Historia

La caída del Muro de Berlín: crónica de un venezolano

Los bloques que en agosto de 1961 se apilaron en Berlín dividieron a un pueblo según sus coordenadas cardinales e ideológicas: este y oeste. Se cumplen 29 años desde que las trincheras de concreto se desplomaran por un clamor popular. La caída del muro puso el fin del comunismo en Alemania lo mismo que la reconciliación entre hermanos y conciudadanos. Aquí la historia del fotógrafo venezolano Jorge Castillo, que se paseó entre las ruinas históricas en los últimos momentos de su existencia

Fotografía: AP Images
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– Yo cruzo, punto.

– ¡Pero… !

No hubo peros. Él no era el único que podía atravesar la barrera de concreto, sin embargo, quienes tenían chance de acompañarlo no le vieron sentido al asunto. Su amigo de ojos rasgados, escabullido de Corea del Norte, fue el primero en protestar:

–              ¿Ir a ver lo mismo que tengo en casa? ¿Para qué? ¡Eso es deprimente!

–              Yo sí cruzo.

Y ahí los dejó, con sus insignias de estudiantes de la Universidad de Essen, yendo de un extremo a otro y disparando sus flashes sobre los grafitis de “mierdas”, de “¡personas!” y de “salvación”; también, sobre el papel tapiz de ositos que decoraba un fragmento de aquella pared de 4 metros de alto y 160 kilómetros de largo, que dividía Berlín en dos.

–Sí, soy latinoamericano, de Venezuela. Estoy aquí estudiando Diseño de la Comunicación y vine con un grupo de colegas fotógrafos desde la cuenca del Ruhr, porque queríamos retratar el Muro.

El oficial, abotonado de gris hasta arriba, corbata negra y cinturón marrón, tomó el pasaporte, observó la imagen de 5cm x 5cm y subió la cabeza. “¡Quítese las gafas oscuras!”, ordenó y comenzó a penetrar en los ojos de su interlocutor durante 1, 2, 3,4, 5… 13,14,15 segundos. Jorge Andrés Castillo, pantalón y chaqueta de jean, barba tupida y casi pelirroja, sostenía con fuerza su bolso repleto de rollos de película e intentaba no pestañear. Un movimiento del policía lo sacó de su impavidez: le puso el documento junto a su mejilla derecha, luego junto a la izquierda y volvió preguntar.

– ¿Qué hace usted acá?

– Soy estudiante y vengo de turismo.

– ¿Es casado?

– Sí.

– ¿Sus padres viven?

– Sí.

– ¿Trabajo?

– Hacía ensayos documentales para periódicos y revistas de mi país.

– Súbase en aquel bus. Tiene hasta las 11:59 de la noche para retirarse o se meterá en problemas. No le puede sobrar nada de esas 25 monedas que acaba de cambiar. “¡Chaclán!”.

El agente cogió una hojita grabada con la cara de Bolívar y dejó la marca de ingreso a la República Democrática Alemana (RDA), a las 10:00 a.m. del 13 de abril de 1989. Más adelante, aún dentro de la casilla de inmigración, otro sujeto lo paró en seco, le palpó los bolsillos del pantalón, le dio palmadas en el pecho, ojeó dentro de la maleta y le señaló el transporte con el dedo. El entonces joven de 26 años caminó despacio y respiró: “Menos mal no me quitaron la cámara”. Continuaba la espera en aquel corredor de asfalto, en cuyos costados se encontraba la súper minada “tierra de nadie” que separaba por 50 metros la muralla pintarrajeada de occidente de una segunda barda, la cual daba acceso a la zona socialista.

La contempló y, sin querer recapitular los más de 200 relatos de fallecidos en aquel arenal, su mente se trasladó al pasado inmediato, en una especie de recuento de lo que acababa de hacer: separarse de su grupo de 30 extranjeros invitados a la capital por el Servicio de Intercambio Estudiantil estatal, jubilarse de las actividades que debía cumplir con decenas de muchachos más de otras escuelas, evadir las listas de asistencia y aventurarse solo hasta la frontera. De pronto, volvió al presente y aunque su corazón aún retumbaba con fuerza, la meta en ese justo instante era que su faz pareciera imperturbable. A las 11:00 a.m., el vehículo arrancó y se detuvo 200 metros más adelante.

“Ya pueden salir”, indicó el conductor.

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«Chic–chic, chic–chic, chic–chic”. Iba descargando el obturador sobre vitrinas y fachadas, a medida que avanzaba y rastreaba con la mirada algún folleto, trozo de afiche o cualquier pieza gráfica que pudiera transformar en una postal handmade. El que no hubiera basura, e incluso papeleras, casi dio por terminada la tradición de enviar noticias a su hogar desde cada pueblo que visitaba. El envase del jugo de naranja que se acababa de tomar y la carátula de una revista vieja, resolvieron el dilema. A la oficina de correos destacada en su mapa llegó sin tropiezos. 12:00 p.m. Tres taquillas, una sola activa, 16 números por delante.

“Esto debe ser rápido”, pensó mientras admiraba aquellas varas largas rematadas con un redondel que, empleadas por la funcionaria como si fueran matamoscas, imprimían el sello/estampilla sobre la carta. 12:15 p.m. y apenas habían sido atendidos tres usuarios. 12:30 p.m. y el protocolo se repetía una y otra vez, con extraños y allegados a la empleada. Habituado a la “velocidad capitalista”, donde los trámites particulares deben restarle el mínimo de productividad a la jornada laboral, a Castillo le costaba entender la falta de prisa, la nula búsqueda de eficiencia de aquellos individuos. “Probablemente si se apuran aquí, no se verá beneficiado ningún proceso en sus empleos”, especuló. Él, por el contrario, meneaba los muslos, volteaba su muñeca izquierda y sólo se calmó un cuarto de hora después, cuando tocó el mostrador.

– Buen día.

– Buen día –respondió como un rayo y entregó su correspondencia. (“tácata, tácata, tácata, tácata, tácata, tácata, tácata, tácata”)

–96 centavos por sus ocho postales. “Con estos precios, ¿cómo carajo voy a hacer yo para gastarme estos 25 marcos antes de devolverme?”, se interrogó a sí mismo, mientras terminaba pagar un par de libros de pintura impresos en Rusia, con una rebaja de 2000% con respecto a lo que le habrían costado del otro lado.

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Era la 1:00 p.m. Ninguno charló, ninguno sonrió, ninguno manoteó, todos portaban bolsas y cajitas genéricas, sin marcas, blancas, marrones o estriadas, amarradas con cordones. Él terminó, arrancó y ahí los dejó, parados, ya sin nada en el plato y abstraídos en el espacio. Unas cuadras más adelante, una señora de medias negras, poncho beige de nylon y paraguas lucía igual, paralizada; también el tipo de falsa gabardina en tono ceniza, que tenía la frente pegada a una vitrina donde sólo se veía una cama matrimonial.

“Chic–chic, chic–chic, chic–chic”. Castillo seguía registrando con sus lentes de 35 mm y de 6×6, perfiles o retaguardias de los pocos e inmóviles hombres y mujeres con los que coincidió, cuyo permiso no se atrevió a solicitar. “Fuuu… fuuu… fuuu”, un ruido usual lo sacó de su cavilación. Era el tranvía desierto al que luego se subiría y donde nadie le pidió su ticket de ida. “No jo…, pude haberme venido gratis”, rumió y de inmediato recapacitó: “los 25 marcos” (o los 17 que le restaban).

Recorrió el Monumento al Soldado, con sus esculturas elevadas hasta los 30 metros y sus jardines podados al ras, y la extensísima Alexanderplatz, con sus bancos y sus postes de hierro forjado, como de principios del siglo XX. Hizo el amago de fotografiar el hall de un enorme inmueble cuadriculado donde, por fin, había visto una multitud pulular.

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– ¡Aquí no puede hacer eso! –le increpó un funcionario uniformado como los demás, que subían y bajaban escaleras con sus espaldas tan rectas como su andar.

– ¡Ah! Disculpe. Su reloj, si es que no se había detenido, marcaba las 3:00 p.m. cuando decidió retornar a pie. Tomó otras rutas, se tragó el humo negro que despedían los Trabants que, esporádicos y con su silueta cuadrada y sus luces redondas, le daban vida fugaz a las avenidas. Sin museos ni bibliotecas a dónde ir, bordeó un silencioso puente sobre el río Spree y merodeó frente a fachadas con gárgolas ladeadas, pintura manchada y descascarada y huecos no muy profundos, que sólo podían aludir a la guerra culminada hacía cuatro décadas. Habían transcurrido casi 60 minutos y ya el estómago comenzaba a gruñir. Sólo se topó con una panadería con torteras sin tortas, un bol de vidrio colmado de café negro aguado, estanterías desiertas, cinco bandejas desocupadas y dos con algunas hogazas, pero se vio confinado a entrar.

– Un café, un bollo y una pretzel, por favor.

– ¿Podría quitarse los anteojos? Es para poder conocerlo –le rogó la cajera con una sonrisa.

– (Quitándose los Ray–Ban cuadrados) ¿No queda nada?

– Sí queda. Es que no podemos dejar que se nos pierda, así que vamos preparando a medida que vienen los clientes. Lo que sucede es que la mayor venta se hace temprano. ¿De dónde es usted?

– De Caracas, pero vengo desde Alemania Occidental. Entré por el día.

– ¡Ah! Tengo un pariente lejano en Venezuela que emigró hacia el oeste apenas levantaron el Muro en el ’61; yo no había nacido. De allí una empresa lo trasladó a Suramérica. No sé si permanece allá. ¿Y cómo es que habla alemán?

– Estoy estudiando.

–“Y cuando termine, ¿se queda en Alemania occidental o regresa a Caracas?

– Regreso.

– ¡Aaaah! Son 80 centavos.

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***

La ciudad y el tiempo se le estaban agotando. Poco antes de las 5:00 p.m. anocheció y él aún seguía deambulando entre edificios, losas cenicientas y la impresión de orfandad vigilada. Empezó a caminar y se extravió.

Daba ojeadas hacia arriba, abajo, a la derecha, a la izquierda y lo único que le parecía familiar era la luna llena. Cerca de perder la calma, dio con la estrategia: ponerse de espaldas a la penumbra soviética –resultado de las políticas energéticas– y dirigirse hacia aquel resplandor vibrante que divisaba a la distancia. Después de hora y media de peregrinación, se aproximó al punto de control. Se detuvo jadeante y retrocedió: “Me da chance de hacer otras fotos. Esto es demasiado sórdido”, y se replegó para explorar unos terrenos rodeados con vallas de zinc y con estructuras residenciales a medio construir.

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A eso de las 11:30 se dispuso a cruzar. Sin embargo, antes de dar el paso final, volteó una vez más. “Chic–chic, chic–chic, chic–chic”, imágenes de lo que dejaba atrás, con la certeza de que no volvería jamás. Imágenes desde el mismo punto donde, días antes, había visto a un abuelo comunicándose con una señora a sólo 100 metros, por medio de binoculares y ademanes con pañuelos.

– Las bolsas y el pasaporte, –requirió el abrigado custodio del Checkpoint Charlie, a donde llegaba a pie porque iba de salida.

– Aquí tiene.

– ¿La moneda?

– ¿Me puedo quedar con algunas?

– No. Y no hay reembolso. ¿Para qué son todos estos rollos? Tembló por centésimas de segundos. Le vieron el carnet de la facultad y, tras el cateo de rigor, lo dejaron marchar sin contestar. A su diestra y unos pasos más allá, un tenderete con el logo de Pepsi Cola le advirtió a sus nervios que podían descansar. Su reloj marcó las 12:00 de la madrugada. Volvió… a otro lugar.

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El cuarto oscuro de la universidad. Allí estaba Jorge Andrés Castillo, acompañado por su radiecito am/fm, revelando un material que debía entregarle a su profesor al día siguiente. Eran las 7:00 de la noche y, aunque no tocaba ningún resumen informativo, el hilo musical fue interrumpido por un locutor: “En este momento se abrió la frontera con Alemania Democrática; ¡las personas están pasando libremente!”, anunció con excitación.

De esa forma, el narrador resumió la rueda de prensa ofrecida minutos antes por Günter Schabowski, miembro del politburó del Partido Socialista Unificado de Alemania, quien anunció la entrada en vigencia de la Ley de Permisos de Viaje al Exterior, para los orientales. Jorge soltó todo, organizó a medias la mesa de trabajo y corrió al bar de costumbre donde encontró a sus amigos absortos en la televisión; sabía que no iba a entregar ese proyecto la mañana siguiente, probablemente tampoco a la semana siguiente.

– En dos días salimos a Berlín.

– Hay que ir a tomar fotos. Eso parece un carnaval de Brasil. Volvió, bailó, bebió, martilló, rayó y atravesó. Para adelante, para atrás, para adelante, para atrás. Arriba de la muralla vio a los guardias de gris, quizás los mismos de hacía cinco meses, pero ahora sus casacas no estaban abotonadas. La imagen le hizo palpitar el pecho una vez más. Ya no era de temor.

Puede leer el texto completo con las fotografías de Jorge Castillo, parte del libro de crónicas «Desvelos y Devociones», haciendo click acá

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