Crónica

El Nazareno que yo vi

Salió en papamóvil, sin procesión de viejitas creyentes a su lado. Dos filas de motorizados de la Policía Nacional Bolivariana iban en la retaguardia. En algunos tramos lo escoltaron funcionarios de la Guardia Nacional. Con todo y pandemia, los caraqueños salieron a saludar al Cristo

EFE
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En el principio todo era confusión. Días atrás habían informado que el Nazareno de San Pablo no saldría en procesión para evitar aglomeraciones. La salida en papamóvil con una ruta establecida por la Arquidiócesis de Caracas fue la opción propuesta para apaciguar de alguna manera la necesidad de los fieles de pagar su promesa. Esta alternativa fue descartada posteriormente. Hablaron entonces de una misa televisada.

Yo tenía que pagar una promesa y no se me ocurría la forma de cumplir. El Nazareno le salvó la vida a un familiar y yo le había prometido ir por cinco años seguidos a agradecerle.

El Nazareno y su historia de fe

Este Miércoles Santo, cuando desayunaba y aceptaba con resignación que, por lo menos este año, no vería al Cristo moreno de la Basílica de Santa Teresa y quizás me tocaría rezar callada en casa, me llegó un video del programa televisivo “Así son las cosas”, del fallecido periodista Óscar Yanes.

En el encuadre de la imagen se le ve arrodillado, vestido con una túnica morada, frente al Nazareno. Se persigna y luego, dirigiéndose a la cámara, empieza a contar.

“Hace 350 años, tres siglos y medio, el pueblo de Venezuela confió su suerte y su destino al Nazareno de San Pablo. El Nazareno, aunque no nació aquí en Venezuela, es un venezolano típico porque ha sufrido lo mismo que el venezolano humilde. Pasó 200 años en una iglesia donde hoy está ubicado el Teatro Municipal de Caracas. Era la iglesia San Pablo el Ermitaño de Caracas. Hasta que el gobierno del ilustre americano, Guzmán Blanco, decidió derrumbar la iglesia para levantar un teatro. En aquella Caracas, aquello causó un escándalo porque derribar una iglesia para levantar un teatro se consideró como un sacrilegio (…) La gente muy supersticiosa pensó que algo le iba a pasar a Guzmán Blanco y a su familia. La más preocupada por este problema era su esposa Ana Teresa. Entonces un día, cuenta la historia, él llegó a su casa y encuentra a su mujer llorando. La mujer le dice que algo muy malo le va a pasar por lo que le ha ocurrido a la iglesia de San Pablo. Es allí cuando él decide levantar la Basílica de Santa Teresa, que le pone Teresa, no en homenaje a la Santa, sino a su mujer; y a la otra capilla le pone Ana, porque ella se llamaba Ana Teresa…

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El video es largo, dura más de doce minutos y como yo desayunaba sin presión, asumiendo que no saldría a la iglesia, seguí escuchando al periodista.

Contó que la talla como fue hecha a mediados del siglo XVII en Sevilla, pero que no se conocía quién había comprado la imagen, así como tampoco quién habría pedido que fuera trasladada a la Basílica. Es un misterio.

Según Óscar Yanes no existe documento alguno que explique quién fue el artista que hizo esta extraordinaria obra de arte. Sin embargo, él añade que Carlos Federico Duarte, historiador y crítico de arte, estableció que la talla fue hecha en esa ciudad española a manos del tallista Felipe de Rivas.

“Los ojos tienen una mirada de amor, ausente de odio. Las manos parecen que en efecto fueran a tomar algo con dulzura y, algo muy importante, el Nazareno tiene la boca abierta y tiene un rictus de dolor pero sin odio, sin egoísmo, como diciendo ‘perdónalos’”, agrega el periodista.

Tras la pista del Cristo moreno

Al terminar el desayuno recibí el mensaje: el Nazareno salía a las 9. Eran poco más de las 8:35 am. Yo no estaba lista para salir y no contaba con transporte alguno. Por suerte, los milagros suceden y buena parte de mi vida es una confirmación de ello.

Llamo al motorizado, le explico que debo pagar una promesa, que es importante, y que deseo escribir sobre el Cristo, que venga, que se apure, y él me dice que está llenando el tanque en una bomba de gasolina de La Florida.

Si el Nazareno viera mis ojeras podría hablar y hasta salir del papamóvil a regañarme, así que resuelvo untarme algo naranja encima de ellas y mucha base, para ocultarlas. El labial fucsia disimula todas las penas. Me pongo la mascarilla evita pandemia y salgo con lo mínimo: una botella de agua de litro, un cuaderno, un bolígrafo, la cédula, las llaves y mi fe.

Le pido a Él que me oriente, que se haga su voluntad y no la mía, que me guíe, que permita que yo pueda escribir algo de su paseo por Caracas y de la fe que tanto le profesamos sus fieles. A pesar de no tener siquiera una credencial de prensa conmigo. Aprovecho para decirle al señor Yanes que, si está en sus posibilidades, me acompañe.

Nos echamos a andar, mi amigo Freddy -el motorizado- y yo. Me advierte de entrada que solo tenemos cuatro litros. En mi vida he manejado, así que no sé si esto es mucho o poco. Encima, la moto no tiene un registro que le indique cuánto nos queda disponible en el tanque. Una vez más, me lanzo a la vida a la buena de Dios.

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Caracas siempre hermosa, aunque vacía y un poco yerma. Árida, calcinada en sus aceras. Agarramos la avenida Libertador y de allí la Universidad. Al final, había unas cintas adhesivas que impedían el paso.

“Disculpa, soy periodista y voy a escribir sobre el Nazareno”, le digo a un policía que me pide alguna identificación. Me deja pasar por la acera. Los milagros suceden. De allí a la avenida Bolívar, inmensa y vacía. Luego, la vía desemboca en una calle paralela a la plaza Diego Ibarra. Veo a alguno que otro caraqueño. Parece domingo.

Llegamos a la avenida Baralt. Ahora el cruce que baja hacia la Basílica está custodiado por funcionarios de la Guardia Nacional. Preguntan lo mismo. Yo respondo: “Disculpe, soy periodista, necesito llegar a la iglesia para escribir sobre El Nazareno”. “¿Y su carnet?”, me dicen. “No, no tengo. Solo cargo mi cédula”, le digo.

Explicarle que ya no hay casi medios en el país, que el periódico para el cual trabajaba se quedó sin redacción y sin papel, que sigo acá solo porque amo a Venezuela y me fue demasiado mal cuando intenté irme fuera, que trabajo por mi cuenta, que me pagan por cada nota publicada. Eso es más cansón que perseguir al Nazareno arrodillada.

Como que entendió lo que hablaron mis ojos, porque no podía ver más. La mascarilla contra la pandemia no deja ver más: “Siga hacia arriba, señora, y en la esquina cruce a mano izquierda. Ya él pasó por aquí”.

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¿Y dónde está?

Esta crónica podría llamarse “Persiguiendo al Nazareno”, “¿Han visto al Nazareno?” o sino, también podría ser “Dónde está el Nazareno parte I”. Los consultados no me respondían. Evitaban acercarse y regar goticas de saliva sobre mí. Así que me indicaban con el mentón que siguiera por la avenida Sucre, que ya él había pasado por ahí.

Me extrañó ver a tanta gente en la calle. Casi todos frente a algunos locales abiertos que vendían comida. Vi varias motos cuyos usuarios cargaban pacas de harina de maíz, así como también algunos transportaban bombonas de gas.

Francamente no sentí mayor frenesí por Catia. La gente estaba como adormecida, cansada, aletargada y nos miraban pasar sin mayor emoción.

A lo lejos vi al papamóvil. Detrás de él una camioneta Toyota Sequoia color vinotinto. Luego un jeep de la PNB, un camioncito con cornetas que llevaba unas palmeras y dos banderas de Venezuela a cada lado. Detrás, otra camioneta, y luego otra más, esta vez 4Runner color blanca, para cerrar con un jeep de la PNB.

Nosotros detrás de la ambulancia, como se dice coloquialmente. Pero pretender alcanzar al papamóvil allí era un riesgo innecesario e inútil. Porque después de toda esta secuencia de automóviles, donde incluso vi un convoy militar enorme e imponente con su toldo de lona gruesa verde oliva; seguían dos filas larguísimas de funcionarios de la Policía Nacional Bolivariana en formación cuasi militar. Me sorprendió que cada moto llevara banderitas de Venezuela a los lados, como aquellas de papel lustrillo que hacíamos en la escuela.

Subimos por la avenida El Cuartel rumbo a Lomas de Propatria. Las personas solo se persignaban, como admirados. Muchas miradas de sorpresa y ojos aguados. Seguimos detrás del Centro Comercial Propatria y de allí continuamos por la subida de La Silsa, para cruzar más adelante y entrar en el 23 de Enero.

Estamos en una loma. Los bloques, el cúmulo de hogares y familias constreñidas en esos edificios compactos, lucen impasibles. Alguna que otra bandera desde los balcones. Un camión repite y repite un idéntico mensaje: “Pueblo de Venezuela. La situación no está fácil. Te lo pedimos en nombre de todos los organismos de seguridad del Estado. Quédate en tu casa. Evita el contacto físico. Es obligatorio el uso de mascarilla facial y tapabocas. ¡Quítale la corona al virus! ¡Corónate con la prevención!”.

Siento que persigo a Dios sin respuesta. Caigo en cuenta de que estoy dentro de un cortejo militar y la sensación es extraña, por decir lo menos. Tengo un recuerdo infantil de Semana Santa con procesiones de santos, velas y viejitas creyentes. Acá solo veo a funcionarios policiales y militares armados, fuertemente armados, como si fueran a enfrentar una manifestación.

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Entre máscaras, distancias y creyentes

En una de esas, por el bloque 37 del 23 de Enero veo a una señora con un niño en brazos. Le pregunto si ella logró ver al Cristo, porque a esas alturas empecé a dudar. Doli Zerpa cargaba en brazos a su nieto de dos años. Dice que sí vio al Nazareno y que se emocionó mucho, que se puso a llorar, que ella es muy devota y que ya es la segunda vez que pide por el niño, que es asmático.

Gloria Vásquez, del bloque 56, cuenta que hace un tiempo atrás pagó diez años de promesa y que incluso llevaba a sus hijos hasta la basílica de Santa Teresa con los pies descalzos para “pagar” el favor o milagro concedido.

Una vecina, que no quiso identificarse, añadió que “lo más importante era pedirle perdón a Dios para que todos estemos a salvo”.

Los minutos de conversa pasaron factura. Hemos perdido al Nazareno nuevamente. Toca volver a preguntar: “Mi amor, ¿por dónde agarró el Nazareno?” “Por allá”, responden.

Tomamos un pequeño atajo, de la autopista Caracas La Guaira, que desemboca en la calle José Ángel Lamas, de San Martín. La vía que está frente al Hospital Militar. Es allí cuando me doy cuenta de que no persigo a un fantasma. El papamóvil ha retornado y, cuando viene de regreso, logro verlo de frente.

El Cristo moreno, el que siempre he descrito con la piel de color papelón, el que sabe de mis angustias y tristezas, el que alguna vez salvó la vida de mi hermana cuando era niña, el que ha hecho tantos milagros pequeñísimos en mi vida, está aquí.

Lo veo ensimismado dentro de ese pedacito de cuarto de cristal. Encerrado, orando, pensativo. Como se nos pide que pasemos esta pandemia. Quietos, calmados, en casa.

Bajó por San Juan y cayó en la avenida principal de San Martín, dirección oeste. Ya son las 10:17 am. En la puerta de un asilo para ancianos y ciegos una monja lo saluda. Un poco más allá del Centro Comercial Los Molinos un señor arrodillado llora sobre la acera. Es Ricardo Morales.

Gime como un niño y me dice que cuando él era chico, era amarillo y el Nazareno lo curó: “Fue una sorpresa. No sabíamos que vendría. Yo le pedí en nombre de Dios, padre santo, que nos protegiera a todos. Pero fue muy rápido. Deberían de volverlo a pasar”.

Hace demasiado calor. Avanzamos hacia Vista Alegre. Allí hay una señora con un crucifijo grande en la mano. Se llama Marleny Parada y dice que aun está temblando.

“Yo me asomé a la ventana y vi a un Guardia Nacional. Me llamó la atención. Entonces el señor que me está reparando la lavadora me dijo que el Nazareno venía bajando por la avenida Morán y que nos haría un gran milagro. Arranqué la cruz de la pared. Casi que se salió el clavo, pero yo tenía que bajar y pedirle que retire este mal, esta pandemia, del mundo”.

Debajo del elevado de La Yaguara había unos buhoneros vendiendo chupetas. Más allá, en la estación de servicio Del Oeste, militares uniformados con armas larguísimas que, francamente, contrastaban con la procesión religiosa.

Ni la pandemia detuvo al Nazareno

A las 10:46 am estamos ya por la avenida principal de Carapita -Antímano. Es el tramo con más personas. Muchas de ellas haciendo filas para comprar comida en algunos negocios abiertos. La mayoría grababa el recorrido. Otros iban ocupados de su alimentación. Cargaban bolsas con cambures, cartones de huevos, sardinas y hasta mangos.

A las 11 llegamos a Antímano. Huele a café molido. Siete minutos después, la fila extensa de policías se detiene. El motorizado decide continuar. Le advierto del riesgo, él no me escucha y, por suerte, caemos en una calle donde el papamóvil está detenido.

Creí ingenuamente que se había parado para que los fieles lo apreciaran. No, no arrancaba el carro.

El motorizado me explica que se quedó sin gasolina, que lo tuvieron que auxiliar, que él mismo vio cuando le echaban un poco desde una especie de jarrita. Yo no puedo asegurarlo. Lo siento. Apenas me bajé de la moto y pude llegar al papamóvil me arrodillé sobre el asfalto. Solo quería agradecer.

Veo que en el puesto del copiloto está sentado Monseñor Adán Ramírez, Vicario general de la Arquidiócesis de Caracas. Luce acalorado. Es allí cuando noto que el carro no prende. Le pregunto que si tiene algún mensaje para dar a los fieles. Me responde que tengamos “fe y esperanza”.

De la camioneta vinotinto salen personas a empujar el carro. Luego la Arquidiócesis de Caracas aclararía que el papamóvil no se accidentó por falta de gasolina sino por una falla eléctrica. Lo que sí pude ver fue que desde la salida de Antímano hasta Caricuao anduvo remolcado. Allí abrieron las rejas de la estación de servicio para que entrara el vehículo papal. Solo él y la camioneta morada pudieron acceder y llenar su tanque.

El motorizado advierte que no podremos hacer el recorrido completo. Seguimos rodando, a eso de las 11:38 am, con la angustia de no saber hasta dónde nos alcanzará la gasolina. Ruiz Pineda lo mereció.

El Popule Meus, del compositor venezolano José Ángel Lamas, se escuchó con toda la potencia posible. Mujeres arrodilladas en la acera, a un costado del río Guaire, recibieron a Jesús con trinitarias moradas y fucsias. Lloraban. Se persignaban, le gritaban, lo saludaban.

Plegarias en tiempos de crisis

El sacerdote Armelim de Sousa avivaba el fervor de los fieles: “¡Que viva nuestro Nazareno, nuestro caraqueño! Él visita nuestra ciudad, pidámosle para que acabe con esta pandemia. ¡Bendícenos, señor, con tu presencia, tú eres nuestro salvador!”.

Y prosigue: “Invocamos al señor que traiga salud. Que el Nazareno de San Pablo traiga bendiciones a nuestras vidas, que las derrame sobre su pueblo”.

No sé si por lo sublime de la música o por las palabras del padre, o por estar más cerca de la figura, pero allí, en Ruiz Pineda, sentí la mayor devoción por parte de los fieles de todo el recorrido.

El contraste siguió siendo abismal. La música con acordes finales, apoteósicos, que invitaban a levitar, a trascender tantas miserias; y desde los balcones se asomaban a saludar los vecinos. Pero, cuando bajabas la mirada, seguían los custodios allí, armados. Me pregunto si siempre tendrá que ser así, que necesitemos de armas para poder mantener la ilusión de orden y control.

Dios está aquí. Tan cierto como el aire que respiro

Tan cierto como la mañana se levanta el sol

Tan cierto como este canto, lo puedes sentir

Lo puedes sentir

A tu lado en este mismo instante

Lo puedes sentir

Muy dentro de tu corazón

Lo puedes sentir

En ese problema que tienes

Jesús está aquí y si tú quieres lo puedes sentir.

El Nazareno y su caluroso retorno

Vamos de regreso y sé que no podemos continuar por más tiempo en la procesión. Veo drones grabando desde el cielo, veo a hombres de la FAES custodiando la bomba de gasolina que está a la salida de Caricuao, y así llegamos frente al edificio de la Conferencia Episcopal Venezolana, en Montalbán.

Bendicen la sede y en segundos pasamos frente a Juan Pablo II, la urbanización cuyos edificios parecen triángulos o pirámides. Creo que levantadas justamente para la primera venida del Papa en el año 1985. Con una coordinación asombrosa sonó la canción “El peregrino” que, en ese entonces, interpretó para su santidad, el niño venezolano Adrián Guacarán.

Todo es quietud y calor. Demasiado calor. La montaña está seca. Quemada, tostada. Veo a los policías y a los guardias en la misma fila de motos, pero ya aquietados, golpeados por el sol. Llevan las armas largas acostadas y allí siguen las banderitas de papel lustrillo a los lados de las motos. Escucho el coro de la canción: “¡Y va diciendo, por los caminos, amigo soy, soy amigo!” y ahí me pregunto si realmente podremos ser amigos. Si podremos construir otro presente donde no veamos a los uniformados con temor u horror, por el simple hecho de verlos armados.

Tomamos la autopista de regreso. El Nazareno sigue su rumbo. Creo que iría luego a El Valle y después de muchas vueltas visitaría el Este de la ciudad. Yo caigo en la avenida Libertador y dos cuadras antes del Centro Comercial Sambil veo una plaza bastante deteriorada con un dibujo en la pared del periodista Óscar Yanes. El mismo del video de la mañana. Quiero creer que me acompañó y regaló algo de su ímpetu y valor.

Llego a casa y hay agua directa en el grifo. En más de un mes no había habido. Me baño y luego leo en El País de España que luego de dos meses y medio, 11 semanas y 76 días, la ciudad china de Wuhan levantó este miércoles la cuarentena por el coronavirus. Deseo creer que los milagros, los pequeños, cotidianos, domésticos, pero también los grandes, comenzarán a suceder. ¡Así son las cosas!

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