Opinión

Teresa de la Parra también se iría demasiado

El "eterno retorno", juega aquí Sifrizuela con el concepto de Nietzsche para ubicar a la autora de Ifigenia como "el primer gran trazo del siglo XXI" en lo que se refiere a la relación de la sifrinería capitalina con Caracas

Teresa de la Parra
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Quizás, por la locura febril de la luna color dengue o la seducción feroz de una selva húmeda y profundamente verde, los venezolanos –y más específicamente, aquellos que son caraqueños sifrinos– hemos reiniciado el eterno retorno: el concepto de ese atormentado filósofo alemán que era Friderich Nietzsche, elaborando en un concepto con raíces estoicas e incluso perdidas en los mundos hermosos y depravados de los paganos, en el que todos los eventos del mundo se repetían a sí mismos en secuencia eterna enmarcada en una serie de ciclos, una y otra vez. ¿Y quién mejor para encontrarnos con el futuro en el pasado que Teresa de la Parra (1889-1936), la vanguardista escritora caraqueña -aunque nacida en París-  que expresó la claustrofobia femenina de la Caracas de principios de siglo en su novela Ifigenia?

En ella cualquier caraqueño de hoy –y en especial aquellos, que como ella, vienen de los escalones más altos– podría reflejar el sentir de su mundo.

Para la escritora Ana Teresa Torres, no había manera de definir a Teresa de la Parra “sin pensar en ella como una mujer caraqueña”. Aunque pasó gran parte de su vida en Europa, el peso de la pequeña Caracas gomecista permeó su vida y su obra hasta el final: una obra que, irónicamente, se catalogó de “extranjerizante” y hasta de carecer de “las características de una obra venezolana”.

Sobre ella, como en las clases medias y altas de hoy, había una mirada desconfiada por aquella condición supuestamente extranjera: como hoy la hay en aquel nocivo discurso revolucionario que ha buscado extranjerizar a quienes no cumplen el molde del “pueblo” o trazan sus orígenes en aquellas oleadas de inmigrantes que se derramaron sobre el país durante el siglo XX.

Teresa era extranjerizante y carecía características criollas, dirían los críticos. Casi un siglo después, una comunicadora chavista afirmaba en la Asamblea Nacional que la mujer venezolana era aquella de color, chiquita y pelo chicha: un molde único. Casi un siglo después, Luis Britto García pedía eliminar la segunda nacionalidad y otro escritor oficialista denunciaba una supuesta dominación de las industrias, medios y mercado por grupos extranjeros (“hijos de españoles, hijos de gallegos o de portugueses e italianos”, entre otros grupos mencionados explícitamente, incluyendo chinos, árabes y judíos) en contraposición a los venezolanos que llevan en el país “cuatro, cinco o siete generaciones”.

También, casi un siglo después, una marcha chavista mostraba letreros que decían “Hijos de inmigrantes de mierda, ¡fuera!”, medios oficialistas decían que las colonias europeas en el país eran de orígenes fascistas y que los emigrantes venezolanos eran muchachos blancos sin identificación con su país. Por ello, decía el historiador Tomás Straka, el chavismo ha buscado impulsar la desidentificación y ha pedido el retorno de los inmigrantes y sus descendientes “con particular saña contra los inmigrantes y sus hijos, especialmente si son blancos o europeos”. Y ni hablar del ataque a la Sinagoga de Caracas. En fin, el eterno retorno: de vuelta a un país provincial, receloso de su concepto de nación, que teme a lo extranjerizante y exige una idea cuasi-costumbrista de lo nacional.

Volviendo a lo dicho por Ana Teresa Torres, Teresa de la Parra era una mujer crucialmente caraqueña: una mujer que partió a vivir a Europa pues “se sentía constreñida por los rígidos códigos morales de su contexto de clase”. Una caraqueña, como miles hoy, que escapó de las limitaciones y mordidas de una ciudad caníbal. Pero hoy, las teresas y teresos se sienten constreñidos por una vida que demanda cada vez más malabarismo, una vida más sofocante y desesperanzadora: una ciudad que siempre se vendió como proyecto de utopía pero que ahora no permite la proyección ni de un futuro personal. Un país de desagües, de lavamanos vacíos, de apagones sempiternos, precios erráticos, corrupción y chanchullos, abusos de poder arbitrarios y colas de gasolina.

Teresa abrió el camino, nosotros solo la seguimos: un siglo después.

Teresa, a diferencia de quienes hoy cruzan los Andes y guardan sus títulos universitarios para empezar desde cero como choferes de Uber o meseros en grandes metrópolis distantes, había elegido partir a la Ciudad Luz porque –para su clase social, como explica María Antonia Palacios– “París era una costumbre”. Una costumbre como lo es hoy Miami, Nueva York o Madrid para una sifrinidad cada vez más vertida por el mundo: una clase afluente que sin parpadear puede recomendar locales, discotecas y restaurantes; contactos y amistades; calles, líneas de metro, servicios, esquinitas y huequitos en aquellas ciudades. Ciudades que, en muchas ocasiones, conocen mejor que ciertos municipios o sectores de una capital fragmentada y hostil como lo es la Caracas sangrienta del siglo de los supersónicos.

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Pero, como esa misma clase que hoy pulula por las universidades de Boston y Madrid o las calles verdes de Key Biscayne, Teresa no pudo retirar el lastre de Caracas en su espalda: el verdiazul Ávila creciendo de su columna vertebral.

Teresa no hizo grandes amistades europeas. Tampoco se rodeó de los círculos intelectuales parisinos. Al contrario, se juntó con otros criollos o con diplomáticos latinoamericanos: gente, como ella, de trasfondo afluente y culto, pero de habla hispana y crianza en el subdesarrollo. Sus relaciones más importantes fueron una cubana y un ecuatoriano y, en sus años de enfermedad en un sanatorio suizo, su amistad más cercana fue un colombiano. ¡El eterno retorno! ¿Es que acaso, ante la distancia y las luces titilantes de los rascacielos del Primer Mundo, vemos a los inmigrantes sifrinos juntándose con pijos españoles o finance bros neoyorquinos? ¡Qué va! Los vemos, en cambio, recreando una versión micro de su Caracas en aquellos lares o juntándose con sus primos culturales de la América Latina: adoptando sus “wey” y “resaca” y mezclando sus inflexiones de acento, pero todos con la misma papa bucal tan propia y característica.

Para Teresa, como para los venezolanos afluentes en Madrid y Nueva York, “Su visión de los europeos era tan distante e irónica como la que tenía frente a sus paisanos” –dice Torres– y por ello “ser venezolana en Europa era su mejor modo de vivir la caraqueñidad”. Porque, para Teresa como para aquellos ‘hijos de inmigrantes de mierda’ en el exilio, su caraqueñidad se sintió incomoda tanto en Caracas como en la metrópolis extranjera soñada una vez que dejó de ser ideal y se hizo realidad.

Es, en palabras del historiador Germán Carrera Damas, “la dificultad de ser criollo”: de no sentirse de aquí ni de allá, de ser latinoamericano, de ser fragmento, de ser híbrido, de ser sifrino.

Una dificultad expresada en los jóvenes de finales del siglo diecinueve, como Teresa de la Parra y Manuel Díaz Rodríguez, que venían de un país asombrado por sus ferrocarriles y teatros franceses en manos del guzmancismo y que se vino en picada para estrellarse con desmanes nacionales, caudillos y nuevos brotes de violencia: un país que soñaba con ser francés y no pudo.

Una dificultad expresada en los jóvenes del siglo veintiuno, como tú y como yo, que venimos de sesenta años de explotación petrolera, riqueza, viajes a Miami, salud pública, educación masiva, represas y Concordes para estrellarnos en las fauces horribles y crueles de la catástrofe chavista. Una dificultad compartida, incluso, con aquellos jóvenes cosmopolitas de la Caracas de los ochenta y noventa que dieron por sentado aquellas cosas que hacían a Venezuela un país excepcional en la región y que por ello prefirieron creerse de Miami o Nueva York: hasta que llegaron las boinas rojas.

Teresa, al igual que los personajes de la novela Ídolos rotos (1901) de Manuel Díaz Rodríguez, no podía vivir su caraqueñidad plenamente en su ciudad que sentía constreñida, limitante, provinciana y claustrofóbica: un pueblo chismoso, perdido entre los valles, que poco ofrecía a las mentes que soñaban con París.

En Ifigenia (1924), su novela, Caracas era una “ciudad chata (…) una especie de ciudad andaluza, de una Andalucía melancólica (…) soñolienta que se había adormecido bajo el bochorno de los trópicos” y que hacía sentir a la protagonista –quien era un reflejo de la autora– “el horror de mi vida prisionera y aburrida”. Por su parte, los personajes de Ídolos rotos regresaban de París a Caracas con intenciones de sembrar la vanguardia y la sofisticación para empujar al país a su porvenir soñado. En cambio, consiguieron una “ciudad oriental, inmunda y bella” donde abunda la corrupción, la mediocridad y el desorden; una ciudad que los empuja a la frustración y al fracaso hasta proclamar su funesto veredicto final: finis patriae (Fin de la patria).

“Si algo comparten todos”, dice el crítico Miguel Gomes sobre Parra, Díaz Rodríguez y otros escritores de su generación, “eso es indudablemente la visión irónica, satírica y pesimista del espacio caraqueño, que tarde o temprano somete y devora al héroe que se le enfrenta”. Una característica, por obra y gracia del eterno retorno, que reaparece en la visión cultural una vez que el país se va por el espiral de sus horrores.

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Decían los jóvenes entrevistados en el exquisito documental “Zoológico” (1991) de Fernando Venturini, al preguntarles si les gusta Caracas, que “te pone demasiados obstáculos”, “yo me siento súper limitada en Caracas (…) no pasa mucho en Caracas, me parece un poco muerta”, “es aburrida, de día y de noche” y “tengo que pensar qué me gusta a mí de Caracas”. Uno de los entrevistados, un diseñador de mueblería, afirma que a Caracas “la llamaban la Sucursal del Cielo, lo cual es bastante risible hoy en día” y que ha tenido una terrible “contribución del hombre: con muy poco amor una persona hace cosas como han hecho en Caracas porque es infrahumana. Aquí no se puede caminar, no se puede sentar, andas en tu carro, cálate tu cola para montarte en tu autobús”. Y ni hablar de lo dicho en “Caracas, ciudad de despedidas” (2012): donde una de las entrevistadas incluso dice que quiere vaciar la ciudad y tratarlo como un set de Polly Pocket. Nuestra Caracas inhumana y cruel, embelesándonos en eterno conflicto y amorío con sus colmillos.

Como personajes de Ídolos rotos o Ifigenia, los caraqueños –y en especial aquellos de clase media y alta, como los autores de las novelas– están viviendo cada vez más una Caracas fragmentada socialmente, con áreas profundamente inseguras, afectada por el territorialismo político y la polarización. Como una suerte de enclave marginal diseñado por el poder chavista, han quedado relegados al este de Caracas: una ciudad cuyas partes cada vez se comunican menos.

Ya las marchas no llegan a Plaza Venezuela: la Guardia no permite que pasen del CCCT. Las audiencias no frecuentan el Teresa Carreño: ahora sirve a la propaganda oficialista. Los conciertos de La Carlota han dado paso a boli-avionetas y helicópteros militares. El Poliedro perdió hasta el Miss Venezuela. Nuestros bellísimos museos, donde iban los autobuses con niños y las familias a pasar sus fines, están desolados. El Caracas Pop Festival feneció y se llevó al Valle del Pop. El casco histórico no tiene más turistas y “la esquina caliente” por años alejó a “escuálidos” y disidentes. Ni hablar de Parque Central: la gran promesa de la clase media que se convirtió en pesadilla. Aquella cuña noventera de Malta Caracas en la que un hombre brincaba en bungee de las torres por Wanda D’Isidoro estaría hoy totalmente fuera de lugar.

Pero, a diferencia de los jóvenes de la «cuarta república», las generaciones emergentes –por la desidentificación con la patria y la caraqueñidad o venezolanidad vivida en el exilio, como Teresa– se han encontrado cara a cara con su identidad hasta conferir un valor nuevo. Los jóvenes, bajo toda la mugre, han reencontrado a una Venezuela que se había “olvidado de sí misma”, en palabras de Renny Ottolina – como mostraban los jóvenes desidentificados, hartos y nihilistas de “Zoológico”.

Decía el escritor poscolonial Edgard Said que los exiliados, aferrándose a sus diferencias, “celosamente insisten en su derecho a rehusarse a pertenecer”. Y así, sintiéndose diferentes en la metrópolis extranjera que prometía la utopía, nuestros exiliados han vivido una nueva forma de venezolanidad y pertenencia, experimentado lo valioso de su identidad, pues decía el intelectual Rafael Tomás Caldera, que la solución a la mentalidad colonial criolla era “conocer la historia de nuestra comunidad para entendernos a nosotros mismos” y vivir “la experiencia de lo valioso”.

Todos, al igual que Teresa, han sido obligados a mirar a su país desde afuera: en perspectiva.

Ese ha sido el resultado inesperado de la pérdida del país: una juventud que, entre toda la desidentificación dentro de las fronteras y el encuentro con lo foráneo en el exilio, se encuentra con lo valioso de Venezuela. Es que, ¿acaso tras la mugre y la destrucción de la civilización del oro negro, no estamos viendo una primavera silvestre de proyectos e ideas que apuntan a una mirada intensa y a un redescubrimiento de ese país cuya suma de todas sus partes no termina de atinar un todo?

Ha habido un cambio en cómo nos relacionamos colectivamente con lo nuestro, que hasta hace poco era baladí y tercermundista: las manos se vuelcan sobre bestsellers de historia venezolana –las obras de no ficción de Arráiz Lucca, Pino Iturrieta o Torres; La república fragmentada de Straka, La rebelión de los náufragos de Rivero, las biografías de Arroyo Gil. Sofía Imber es redescubierta. Cine Mestizo ofrece un Netflix criollo. Los cupos de los cursos online sobre historia, teoría política e historia del arte –sean de Proyecto Base, La Quinta Anauco, la Metro o quien sea– se llenan en cuestión de días. Las cuentas de redes sociales sobre lo nuestro –como Secreto Mejor del Caribe, Caracas Antigua, Ojos Antropológicos o Intro Maracaibo– crecen exponencialmente y se transforman en proyectos mayores. Las novelas en boga son de Barrera Tyszka o los blockbusters escritos de Juan Planchard. Y ni hablar de lo que sucede afuera: desde los premios literarios a Cadenas y Pantin, pasando por la música de Arca, hasta las obras de Crespín.

Detrás de nuestra decepción y nuestra desidentificación y nuestras rabias y nuestras volteretas del exilio y la catástrofe, detrás de lo inhumana que es Caracas y lo exquisitamente cruel que es con nosotros, detrás de sus placeres violentos y finales violentos, está lo mismo que estuvo tras la decepción y las amarguras de Teresa y los personajes de Díaz Rodríguez: el desasosiego de ver a Caracas erosionada, en palabras de Ana Teresa Torres, “precisamente porque la amamos y no nos imaginamos sin ella”.

Por ello, aunque sin foto en el piso cinético de Maiquetía, quizás hemos conseguido en Teresa de la Parra el primer gran trazo del siglo XXI venezolano.

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