Íconos

El mito Marilyn Monroe

Por un lado, Netflix prepara nueva película sobre Marilyn Monroe, protagonizada por la cubano española Ana de Armas, bajo la dirección de Andrew Dominik y con Brad Pitt como productor. Por el otro, una nueva serie documental, Scandalous: The Death of Marilyn Monroe, reaviva las teorías de conspiración sobre la muerte de la actriz. El mito de la rubia más conocida de Hollywood es incombustible, y aún así incapaz de abarcar todo su impacto cultural

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Hace unos días, encontré un artículo acerca de Marilyn Monroe mientras revisaba un viejo catálogo de subastas de la casa norteamericana Christie’s. Era un texto sobrio —al igual que el resto de los que acompañaban el catálogo— y, sobre todo, lo bastante sucinto como para que me asombrara su contenido: no hacía comentarios sobre la vida privada de la actriz, su belleza o su muerte. Sólo enumeraba los objetos de colección que antes o después habían pasado por la institución y que se comercializaron durante distintos eventos a lo largo de veinte años.

Un poco desconcertada leí el artículo y, de pronto, me encontré enfrentándome a la imagen que, durante toda mi vida, he tenido sobre la actriz. Una no demasiado halagüeña, debo admitir. Una basada en prejuicios y en ese mito general sobre Monroe que parece formar parte de la imaginería popular.

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Todos tenemos prejuicios, por supuesto. Lo pienso mientras miro la fotografía que acompaña al texto: en ella Marilyn Monroe no sonríe ni tampoco hace alguno de sus ya clásicos gestos voluptuosos. Simplemente está sentada en una silla de respaldo alto, las manos cruzadas en el regazo sobre lo que parece ser un libro —sí, Marilyn leía— y mira con atención algo fuera de los límites blancos y negros. Es una imagen hermosa, sutil y delicada. Monroe tiene la apariencia de una mujer que espera con paciencia algo que le produce impaciencia, un cierto desasosiego. El cabello rubio le cae en cascada sobre el suéter de punto que lleva —con un recatado cuello de tortuga— y el cuerpo levemente rígido.

La miro y de pronto, el icono sexual por excelencia, toma un nuevo matiz. Un lustre hermoso y vital, alejado de lo simplemente erótico. En la fotografía hay una belleza cercana a la ternura, una versión de la mujer fabulosa llevada a los altares por el amor popular —tan veleidoso como violento— mucho más cercana a una discreta belleza desconocida. Una hermosa percepción de su vulnerabilidad.

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Doy vuelta a la página. En octubre del año 1999, Christie´s subastó las propiedades que Marilyn Monroe dejó a su mentor, Lee Strasberg, a quien unía una larga, firme y amorosa amistad. Fue un conmovedor lote que reveló sobre el mito y realidad de Marilyn más que las historias malintencionadas que llenan los libros de historia negra de Hollywood. En la lista de objetos por subastar estaban las pertenencias de la Diosa sexual llevada a icono colectivo: las zapatillas de plástico Lucite con plumas de Marabú; el banco de gimnasio en brillante vinil rojo; los babydoll de nylon para dormir; la cabecera de la cama tapizada con satén blanco. Pero también los objetos fuera de esa versión de la realidad de lo que se supone Marilyn Monroe fue: los guantes para el horno y sus libros de cocina; su biblioteca con sus muy usados libros de Platón, Sigmund Freud, Karl Marx, James Joyce repletos de lúcidas anotaciones, subrayados y reflexiones más cercanas a los análisis de una devota lectora que a la actriz casi infantil que por años fue su única imagen reconocible.

En el lote, también había retratos de la gran actriz de la Belle Epoque Eleonora Duse y de la dama de la poesía Edith Sitwell. Colgaban junto a imágenes de la propia Marilyn hechas por sus admiradores, reducidas a un código Morse de cabello oxigenado, labios carmín y un escote. Todo junto crea una versión extraña y variopinta de la mujer que existió detrás de la leyenda, una persistente comprensión sobre lo que nuestra cultura asume como lo femenino, lo real, la fantasía colectiva y algo más complejo de explicar.MarilynM3

Claro está, en el lote no podía faltar el vasto guardarropa de la actriz, que reveló la evolución del gusto y la imagen de Marilyn Monroe a medida que se hizo más consciente de su personalidad. A fines de los años cuarenta y principios de los cincuenta, la actriz usaba vestidos abiertamente sensuales, creados por diseñadores de Hollywood y por la modista muy de moda en Nueva York Ceil Chapman, que la hacían lucir despampanante. Grandes escotes, faldas muy ceñidas, cintura apretada en fajines de satén que delineaban su figura voluptuosa.

Al final de esa década, cuando empezó a ser cortejada por Henry Miller y estudiaba su oficio con Strasberg, escogió ropa de prestigiosos diseñadores como Galanos, Norell y Trigere. Había en la subasta incluso un imponente traje de noche de Antonio Castillo (diseñado por Lanvin) que mostró un tipo de evolución intelectual notoria en una mujer que media década atrás optaba por mostrar piel en lugar de combinar la ropa para expresar ideas, como hizo después con enorme gusto y evidente consciencia sobre sí misma.

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La historiadora del mundo de la moda Sandy Shrerier, quien entrevistó a tres diseñadores de Marilyn en sus películas (William Travilla, Dorothy Jeakins y Jean Louis) asegura que todos le dijeron que Marilyn “no seguía la moda y, en privado, no exhibía su sexualidad; pero estaba muy consciente de lo que el público quería”. Una idea interesante si se toma en cuenta que se suele juzgar a Marilyn como inocente, superficial o directamente estúpida.

En realidad, la actriz era mucho más que eso. Cuando cantó “Happy Birthday, Mr. President” el 19 de mayo de 1962, le encargó un vestido que cortaba la respiración a Jean Louis, maestro de los efectos glamorosos. Marilyn se paró sobre una banqueta, con una copa de Dom Pérignon en la mano durante los interminables entalles del ceñido vestido salpicado de cuentas, en un tejido de malla con un provocativo color carne. Jean Louis le envió una cuenta por $12.000. Por supuesto, a pesar de la evidente madurez en el fondo y la forma, Monroe continuaba muy consciente del peso de su sexualidad y de su importancia como icono dentro del mundo del espectáculo al que pertenecía.

Ese vestido —la escena entera— fue un performance perfectamente orquestado para deslumbrar y provocar. Durante los meses siguientes, la curiosidad cultural alrededor de Marilyn Monroe aumentó a tal nivel que la elevó a un tipo de estrellato expeditivo que es quizás, el antecedente inmediato de la popularidad y fama inmediata de los actores y actrices modernos. Después de todo, Marilyn Monroe se convirtió en comidilla de la prensa pero también objeto de estudio real como fenómeno individual.

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Marilyn sigue siendo un mito ambiguo en la actualidad. Uno muy inquietante, además, porque enlaza versiones de la fantasía colectiva sobre la mujer sexy, sensual y provocativa. A pesar que hay fotografías suyas leyendo con tranquilidad en la terraza de algún hotel de Nueva York o caminando por las calles, llevando trajes de ensueño y muy consciente de su peso, la única imagen que realmente brilla en la psiquis cultural es la de la mujer con los labios entreabiertos, muy cerca de algún tipo de éxtasis artificial. Claro está, Marilyn Monroe estaba lejos de manejar su imagen al nivel en que lo deseaba y a medida que la popularidad crecía a su alrededor como la espuma, la versión de la realidad que exhibía se hacía cada vez más desconcertante y dura de comprender. Marilyn la estrella debía competir con Marilyn la mujer. Entre ambas, la brecha era amplia y dolorosa.

La interesante muestra de la que fuera un icono conceptual de la frivolidad, también se incluyó un ropero lleno de las piezas que a Marilyn le encantaba usar al final de su vida: sus Pucci, unas 100 prendas en total, incluso unas decenas más, si atendemos a los datos de diversas fuentes contradictorias.

A finales fines de los años cincuenta, la ropa reveladora y simple de Emilio Pucci, frecuentemente en su característico tejido de jersey de seda, con colores estridentes y estampados únicos, fue muy popular entre entre ídolos del cine como Lauren Bacall y Elizabeth Taylor. En estos vestidos y piezas sueltas, Marilyn podía verse glamorosa, chic y sexy. Sus Pucci señalaron una forma más relajada y libre de vestir que sugería, como el propio Miller subrayó, que ella era una floreciente mujer de los sesenta. A menudo, Marilyn usaba sus vestidos Pucci con altísimos tacones Ferragamo, que tenía en una amplia variedad de colores.

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Se ha dicho incluso que la ropa de Pucci desempeñó un papel en el destino de Marilyn. Según un artículo de Vogue de hace unos cuantos años, Laudomia Pucci, hija de Emilio y ahora directora de diseño de la casa, recuerda: “Mi padre me contó que cuando él desarrolló por primera vez el tejido de jersey de seda (a partir de los hilos de las medias de seda que habían pasado de moda), le dijeron que nadie en Estados Unidos lo usaría. Bueno, él vendió algunas piezas a una tienda de Los Ángeles y Marilyn llegó y se compró varias. Pero se quitó el sostén para que se le pagara mejor al cuerpo. Y Arthur Miller se tropezó con ella vestida así, ¡Y ahí empezó todo!”,

Tras su muerte prematura a los 36 años, en agosto de 1962, se dice que Marilyn fue sepultada vistiendo su Pucci favorito, de color verde almendrado.

Un triste final para un símbolo que propició la ruptura de la imagen tradicional de la mujer, o al menos una primera ruptura del método interpretativo de la visión femenina. Marilyn no fue la mejor actriz, tampoco destacó por sus opiniones políticas o su postura intelectual. Fue de hecho —y de esa manera pasó a la posteridad— la frágil y frívola presencia de una nueva feminidad, artificiosa pero aun así contestataria.

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La actriz, la mujer y el símbolo convergen en la imagen de Marilyn Monroe, en su creación simple y mundana de la sexualidad. Hasta entonces, la mujer no tenía una faceta sensual, muchísimo menos una puramente instintiva de la búsqueda de placer.

Fue Marilyn Monroe, con sus gestos estereotipados, quién le dió un nuevo sentido al arquetipo y redimensionó el hedonismo como postura crítica. Ella probablemente no lo vió de esa manera y tal vez jamás comprendió ese principio axiomático que reveló a la mujer no solo como objeto sexual, sino como fértil expresión del lenguaje de la carne. No obstante, se convirtió en un icono cultural por derecho propio, y probablemente sin necesidad de decir una sola palabra a favor o en contra.

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