El sonido de la resiliencia de los músicos venezolanos
La educación musical siempre ha sido importante para Venezuela, pero con la nación en crisis, los estudiantes y maestros de música están luchando. En el Día del Músico, el 22 de noviembre, resistir se impone a celebrar
La música ha sido fuente de orgullo para los venezolanos. Desde sus ritmos tradicionales como el joropo hasta las aventuras pop, las cadencias latinas y las estéticas electrónicas que han llevado a sus artistas por un sin fin de fronteras y tarimas; el país es reconocido por la diversidad de su sonido. Los músicos venezolanos no paran de sonar.
Cuenta con uno de los sistemas más sustentables de educación musical, de raíz académica pero impacto en sectores populares. «El Sistema» del maestro José Antonio Abreu, creado en 1975 y a cargo del Estado, es el mismo de donde han salido luminarias como Gustavo Dudamel. Pero nada resiste los embates de la decadencia. Los músicos venezolanos ahora enfrentan lo que el resto de los ciudadanos, las consecuencias de una economía hecha añicos que lo complica todo: hacerle mantenimiento a sus instrumentos, no poder actualizar los equipos, transportarse a los ensayos, miedo a que roben sus instrumentos, éxodo de profesores, escasez de materiales para la construcción, pocos espacios para conciertos, falta de comida, hiperinflación, una dolarización informal y desordenada.
La crisis a veces se traduce en falta de oportunidades, frustraciones, sueños rotos. Pero frente a ella hay quienes tocan con más fuerza, creando sonidos como escudos, buscando proteger lo que consideran una misión. Estas son algunas de esas historias de los músicos venezolanos.
Cherart Rodríguez
La voz tenor de Cherart Rodríguez hace vibrar las paredes. Canta y charrasquea el cuatro sentado sobre una silla en el tercer piso del colegio donde la Orquesta Típica Juvenil Caracas (OTIJC) hace vida en el oeste de la ciudad. Desde hace cuatro años el joven de 17 años atraviesa la capital en transporte público para asistir cada fin de semana a clases, donde aprende técnica musical y tocar varios instrumentos, desde los de cuerdas hasta la percusión.
Es sábado en la mañana y la institución está casi vacía, a excepción de ellos que ensayan sin parar para el concierto de las próximas semanas. Su abuela le pide que interprete la balada “Yo te recuerdo” del cantante mexicano Juan Gabriel y al instante todos las miradas se dirigen hacia él, todos lo escuchan. Es imposible no hacerlo: su voz resuena por todo el lugar. Ciego de nacimiento, su voz y su habilidad para los instrumentos es su mejor arma.
Cherart empezó en la música desde los cuatro años. Él mismo agarraba el cuatro de su abuelo y comenzaba a tocar, sin haber recibido clases. Y su talento innato para el canto hizo que, aún estando en preescolar, lo incluyeran en el acto del Día de las Madres con niños de quinto grado. “Cómo lloraba yo cuando vi a ese niño cantando”, recuerda su abuela Maritza Marcano, de 64 años. Al crecer, se metían con él en el colegio por su condición, rompió cuatro bastones mientras se defendía. Las escuelas de música que visitó le decían que no había profesores para músicos ciegos, pero no se rindieron hasta llegar a la OTIJC, en 2015, donde el director Óscar Martínez lo vio como un reto que hasta la fecha no lo ha defraudado.
Cuatro años después, Cherart no solo toca cuatro, también guitarra, tambores, redoblantes, maracas y tiene pocos meses tocando el bongo. Suelta un instrumento y agarra el otro, quiere que el próximo sea el arpa. Su compañeros de la orquesta lo hacen sentir seguro. Tras años de haberse sentido intimidado por su condición, encontró amigos que lo ayudan, lo guían a través de las aulas y le hacen saber qué sucede a su alrededor. “Siempre están cuando los necesito, en las buenas y en las malas”. A la música, a eso se aferra. “La música es mi vida. Empecé con ella, estoy con ella; pasaré la vida con ella y ella conmigo”.
Duglas Mendoza
Duglas Mendoza compuso su primera canción llamada “Un sueño hecho realidad” para dejar constancia de que la dedicación y el esfuerzo puede vencer. Lo único que falta es grabarla, pero conseguir un estudio donde hacerlo que se adapte a su reducido presupuesto y hallar gente dispuesta a invertir en su música no ha sido fácil.
Además, Duglas tiene otras prioridades. Vive con su madre y sus tres sobrinos en Petare, uno de los barrios más grande y violento de Latinoamérica. Desde el año pasado tuvo que asumir los gastos del hogar luego de la muerte de su hermano mayor producto de un accidente automovilístico. A sus 30 años estudia en una universidad pública para ser profesor y trabaja en un centro de investigación de una institución privada buscando índices de inflación, pero su sueldo, que es el único sustento de su núcleo familiar, no alcanza para todo, si acaso para comer. Hace más de tres meses que no les llega agua por el grifo y han tenido que buscarla en fuentes naturales, mientras que la luz se va constantemente.
El acercamiento a la música del cantante autodidacta y el tecladista ocasional surgió hace ocho años cuando vio a un grupo de jóvenes que hacían música. Ellos le enseñaron canciones, acordes y luego quiso seguir formándose. Tomó clases de canto, algunas de guitarra y ahora lo intenta con el teclado “por su cuenta”, porque no tiene cómo pagar clases.
Hace algunos años, una vecina le regaló su primera guitarra, estaba rota y le faltaban piezas. “Yo la pegué con pega blanca, el sonido no se escucha del todo bien”. Ahora él le enseña música a un grupo de niños en un centro juvenil de la iglesia católica de su sector porque quiere alejar a los jóvenes de la violencia. Lo hace con una guitarra sin una cuerda y con una clavija rota. “El sonido no es el mismo, pero no impide”. Con todo en contra, él no se rinde e insiste en hacer su sueño realidad.
Horus
En su partida de nacimiento su nombre es Siulbert Osorio, pero en el mundo del rap lo conocen como Horus. Descubrió este género cuando era un niño por los discos de rap en inglés de su padre y cuando su madre le regaló un CD pirata con un remix de raperos en español como Nach, Randy Acosta y Los Aldeanos, se obsesionó. “Ese disco era mi vida, lo escuchaba todos los días. Fue cuando me di cuenta de que aquí también se hacía rap”.
A los 16 años asistió a eventos de micrófonos abiertos en diferentes zonas de Caracas para que le dieran la oportunidad de cantar, pero a veces tenía que pagar por subirse a la tarima. Se graduó del colegio y comenzó sus estudios en Artes Audiovisuales en la Universidad Experimental Nacional de las Artes (Unearte) hasta que tuvo que abandonarlos para llevar el pan a su casa en Propatria, al oeste de Caracas. “Eran muchas bocas que alimentar”. Por un tiempo, hizo de todo: trabajó en una panadería, fue recreador y “caletero”, cargando cajas en una distribuidora de alimentos.
En algún momento, su sueño musical traía más pérdidas que ganancias. “La música me tenía desanimado, le dedicaba demasiado esfuerzo y no me devolvía ni siquiera la tranquilidad para seguir haciéndola”, dice el joven de 22 años. Así que emigró a Colombia hace dos años en busca de mayores oportunidades para él y su familia, fueron meses duros en los que estuvo solo durmiendo en el suelo de una casa vacía lejos de sus seres queridos. Seguía insistiendo con la música, montó un estudio casero y rapeaba en los autobuses.
En unas vacaciones de vuelta a Venezuela llegó la oportunidad. Un productor había escuchado su trabajo y lo invitó a un evento en Chile llamado “Batallas de Maestros”. Después de ese día la bola de nieve no se detuvo. Un rapero español llamado Kase lo invitó a unirse a su gira por Latinoamérica. orus cantó en las presentaciones, haciendo fanáticos en el camino hasta el punto de tener una audiencia que iba a verlo a él y no solo a Kase. Volvió a Venezuela para trabajar en la producción de su primer disco. Puede decir que vive de la música, él nunca se rindió. “Me da el dinero para cubrir lo básico, no hay lujos”.
Él hace rap consciente, letras que van más allá de unas rimas sin fondo, se trata de dar un buen mensaje. Horus habla del amor, del tiempo, la distancia, lo que no está bien en su país ni en el mundo. “Mi música es de protesta, pero global. Sería egoísta si me olvido de otras personas que están sufriendo en algún lugar. Aunque hay muchas cosas en Venezuela que limitan y atrasan, no quiero enfocar mi música en estar hablando de Nicolás Maduro porque me siento un ciudadano del mundo”.
Andrés Cartaya
Andrés Cartaya llama a su joven alumno Gabriel Parrier para tocar juntos un joropo. Ambos se sientan en el jardín trasero con sus instrumentos, Andrés se pone su sombrero, lanza indicaciones y empiezan la presentación. En su vida como músico no solo es importante tocar, sino que está profundamente ligada a su vocación: la enseñanza. Empezó a dar clases particulares durante su época como estudiante, fue preparador y formalizó la docencia a los 23 años. Ahora con 28 años enseña en la Universidad Nacional Experimental de las Artes (Unearte), de la que egresó como el primer licenciado en bandola, y en el Sistema Nacional de Orquestas de Venezuela, en el programa de “Alma Llanera”.
“Unearte está totalmente ligada al Estado y a la vinculación partidista, pero no existe el adoctrinamiento, nunca lo han exigido. Si algún profesor lo implementa es por criterio propio. Pero tiene demasiadas cosas salvables. La institucionalización de la música popular dentro de la universidad es inédito, Unearte lo hizo”. Considera que El Sistema es uno de los modelos de educación musical más sustentables que se ha hecho en el país, a pesar de las sombras. “El Sistema se mantiene porque los profesores son comprometidos, ellos mantienen eso vivo”.
Sus bajos sueldos se le van en trasladarse hasta las instituciones, pero Andrés insiste en enseñar porque le gusta, por no abandonar los espacios que consiguió la música tradicional, por no unirse a quienes han abandonado el país y porque desea aportar a la reconstrucción. Él tiene la premisa de que la crisis ha hecho que se tenga que trabajar el doble. “Si te quedas solo con ese sueldo, no te da. Todo el mundo está trabajando para comer. Yo sigo por mis niños”.
José David Lunar
José David Lunar no llegó a la música por decisión, ella encontró la manera de llegar a él. Su padre puso una mandolina en sus manos y lo inscribió en clases de música a los ocho años. A los 10 le dio un cuatro. Lo que nació como una diversión, se convirtió en una pasión. Tras montar una banda en la Isla de Margarita, donde nació, se fueron a Caracas donde ahora domina ambos instrumentos e intenta replicar los sonidos de uno en el otro. No se considera un cuatrista tradicional y no lo es. “La tradición es algo traicionera, no quiere que evoluciones. Yo acepto el cambio. La música es mágica. Hay que ignorar lo que suena en el cuatro, sonar lo que suena en la mente”.
El joven de 27 años disfruta la dualidad de sus grupos Momento Dante y Song3. “Con unos voy de concierto, vendemos entradas. Con los otros, vamos a eventos a tocar y conversar”. Ha pasado semanas sin dinero en la cuenta bancaria, se ha visto afectado por los cortes eléctricos, la escasez de agua y tener que pedir la cola para moverse por la ciudad. “La clave es saber cuál es el problema y saber cómo avanzar. Venezuela es el país de lo posible”.
Entre los instrumentos de su banda, hay una mandolina sin cuerdas que no han podido utilizar ni reparar. Se ha ido rompiendo poco a poco. De ocho cuerdas, ahora le faltan tres. Lunar explica que tener un instrumento a medias es una limitante para el músico al no poder alcanzar todas las notas que se quieren tocar. La textura del sonido cambia por el vacío de notas. Aunque dice que todo depende de la destreza y la limitación del artista. “Yo quería usarla así y me preguntaron si estaba loco”. El paquete de 10 cuesta entre 10 y 15 dólares, en el exterior es posible conseguir 80 cuerdas por el mismo precio. “Uno tiene que hacer milagros”, confiesa. “Es un balance, cuando uno puede invierte y trata de hacer mucho con eso”.
Diana Valero
Tristeza, rabia, miedo, incertidumbre, esperanza. Diana Valero toca las teclas del piano y la música va contando la historia de las protestas callejeras contra el gobierno de Nicolás Maduro desde 2014 hasta la actualidad. Su frustración por la situación en Venezuela la convirtió en una pieza musical, llamada “La historia del caos” para optar por una beca en Berklee, la universidad de música más grande del mundo, ubicada en Boston, Estados Unidos. La joven de 16 años quiere mezclar las notas con imágenes de la represión.
Cuando tenía 7 años le pidió a sus padres que la inscribieran en clases de guitarra. Sus manos eran muy chiquitas y le recomendaron el piano. Desde entonces, no lo ha soltado y ha trabajado duro por aprender. Ha dividido su tiempo entre el colegio y sus clases particulares en la academia Ars Nova, institución privada a la que llegó después una mala experiencia en El Sistema. Hace dos años pasó del piano eléctrico al piano de cola que tiene en el sótano de su casa cuando su profesora de música llevó en un camión el instrumento que su hermano, que se iba del país, ya no utilizaría. “Yo no hubiese podido pagar ni la quinta parte de ese piano”.
Pasa noches sin dormir, estudiando, practicando, componiendo. Mientras que en el resto del mundo el Internet es una certeza, la conexión WIFI en su hogar es un lujo y le dificulta tomar sus clases online para seguir preparándose. Quiere emigrar a Estados Unidos para tener “una vida normal”. Quiere llegar a Berklee pero con la beca 100% pues no tiene ni siquiera tiene los 150 dólares necesarios para la aplicación. La producción de los videos para la postulación los ha grabado a través de favores porque su presupuesto era tan solo de 40 verdes. “Siempre he tenido muy claro que la música es lo que quiero hacer. Ese es el lugar al que quiero llegar”.
Sebastián Lemoine
“¿Dónde están los reales? Estamos esperando que nos mantenga”, bromea Luis Lemoine. “Hay que comprar una consola nueva y el dinero va a venir”, le contesta su hijo. Sebastián Lemoine convirtió en dos años, poco a poco, una habitación de la casa de su tío emigrante en un estudio de grabación casero, uno que no cumple regla alguna del deber ser, aunque él lo hace funcionar.
Allí tiene un gran mueble con una consola de sonido usada, unas cornetas que no registran todas las frecuencias, el teclado que adquirió con una media debajo de las teclas para que no se movieran y cables adaptados para para que sirvan porque no hay dinero para otros, paneles acústicos caseros en las paredes y una marca: Poseidón.
Solo ha cobrado por una canción y de forma simbólica, tan solo cinco dólares cuando grabar por una canción podría costar 1.000 o 2.000 dólares. “Y sigue siendo más barato que en muchos otros lados”, dice Sebastián de 22 años. Pero su motivación es apostar por la música y la industria en Venezuela, vivir de eso como se hace en otros países. “Mi pelea diaria es hacer un negocio con estos músicos que no tienen forma de pagar, pero tienen talento para grabar y que podamos convertir eso en algo. Tú levantas una piedra y hay una hormiga tocando increíble. Las hormigas andan por ahí y hay que ponerlas en el lugar correcto para crear”.
Él apuesta por impulsar a otros para luego crecer también, aunque no reciba retribución monetaria de forma directa, sino por derechos patrimoniales del producto o a través de regalías. El requisito es que sean músicos con talento y con un proyecto ambicioso. “Es algo a largo plazo. Es cuestión de tener una oportunidad y no dañarla”.
Luis Felipe Santos
Luis Felipe Santos divide su tiempo entre el consultorio odontológico y el taller de lutería. Pasa consulta dos días y tres días va a sumergirse en el mundo de la creación de guitarras, cuatros, mandolinas. Un trabajo le subsidia el otro. Llegó a la fabricación de instrumentos cuando su curiosidad adolescente lo llevó a querer aprender a tocar guitarra. Improvisó un pequeño taller en el maletero de su casa y construyó su primera guitarra, una deforme que aún conserva en el sótano.
Al salir de la universidad se dedicó enteramente a su profesión hasta 2013 cuando decidió que se dedicaría a la lutería. Ha hecho ocho instrumentos y solo ha vendido tres. El precio depende de los materiales, el tiempo, quién los crea. Todo influye, todo suma. Una mandolina la vendió en 484 dólares y su primer cuatro en 500 dólares, dinero que no recibe habitualmente.
“Comparándolo con otra parte del mundo están en un precio muy bajo”, dice. Cuenta que en Venezuela es complicado establecer un monto que pueda retribuir la cantidad de horas y trabajo que representa hacer un instrumento como ese. Con 38 años, confiesa que le gustaría dedicarse exclusivamente a la construcción de instrumentos, aunque por ahora no es una posibilidad. Seguirá esperando.
Braiz Sarramara
En una zona popular en el oeste de Caracas está el taller de lutería especializado en instrumentos de viento de Braiz Sarramara. Reacomodó el último piso de la vivienda con mesas, herramientas y máquinas para levantar El Flaurinetista, su emprendimiento que gira en torno a la flauta y el clarinete: cómo tocarlos, repararlos y construirlos.
Todo nació a los 16 años cuando un amigo lo invitó a aprender a tocar la flauta y tuvo que acudir a alguien que supiese reparar la que tenía. De ahí le quedó la curiosidad. Estudió composición musical, reparación de instrumentos y lutería, además de tomar cursos de carpintería, latonería. Vendió objetos y dio clases particulares de música para poder comprar herramientas y equipos. El primer instrumento que creó fue una flauta barroca, la que siempre soñó fabricar. “El Flaurinetista es el primer taller en Venezuela que está encargándose de hacer flautas para músicos, para tocar música de verdad”.
Enseñar se le da de manera muy fácil y lo hace con pasión. En el taller tiene cuatro estudiantes fijos para que sean los próximos lutiers y ofrece cursos de mantenimiento de instrumentos a músicos. Braiz fue uno de los ganadores de los 150 proyectos postulados en Semilla Naranja, un programa de economía dirigido a la industria musical, lo que le permitió obtener un capital de 3.00 dólares y la posibilidad de consolidar su emprendimiento. “Es duro, no nos vamos a hacer millonarios al respecto. Pero no podemos quedarnos tampoco en que el objetivo sea ese. No es imposible”. El lutier de 31 años sueña con seguir creciendo, construir un taller de varios pisos y por áreas especializadas, tener tiendas con sus productos hasta convertirlas en una franquicia y llevar sus creaciones a todas partes del mundo.
Eduardo Nieto
Eduardo Nieto se inició en la música el 19 de agosto de 1985. Lo sabe con tanta precisión porque ese día compró su primera guitarra y la correa que venía con ella todavía tiene registrada la fecha. Aunque en su familia muchos se relacionaron con la música, intentaron que los más jóvenes tomaran otros caminos. Eduardo dice que fue lo suficientemente rebelde para hacer ambas cosas. Se graduó como ingeniero civil y aprendió todo lo referente al instrumento por cuenta propia y con ayuda de otros músicos. “Éramos burda de malos tocando así que preferimos hacer nuestros propios toques”, dice. Batería, bajo, guitarra y una casa sola con los amigos era la combinación perfecta para pasar un fin de semana tocando rock. Formó parte de unas cuantas bandas y sirvió de telonero a agrupaciones internacionales que visitaban el país como Metallica, Guns N’ Roses, Kiss.
Paul Gillman, uno de los rockeros más emblemáticos de los años 80 en Venezuela, lo invitó a tocar a su lado. Años de rock, canciones, conciertos y camaradería se extinguieron de un chasquido cuando el artista decidió apoyar la revolución de Hugo Chávez. “Todos quedamos por fuera simplemente por no seguir una ideología política. No nos despidió, yo me enteré que había un concierto y cuando llamo a preguntar por los ensayos, me enteré que él ya tenía una banda montada”, recuerda.
Eduardo, de 50 años y padre de dos hijas, siguió por su cuenta y actualmente está en la banda Electrocirkus, con la que hacen conciertos tributos y están en la grabación del próximo disco. Afortunadamente, nunca ha dependido económicamente del rock porque el tiempo invertido jamás se retribuye. Todo lo que ha hecho con el rock ha sido pura satisfacción. “Si crees que vas a vivir de eso, estás en el lugar equivocado. Cuando tú sacas una guitarra de 5.000 dólares, con un amplificador de 3.000 dólares más 1.000 dólares en accesorios para tocar en un lugar y cobrar 15 dólares, matemáticamente no cuadra. Esto es pasión”.
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