepetible primera temporada— en una búsqueda exhaustiva sobre el tiempo, la trascendencia, el poder y la plenitud de la conciencia humana sobre la incertidumbre.

El showrunner Bryan Fuller tomó el riesgo deliberado de sostener su percepción sobre lo inasible a través de símbolos de extraña relevancia. Desde la Diosa de voraz y peligroso apetito sexual, hasta Odín convertido para la ocasión en una singular combinación de sus personalidades ocultas y doloridas, la serie demostró la portentosa capacidad de la televisión para reflexionar sobre la dureza del futuro, la frágil belleza del presente y el pasado, como un contexto inevitable.

Las raíces de la nostalgia

En 2014, la serie antológica neo noir True Detective de Nic Pizzolatto llegó para cambiar la forma en que los dramas sobre crímenes se narraban en la pantalla chica. Con su puesta en escena, excepcionales actuaciones y un aire levemente onírico, llevó la historia a una extraña frontera entre una narración procedimental al uso y algo más amargo, extraño y terrorífico. El resultado fue una combinación de un humor retorcido, intensidad simbólica y una atención al detalle argumental que transformó a la trama en un misterio laberíntico de extrañas connotaciones.

True Detective de Nic Pizzolatto llegó para cambiar la forma en que los dramas sobre crímenes se narraban en la pantalla chica

El guionista Cary Fukunaga logró encontrar un equilibrio muy poco usual entre la historia en pantalla y una singular percepción sobre el crimen y la violencia. Con su discurso pausado, su estética extravagante y en especial la búsqueda de una huella transitoria entre la historia que se cuenta y sus implicaciones, la primera temporada fue un suceso difícil de replicar por las siguientes.

De cierta forma, la serie Fargo de Noah Hawley fue su heredera conceptual y visual. Basada en la comedía de humor negro del mismo nombre de los hermanos Cohen, profundizó el universo peculiar de los directores y  añadió una considerable dosis de cínismo, una búsqueda caleidoscópica del bien y del mal, y la percepción sobre los límites y fronteras de la conciencia moral moderna. ¿Existe una forma de definir la aspiración de la bondad en una época violenta y descreída? Para Fargo la respuesta es inmediata, poderosa y consistente: hay revelaciones inquietantes en medio de los paisajes desolados de la Norteamérica profunda, en la que el humor y el dolor se confunden con una frecuencia dolorosa.

Con su insólita capacidad para innovar a través de la imitación —Hawley insiste en mostrar la visión de los Cohen sobre el asesinato, la conciencia y una novedosa versión sobre lo espíritual— la serie es un triunfo de imaginación, buen gusto y, especialmete, la búsqueda consciente de algo más extraño que la mirada atenta del argumento sobre la vulgar maldad del hombre común.

Sobre el arte de imitar para innovar, la década tuvo ejemplos de asombrosa efectividad, particularmente cuando se añadió a la mezcla la nostalgia. Lo que los Duffer lograron con Stranger Things fue algo por completo nuevo que cautivó a espectadores de todas partes del mundo: no sólo se trató de un inteligente ejercicio de imitar fórmulas exitosas, sino una brillante concepción sobre la ciencia ficción, la fantasía y el terror envuelta en la inofensiva pátina de un clásico inmediato.

Con un pulso que asombró por su precisión, los Duffer brindaron al argumento de Stranger Things el perfecto equilibrio entre la referencia básica —esa asombrosa decisión de retrotraer la forma y el fondo con una batería interminable de detalles visuales que convierten a la serie en una colección de imágenes melancólicas— y la concepción del producto que se sustenta sobre su capacidad para innovar.

Esta fue la década en que la ya muy larga “Era Dorada de la televisión” profundizó en los límites de la conciencia humana

Porque la serie es algo más que un programa construído para evocar una época y homenajear a una década: en realidad se trata de una celebración a los hijos de una generación nacida entre las bicicletas, walkie talkies, televisores de tubo, radios, miedos y terrores casi inofensivos. Una generación anterior a la hiper contextualización y comunicación. Es la inocencia en estado puro que los Duffer logran recrear con un maravilloso sentido de la oportunidad y el buen gusto.

Por supuesto, Stranger Things es también un homenaje al imaginario de los míticos años 80 y el dúo de directores no disimula su evidente influencia en el cine de Spielberg, Dante, Carpenter o en las narraciones de nítida estructura de un joven Stephen King. Pero la serie cumple con el requisito de autonomía visual y demuestra su valor como creación actual, con capacidad para innovar y evadir el fácil regodeo en sus fortalezas.

Las mujeres rotas y la promesa del futuro

La televisión estadounidense se conformó por largas décadas con una preciosista visión de la realidad. Tal vez por ese motivo, cuando Twin Peaks se estrenó el 8 de abril de 1990 nadie podía suponer la conmoción que causaría la obra de David Lynch. Al finalizar la primera temporada era obvio que la serie no sólo cambió la estructura episódica del habitual serial norteamericano, sino además transformó por completo la forma de narrar en la televisión.

Con fantasmal sutileza, Twin Peaks se movía en un terreno movedizo entre géneros, arcos argumentales incompletos y la perenne sensación de que la historia era algo mucho más complejo que lo evidente. Había además un enorme riesgo que el director asumió con mano firme: el de desconcertar a la audiencia. Twin Peaks cerró con un extraordinario capítulo a cargo del propio Lynch que dejó claro que la serie era mucho más que sus momentos más bajos. El final incomprensible dejaba tantos cabos abiertos como interrogantes.

En 2017 regresó. La nueva temporada es una transgresión valiente, inteligente y sobre todo aguda al lenguaje televisivo. Una nueva osadía de Lynch repleto de dobles significados, realidades alternas, dimensiones inexplicables y la eterna lucha del bien y del mal. De manera que la tercera temporada llegó precedida no sólo por el habitual enigma que rodean las inmediatas obras de culto de Lynch sino también, de algo mucho más desconcertante: la forma como el director intentará hilvanar el argumento de sus historias, a mitad de camino entre la fábula macabra, la odisea intelectual y el surrealismo. Y todo ello enfrentado al tedio de un televidente que ya no resulta tan fácil de sorprender.

Algo de esa estela sostiene el argumento de Sharp Objects de HBO, que toma la arriesgada decisión de asumir el hecho tridimensional de su protagonista desde lo individual. La Camille Preaker de Amy Adams no sólo es el misterio de una narración cargada de ambigüedad y dobles lecturas, sino también, es el rostro visible de una reflexión profunda sobre el dolor, los traumas y lo vicioso que pueden resultar la noción del sufrimiento oculto bajo capas de extraño simbolismo. De modo que el personaje no sólo es el centro vital de la narración, sino también de sus implicaciones.

La concepción y la obsesión por la identidad se convirtió en un tema frecuente en las series que se convirtieron en objeto de culto durante la década que termina. “¿Quién soy?” fue una de las frases más frecuentes durante la primera temporada de la serie Westworld. Un cuestionamiento inconcluso que sostuvo los hilos de todo el argumento hasta el último plano. No sólo se trataba de una reflexión sobre la identidad, el temor y la percepción del individuo con toda su carga filosófica, sino la manera en que Westworld jugó con los roles y cánones tradicionales de la ciencia ficción.

El existencialismo moderno

A la serie Master of None de la cadena Netflix se la ha llamado la “anticomedia”. Con toda su carga de cinismo y humor retorcido, el show de Aziz Ansari se aleja de la risa fácil, pero sobre todo de los tópicos más corrientes en intento de buscar una identidad propia. Y lo logra: en la primera temporada de diez capítulos no hay un sólo personaje que recuerde a cualquier otra serie episódica. En lugar de eso, Ansari apostó por algo más realista. Lo realmente hilarante es una extrañísima reflexión sobre lo cotidiano y lo corriente.

Breaking Bad se convirtió en un fenómeno que difícilmente podrá igualarse

Algo semejante ocurre con la serie animada Big Mouth, cuyo desparpajo y la libertad en la manera como analiza la sexualidad adolescente crea un lenguaje tan contemporáneo como reconocible. Sobre todo en una época como la nuestra, en la que el sexo no parece tener misterios ni sorprender a nadie. Más allá, se trata de una reflexión coherente y por momentos cruel sobre el dolor, la identidad y los terrores inminentes que traen aparejados los cambios corporales y mentales de esa difícil etapa en la que se es adulto y niño a la vez.

La televisión terminó la década como una incógnita profunda sobre la búsqueda del mal interior. Como producto televisivo, la serie Mindhunter de David Fincher intenta no solo analizar los orígenes de la violencia como rasgo humano desde una óptica científica –asombrosa por su precisión e inteligencia– sino que lo hace con esa visión del director sobre el secreto apenas sugerido de los límites de lo criminal. Un símbolo de la maldad en estado puro en medio de una percepción de lo maligno cada vez más nihilista.

Porque durante la última década, el retrato de los asesinos en series de TV se ha multiplicado de manera exponencial: Dexter, Hannibal, la primera temporada, y The Blacklist han retratado un nuevo tipo de fascinación por el terror de la mente humana reinventada para la televisión y construida como una versión de la realidad de la violencia modulada por cierta brillantez estética.

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