Historia

Colón vive, el resentimiento sigue

El feriado del 12 de octubre, los socialistas del siglo XXI desconocen a Colón pero celebran el asueto del calendario, día en que la oposición convoca a protestar en los más de mil centros de votación del país contra quienes le temen al revocatorio, es una fecha que aún hoy produce no pocos desencuentros

Composición de portada: Víctor Amaya | Fotografías en el texto: AP
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Muerte anunciada por Venezolana de Televisión (VTV), el día señalado, el 12 de octubre de 2004, mientras Hugo Chávez se reúne con representantes de las diversas etnias indígenas invitadas a alzar la voz en el Teresa Carreño —el gobierno debería invitarlas de nuevo para que dieran su versión del Arco Minero—, en paralelo se produce el linchamiento previsto en el ex Paseo Colón. Los 40 que llegan para la ejecución simbólica se las ingenian para atarle un mecate al cuello —mide 15 metros de alto— y jalan con fuerza hasta que derriban la estatua del marinero que en 1492 dispensara la primera de la serie de celebérrimas visitas a América. Un joven lleva la delantera en la peripecia —increíble, es estudiante en la escuela de Historia de la Universidad central de Venezuela y quiere someterla— y se ganará desde entonces el remoquete de “Tumbaestatuas”.

El cuerpo broncíneo, el de Cristóbal Colón, ahora bocabajo, como en tiempos de la Colonia, cuando así hacía justicia la barbaridad, debía pagar los vejámenes y escarnios infligidos a zambos esclavos e indios —como evoca la arquitecto y estudiosa del espacio público, la estatuaria y de los bienes patrimoniales María Teresa Novoa— por lo que lo llevarán a rastras públicamente hasta el Teresa Carreño para juntar esto con aquello. Ay, se parte en dos —estamos unidos con saliva de loro: Europa allá, América acá. Y en el medio no el océano sino un mar de resentimiento.

Convencidos de que la culpa de nuestros males es suya, de Colón, que ni siquiera sospechaba de este continente —quería ir a las Indias a por nuez moscada y de paso confirmar una tesis rocambolesca sobre la redondez de la Tierra—, llevan a cabo el arrebatado performance “reivindicativo” contra el intrépido navegante italiano cuyo inesperado arribo produce —de eso sí que no hay duda—, un cisma en la geopolítica del mundo. Pero ¿acaso no sabían los que se hacen llamar bolivarianos de la guerra a muerte con la que precisamente Simón Bolívar y sus huestes desafían, arrinconan, zanjan la osadía auspiciada por la corona española que es la promotora del asunto? ¿Así se enmienda lo que subyace de racismo, clasismo, desfase todavía, lamentablemente? ¿Y no sabían que en la Carta de Jamaica habla el mismo Bolívar de la creación de la Gran Colombia —sin ánimos de herir susceptibilidades, no la llama Gran Guaicaipuro— nombre que honra al marino?

Boutade que atenta contra el arte y sus autores, lo cierto es que 12 años después de que tiene lugar el acto vandálico —así se le consideró en un juicio poco conocido que se realizó contra los agresores con intervención del Tribunal Supremo de Justicia—, la estatua que había encargado Joaquín Crespo a finales del siglo XIX al escultor venezolano Rafael de la Cova del Descubridor ¡No aparece! Que si está en la Casa del Obrero en Propatria. Que si no es la primera vez que esto pasa, qué remedio, recordar cuando fueron tumbadas y rotas las de Guzmán Blanco —¿y cuánto durarán en pie las de Hugo Chávez?— Sacada de su pedestal en Plaza Venezuela donde es suplantada por otra de un indígena musculoso, casi con esteroides, el desaguisado nos lleva al principio, a aquel que nos cambió y nos hizo híbridos y en español.

El feriado del 12 de octubre —los socialistas del siglo XXI ¡Desconocen a Colón pero celebran el asueto del calendario!—, día en que la oposición convoca a protestar en los más de mil centros de votación del país contra quienes le temen al revocatorio —camino democrático para cambiar de rumbo y juntar los pedazos, los del país que ha fracturado con obsesión y empeñoso afán destructivo el gobierno—, se cuestiona la hazaña del marino que trajo en sus galeones, sobre aguas de Colonia, idioma, religión, costumbres, desdén, cañones, caballos, ropa hasta los tobillos, esclavos y la esclavitud, y se llevó todo lo que pudo, papas, tomates, perlas, guacamayas, oro. El intercambio, que en efecto fue impositivo trueque de proporciones increíbles y poco tasables, fe por riquezas, dominio por libertad, música barroca —en la génesis del joropo— por maíz, sigue siendo  asunto de estudio y la forma en que ocurrieron las cosas, tema para rumiar. Pero ¿hay que volver atrás para el lamento? ¿Quedarse allí? ¿No hay remedios caseros en el presente para sanar y salir a flote? ¿Cómo borrar el idioma y lo vivido? ¿Por qué no avanzar al futuro? ¿Qué neurosis es esta?

Rebautizada la aventura que emprenden los marielitos de entonces, a bordo de la Pinta, la Niña y la Santa María, como “El encuentro de dos mundos” a lo que antes se designó con arrogancia “descubrimiento” —¿nos descubrieron? ¿Jugábamos a la ere? ¿Comenzamos a existir cuando nos avista Europa? ¿40 mil años poblando el también llamado Nuevo Continente es bagatela?— no se le llamará nunca más Día de la raza a la efeméride; ¿para qué si hay una sola, la raza humana? Mundo con desigualdades, con pobreza, de consignas y verdades o mentiras a medias, con gente de apellido Trump, con guerras, animosidades, tirrias y rencores —el Eclesiastés dice que la venganza es de dios y Nietzsche cree que tal monopolio produce en los hombre inquina, ese prolongado y nunca del todo regurgitado deseo de desagravio— podría considerarse, asimismo, el 12 de octubre, en los calendarios, como el día en que oficialmente comienza la globalización y también tomarla como la fecha que evoca el resentimiento. En Barcelona, la de España hay quienes piden que el Colón del paseo de las costas salga de la escena, por ejemplo. Hoy la pintarrajearon. Sí, sin duda es tema de deliberación el pasado que parece perseguirnos.

Desde que se cumplieron los 500 años de aquel arribo y del grito desesperado de Rodrigo de Triana —“!Tierra, Tierra!”— parece haberse intensificado el debate que el aniversario de la redondez convocó. Pero en cualquier caso, no es lo mismo debate, revisión, hallar nuevos elementos en le historia revisitada que emprenderla contra la memoria. Y no, no es lo mismo, por si acaso, sacar de cuajo la estatua de Lenin que borrar del mapa a Cristoforo Colombo y desterrar la carabela suya del Parque del Este, provocando que Francisco de Miranda —el parque es suyo— se remueva en su tumba. Cuando el creador de la bandera nacional bautiza a sus diarios, bitácoras, textos minuciosos, registros, archivos de viaje, guerras, amores, ensayos, ideas, libretas de apuntes —los 63 tomos que están en su casa de Londres—, Colombeia demuestra su admiración por el viajero. Patrimonio inmaterial de la humanidad, la Colombeia, esa suerte de enciclopedia enjundiosa que escribió el llamado “Precursor de la independencia”, es un legado —este sí— colosal: sirvió de fuente de información a los países que se constituyeron en la Comunidad Económica Europea. La Colombeia es mayor que la Gran Colombia de Bolívar: iba desde el sur del Mississipi hasta Cabo de Hornos.

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Tiempo en que la imagen es poder y la representación tiene valor real, como lo veía Beaudrillard, el paisaje urbano será intervenido, por cierto, a diestra y siniestra: se intenta suplantar la realidad para hacer el viaje a la inversa: en vez de superar la Historia ¡modificarla! Por eso la otra estatua de Colón —la del Calvario— fue sustituida por la de Ezequiel Zamora, sin ninguna explicación, los ojos de Chávez siguen por doquier recordándonos su ceguera y a Bolívar, el que no entra en contradicciones con Colón, y en cambio sí será considerado tiranuelo y salvaje por Marx —par de golpes bajos para el chavismo— le cambian el rostro a partir del supuesto estudio del ADN de sus pulverizados huesos, luego de aquella velada profanación de su tumba, Chávez en compañía de ministros —ay, todos luego fallecidos— y un ejército de santeros. Simón Bolívar perdió después de este suceso su nariz aguileña y su lugar de nacimiento y a su madre: ya no en Caracas sino en Capaya, y no sería hijo de María Antonia Palacios, sino de una esclava de la zona costeña con la que Juan Vicente Bolívar habría sucumbido al retozo. ¿Eso reivindica?

Hablando de imágenes, en la película Las invasiones bárbaras, el protagonista desliza, en medio del drama personal que vive, que poco ha considerado el mundo en las matanzas a indígenas durante la conquista española: ultimaron más aborígenes que judíos en el Holocausto. Y se conduele de América Latina que acaso por tanto maltrato y desconcierto no sale a flote —pero saldrá— acaso por las razones obvias que han dejado histórica constancia, o más bien por el ritornello de retintines que frenan la vitalidad y los sueños. Lo cierto es que los cultores del despecho, más que analistas críticos gentes que reniegan del propio pasado, se hacen cargo y revisan los hechos para que se cuente el cuento como es ¿y cómo es? Pues que fuimos sometidos, intentamos con creces sacudirnos del yugo, comenzamos sin conocernos mucho la vida que se pretendió republicana, e hicimos del mestizaje, delicia.

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Asumir la heterogeneidad sería estupendo. Aún persiste la fractura que el paisaje muestra sin ambages, y conectarnos los latinoamericanos y los venezolanos de arriba y abajo, de ojos azules o café debería ser tarea primordial. Lo decía Simón Rodríguez: que las escuelas deberían ser el laboratorio del reencuentro cotidiano, los niños haciendo entre todos los pupitres para subsanar las eventuales diferencias; luego las matemáticas. Porque la diferencia nos hace y, también, deshace. El filósofo venezolano José Manuel Briceño Guerrero decía que no hemos integrado aun en fluida fusión lo que contenemos: trazas del conquistador, del africano, del nativo. Amanecemos arrogantes, podemos terciar y volvernos sumisos, nos rebelamos a las primeras de cambio con retrechería. Claro que también hay que consignar la curricular simpatía.

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Mezcla de religiones que cambiaron a Changó por Santa Bárbara, una escena remonta el clasismo —Tulio Hernández asegura que más que racismo en Venezuela hay clasismo—; la peli venezolana Secuestro Espress uno de los pillos malandros de armas tomar le reclama a sus víctimas que ellos anden en camionetas de lujo mientras el pobre come mierda. No, no son españoles los secuestrados, pero parece que no nos reponemos del sentimiento de minusvalía y auto desdén como forma de cultura. En contrapartida, una cierta lisura nos enmarca desde tiempos de la Colonia: “Se acata pero no se cumple”, el desafío a la ley, el cinismo, sería una forma de rebeldía asumida desde tiempos de la Colonia, vaya forma de vivir la flexibilidad, la laxitud, la conchupancia. Vaya manera de comerse la luz roja. La poco ortodoxia arquitectónica y vital del desarraigo será maravillosa en béisbol —el invento “caribeado” del pisicorre— pero terrible a la hora de ordenarnos frente a las tentaciones.

La pobreza crea injusticia, desigualdad social, auto desprecio. También rencor. Pero toca cambiarle el sentido al 12 de octubre. A darle un tamiz futurista, de esperanza, de cadena rota. Celebremos al mapamundi completo, y abrámonos a la interculturalidad y a la pluralidad de religiones, de árboles, de climas, de ideas, de penas, de letras, de sueños, de gastronomía y no de rencores. Deslindémonos de las palabras que hacen redundancia y dan peso al lastre: chiripero, escuálido, mono, vendepatria, micomandante, hijos de papá, lacayo del imperio, mariconzón. Como diría el escritor Juan Carlos Chirinos en las redes, a propósito del término raza, y de clasificar humanos: que es muy fácil caer en jerarquías “ y de ahí a los hornos crematorios (Hitler) y a cortarle las manos a los que trabajen menos (Leopoldo II de Bélgica), hay un imperceptible paso”. Mientras otros dan gracias “porque seguiría a estas alturas mascando chimó”, en la radio suena Joe Arroyo: En los años 1600 cuando el tirano mandó/ las calles de Cartagena aquella historia vivió/ cuando aquí llegaban esos negreros africanos/ en cadena besaban mi tierra/ esclavitud perpetua /Un matrimonio africano/ esclavos de un español/ que les daba muy mal trato/ y a su negra le pegó/ y fue allí que se rebeló el negro guapo y tomó venganza por su amor/ aun se encuentra en la verja/ no le pegue a mi negra

No, no. Hay que insistir, “Colón no tiene la culpa”, añade Chirinos, “él solo hizo lo que el ser humano lleva haciendo desde que salimos de África: buscando un lugar nuevo donde medrar. En el fondo, Colón y Lucy son del mismo equipo”.


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