Opinión

Carta desde Miami: El sueño americano es un paciente con coronavirus

Cerveza en mano, mirando el verde y el sol, pero sin salir de casa, el autor de "Conejo y Conejo" y de "Think Like Shigeru Ban" reflexiona sobre Estados Unidos, la cuarentena y su buena suerte

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A veces se me olvida que vivo en un país que tiene más de 320 millones de habitantes. Es que desde aquí, desde Coconut Grove, es muy difícil darse cuenta. Cuando salgo a la calle, recorro las mismas cuadras de siempre y en ocasiones bromeo con que mi vida no es muy diferente a la que tenía en Barquisimeto cuando era un adolescente: del colegio a la casa, de la casa al cine, del cine a la casa de mi amiga… Mi cotidianidad es un circuito que se repite y alterna obligaciones con placeres de forma más o menos balanceada. Soy un tipo con suerte.

Volteo y le pregunto a mi novia, una gringa de Seattle, “Hey, mi amor, how does it feel for you to live in a country with more than 320 million of people?”. “Normal”, responde. Y yo la sigo increpando: “You have to take a 7 hour flight para ir a tu casa, I am closer to my parents in Venezuela than you to your parents in Seattle”. Entonces me responde con más seriedad y me dice que lo que más le impresiona es la variedad. La variedad de experiencias, contextos, personas y gobiernos.

Sí, gobiernos. Estados Unidos tiene un sistema federal, lo que quiere decir que los poderes regionales gozan de cierta autonomía y pueden ser muy diferentes entre sí.

“So, mi amor, can we say we live in a country made out of 50 countries?” y entonces ella, una profesora de ciencias políticas, me da una clase donde al final entiendo poco o casi nada.

Pero puedo llegar rápido a una conclusión: no debe ser fácil ponerse de acuerdo en este contexto. Peor aun, creo que nunca se podría estar de acuerdo. La pugna es real y la sensación que tengo es que este país se va construyendo y deconstruyendo al día, hora y segundo. Y no para. No espera. No da tregua. No se calla. Y cumple a cabalidad la tercera ley de Newton: donde hay una acción, hay una reacción. Para muchos esto que digo debe ser muy obvio, pero para mí, acostumbrado al centralismo venezolano, a la decisión que nace, vive y muere en un grupúsculo, esto me parece vertiginoso.

En palabras más simples: qué peo.

Mientras unos estados cuentan con una mejor infraestructura en su sistema de salud, otros no tienen tantos recursos. Mientras los gobiernos de algunos toman medidas más agresivas para detener el brote de coronavirus, otros siguen a la expectativa. Mientras unos gobernadores parecen muy sensatos, otros se atreven a decir que los abuelos pueden morir en beneficio de los más jóvenes. Y en la Casa Blanca, Trump, el polémico presidente naranja, cree que un lockdown no es necesario y que para Semana Santa ya este país debe estar de vuelta a la “normalidad”.

Una normalidad que no hemos perdido del todo. Por lo menos no aquí, en esta esquinita del país que es Miami.

Aquí la gente sigue saliendo a la calle y la medida más radical fue la de cerrar las playas, restaurantes y bares. Por supuesto una medida muy acorde dadas las características parranderas de este pedacito de mundo, pero claramente insuficiente ante el reto de controlar una pandemia*.

Y aquí me detengo a pensar qué puede ser “la normalidad” en un país como este. Para el patrón, la normalidad es que se trabaje cierta cantidad de horas, con una productividad que permita generar cierta cantidad de dividendos, con una que otra flexibilidad que no interrumpa el estricto curso de hacer dinero, mucho dinero. Entonces tiene sentido que Trump quiera volver a la normalidad, aun cuando nunca la hayamos abandonado por completo.

Flashbacks de otro país

Es imposible no pensar en Venezuela mientras vuelvo a vivir el fin del mundo bajo un sol recalcitrante. Siempre imaginé que las tragedias históricas ocurrían solo en temperaturas de menos cero grados y en escenarios arquitectónicos europeos, donde un niño juega con un tren de madera. Pero aquí estoy -y estuve- presenciando el acabose desde el trópico.

Mayormente descalzo, mientras me empino una cerveza helada debajo de una palmera y mi vecino baterista practica por segunda hora consecutiva, no puedo evitar hacer matemáticas simples sobre posibles contagios, muertes y deudas. Porque si algo me ha quedado claro de vivir en Venezuela y en Estados Unidos es que nada es gratis.

No solamente nada es gratis, todo tiene un precio altísimo. Y enfermarse, más.

Aquí te cobran 300 dólares por cruzar la puerta, 600 por ponerte una curita, 100 mil dólares por un infarto… las deudas que genera ir a la sala de emergencias pueden dejarte en banca rota y hasta perder tu casa. Es un asunto tan importante que cuando conocí a mi suegra -una enfermera nacida en Maryland- pasé el test para estar con su hija por tener un buen seguro médico. Las historias de desdichas que ella ha escuchado durante su carrera la han convertido en una evangelizadora: no puedes vivir sin estar asegurado.

Y como dije: soy un tipo con suerte. Porque tengo este jardín donde paso las horas en cuarentena. Porque trabajo en una de las empresas catalogadas como infraestructura imprescindible por el gobierno norteamericano. Porque después de casi tres años de malabares puedo respirar un poquito de estabilidad -ahora quién sabe-. Y si me enfermo, en el mejor de los casos, regreso a casa con una factura de tres dígitos, mientras muchos vivirán no solo con la angustia de lo que van a pagar sino con las horas y días que pasan inactivos, contando cada minuto para volver a la productividad. Es decir, a “la normalidad”.

Pesadillezco. Casi como si lo hubiese vivido antes, pero en un calco diferente: el hombre nuevo es un paciente con coronavirus o, en mi contexto como inmigrante, el sueño americano es un paciente con coronavirus. O quizás 320 millones de pacientes.

Es inevitable llegar a una terrorífica conclusión. A lo mejor lo que dijo el finado finalmente sucedió: se multiplicó.

*Mientras escribo esto el alcalde Francis Suárez anuncia que los habitantes de Miami Dade deben permanecer en su casas y solo podemos salir a hacer lo esencial, como hacer mercado o buscar las medicinas en la farmacia. Veremos. Lo “esencial” en Miami incluye la limpieza de la piscina, por ejemplo.

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