Opinión

Retorno a Bodegonzuela: Electric Boogaloo

En 2020, Elías Aslanian -de Sifrizuela- nos puso frente al espejo de esta república del bodegón alebrestada por el dólar y el consumo. Regresó por unos días a sumergirse en el desenfreno, a mirar los contrastes desde el privilegio y esto es lo que cuenta sobre estos tiempos de pax bodegónica

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La piel de Ruperta colgaba como pliegues de su cuerpo desnutrido revelando sus costillas. Por sus orejas caídas, como las de un perro, parecía el elefante más triste del mundo. Quizás lo era: se desmayaba constantemente. Al morir, a mediados del 2018, pesaba menos de la mitad del peso normal de un elefante de su edad. Apenas consumía diez kilos de comida al día, una fracción de los 135 kilos que debía ingerir un ejemplar de su especie. La hambruna azotaba los animales del Zoológico de Caricuao, en Caracas, hogar de Ruperta desde 1977. Además, un caballo negro fue raptado y descuartizado por su carne, un leopardo desapareció y constantemente se robaban animales como ovejas, patos mandarines y jabalíes. El hambre también afectaba a los barrios vecinos del zoológico.

Cuatro años después, como en un revolcón existencial, el coordinador del Zoológico de Caricuao anunció la llegada de cuatro walabíes –una variedad de canguros pequeños– provenientes de un zoológico de Toledo, España: en sintonía con el espíritu estrafalario que ahora sacude a la ciudad, dos de ellos son albinos.

Algo extraño sacude a Caracas, rascándose ante un sarpullido de torres nuevas de vidrio y luces de colores que se alzan en Las Mercedes, autopistas decoradas con palmas datileras quizás para imitar a algún emirato árabe y bodegones más grandes que un Publix con estanterías rebosadas de setecientas variedades de Colgate, cualquier sabor imaginable de hard seltzer, trescientos tipos de chicle, langostas revolcándose vivas en carritos de mercado y una legión de escoltas rodeando camionetas Porsche de las que se bajan boliburgueses con camisas Hugo Boss a comprar 12 mil botellas de vino italiano, español, californiano, chileno y hasta libanés.

Algo extraño sacude a Caracas: desde el aeropuerto, que ahora tiene peceras repletas de tormentas de peces de color neón, y los Cruz Diez falsos de plástico que parecen cubrir el panorama desolador de cerros de ranchos, superbloques destartalados, ruinas adecas que aspiraron a ser escuelas y hospitales y muros que perdieron su colorinche caribeño que definen a La Guaira. Los motores de aquella perestroika clandestina que presencié en mi primera visita a Bodegonzuela rugen ferozmente sin pudor alguno. La autopista hacia Caracas revela un abanico de vallas publicitarias: doce marcas nuevas de jamón, tusis y explotadas que parecen promocionar sus cuerpos sintéticos y no los jeans o sandalias que pagaron la valla, un calvo musculoso a lo Richard Linares rodeado de bendecidas y afortunadas en un rooftop de Altamira, una “artista” conocida por sus constantes plagios junto a esculturas horrorosas de gorilas de colores y vírgenes de plástico y una marca de repuestos que brincando sobre todo copyright usa a Superman como su imagen.

El panorama de publicidades de tusis y pasta y jamón y criptomonedas está salpicado por una llovizna de vallas propagandísticas que celebran los logros de los atletas olímpicos con eslóganes bolivarianos. Y bajo el ajetreo publicitario y entre las nuevas líneas de palmeras datileras ultrajadas de Margarita, se asoman murales de colores pasteles con petroglifos y rostros yanomamis. Entre todo ello, en plena autopista, una nueva escultura colosal y horrorosa de un cacique dorado rodeado de palmeras artificiales del mismo color.

Caracas, oasis entre la más cruenta miseria, es ahora una república pos-soviética tropicalizada: con el mismo kitsch patriotero-plástico, el mismo exceso nuevo rico y la misma desigualdad desaforada.

Bananastroika

“Qué emoción, el edificio está en buenas condiciones, hemos recibido formalmente la estructura y nos preparamos para trabajar de la mano de comerciantes, aliados y contratistas, para muy pronto tener este centro comercial abierto y generar alrededor de 3.500 empleos”, dijo Alfredo Cohen, desde el Sambil de La Candelaria, en un video que circuló por redes sociales, “No tenemos mucho trabajo ni muchas cosas que se hayan dañado, vamos pa´lante y pronto el Sambil La Candelaria será una realidad”. Pocas horas antes, se había anunciado la devolución del mall a sus dueños originales luego de que en 2008 Hugo Chávez ordenara su expropiación.

“Me tendrán que sacar de Miraflores para que haya un Sambil en La Candelaria. Eso es un crimen”, dijo el padre del socialismo bolivariano en ese entonces: “¿Cómo vamos a hacer el socialismo entregándole los espacios vitales del pueblo a ese comercio desmesurado, consumista?”. Catorce años después, el heredero designado de Chávez lo retorna a sus dueños ‘oligarcas’. Cientos de industrias, empresas y hasta haciendas están saliendo de las manos rojas del Estado en toda suerte de esquemas extraños de ‘reprivatización’ o ‘alianzas estratégicas’ con el sector privado.

Bodegonzuela

Sin embargo, pocos dueños de bienes expropiados han corrido la suerte de los Cohen: muchas de las propiedades, de la forma más neo-patrimonial posible, han sido repartidas a nuevos grupos empresariales ligados a la corrupción del Estado. Pregúntenle a Fama de América o a Lácteos Los Andes. El Hilton de Caracas, transformado por años en un mugriento Hotel Alba manejado por el Estado, ahora fue entregado a empresarios de Turquía para su tercera venida. Los esquemas de ‘reprivatización’, herméticos y con marcos legales dudosos, no están generando mucha confianza.

“No existen cambios fundamentales que garanticen la propiedad privada”, tuiteó el economista Gustavo Rojas Matute: “No existe un sistema de justicia independiente que garantice los derechos de propiedad”.

Sin embargo, Bodegonzuela parece dispuesta a disfrutar el sueño de fiebre dolarizada como si supiese que puede terminar en cualquier momento: se anunció la apertura de vuelos internacionales en Barquisimeto, la línea aérea portuguesa TAP informó sobre su retorno al país y marcas como Modelo, Corona, Hendrick’s y los productos de Cheesecake Factory hacen incursiones formales al mercado. Corona, incluso, puso llamativas vallas de su cerveza junto al Salto Ángel alzándose en la autopista, cerca de nuevas vallas lumínicas de Toyota: que ha dejado de producir automóviles en el país, pero importándolos de Brasil introdujo por primera vez en años un modelo -promocionado por Viviana Gibelli– al mercado criollo. Una cadena de tiendas al estilo Target, que misteriosamente alza nuevas sedes en los pueblos más desolados como por obra y gracia de su cercanía al poder rojo, parece anunciar una nueva sucursal en diferentes áreas de Caracas todos los días: incluso se dice que compró, a precio de gallina flaca, uno de los hoteles más grandes de la ciudad.

Chacao y Las Mercedes, zonas rosas de un país ahora libre de aranceles de importación y controles cambiarios, apenas son la punta de un iceberg de anarquía y hambre. Es una economía de la aduana a tu mesa: se benefician los sectores de bienes y servicios, con sus restaurantes y posadas de lujo y súper-híper-bodegones, así como también ciertos sectores tecnológicos o de construcción. Pero –más allá de la lluvia de dólares que esta burbuja de pescado fresco y champaña produce para consultorías profesionales, consumidores y proveedores de servicio– el resto de la población se mantiene excluida por la poca cantidad de trabajos que genera Bodegonzuela: la industria, la manufactura y la agricultura aun no alzan su cabeza lo suficiente. Ni hablar de los beneficiados del Estado –sean policías, bomberos, enfermeras, guardabosques, empleados de gobiernos regionales, doctores de hospitales públicos, docentes o pensionados– que han quedado abandonados en el mundo del bolívar.

Según la más reciente encuesta Encovi, Venezuela es ahora la nación más desigual del continente americano: con un coeficiente Gini de 56,7, nos codeamos con países como la República Centroafricana y Zambia. De hecho, calcula el estudio que 94,5% de la población está bajo la línea de pobreza y un desaforado 51% ha sido “obligado a la inactividad” (ocho millones de personas) por la falta de opciones laborales, revelando el vientre de la economía “de la aduana a tu mesa”.

Aunque los hogares en pobreza no extrema han aumentado su consumo de proteína animal, leguminosas y tubérculos, la población que no sufre de inseguridad alimenticia se redujo un millón de personas menos que en la última Encovi (2019-2020): pasando de una minoría de 6,6 millones a una minoría de 5,8 millones. Más allá del destello de los bodegones, en Venezuela –aunque en diferentes grados– todavía abunda el rugido de los estómagos hambrientos.

¿Es una herida temporal? No parece serlo: según el más reciente Diagnóstico Educativo de Venezuela de la UCAB, la población estudiantil en primaria y bachillerato se redujo 15,6% desde 2018. De estos, solo 40% abandonó las aulas por emigración: el resto permanece en el país sin asistir a las aulas. Según cálculos de Caritas en 2019 la desnutrición crónica había afectado a alrededor de 35% de los niños venezolanos. Queda entonces preguntarse: ¿se arregló un país donde casi 500.000 niños simplemente no asisten a las aulas, principalmente por falta de comida en el hogar, y donde un tercio probablemente verá su desarrollo cognitivo afectado?

Sin buscar demonizar a quienes tuvieron (tuvimos) la suerte de quedar de este lado de la burbuja después de la debacle, el país se está convirtiendo en Panem, la nación pos-apocalíptica de «The Hunger Games», donde los ricos juguetonamente beben cócteles coloridos y ríen con sus vestimentas estrambóticas en edificios especulares, mientras los pobres de las más desoladas provincias, literalmente, se matan entre ellos con las uñas y los dientes.

La sociedad Sambil

Una vez que cae la noche, el CCCT se transforma en una suerte de Times Square: su fachada brutalista, alguna vez ocupada en los diciembre tan solo por un Santa Claus gigante, ahora presume los logos y nombres de marcas que con sus luces de colores compiten por la atención de quienes pasan por la autopista.

Adentro, en diciembre los adornos de su altísimo árbol de navidad también sirven como publicidad: en este caso de Yummy, el servicio de deliveries y transporte cuyo nombre acompaña todas las decoraciones verdes y púrpuras (los colores de la marca) en el centro comercial. Por toda Caracas, los motorizados de oficina y los malandros que surcaban entre los carros ahora han sido reemplazados por motorizados con voluminosos morrales de Yummy y PedidosYa, su competencia de origen uruguayo. Ambas empresas han invertido cantidades descomunales de dinero –proveniente de inversores del exterior– en toda suerte de vallas, paquetes promocionales, equipos de marketing e influencers. Caracas, desligándose finalmente de su socialismo ortodoxo, se ha entregado al consumo.

En el mundo que empieza con el verdor del Jardín Botánico y cierra con las urbanizaciones que colindan con los arboles centenarios de Los Chorros, el respiro capitalista ha funcionado como anestesia. Afortunadamente, en aquel oasis se revela un mundo donde el dólar es balsa de rescate en el naufragio nacional. Pululan emprendedores que decidieron transformar sus ahorros en el exterior en nuevos comercios y marcas, caras burguesas del mundo pre-revolucionario y sectores profesionales emergentes de una clase media que comienza a esculpir espacios por medio del poder adquisitivo que la dolarización le ha permitido: emigrar ya no es la única alternativa para los graduandos de la Universidad Católica. También, en abundancia, -quizás siendo una pluralidad de la población bodegonzolana– pululan toda suerte de boliburgueses revestidos en logos de marcas que se bajan de Teslas y Ferraris junto a mil prepagos sintéticas y hordas de escoltas vestidos de Tommy Hilfiger. Es un panorama que vacila entre la esperanza y el más dantesco horror.

Allí, en aquella población híbrida –la clase tusi tan rojo rojito, los pelo-lindo que preguntan “¿de qué colegio eres?” y la clase media universitaria-profesional en proceso de resucitación de San Luis y Manzanares–se codean, enemistan y coquetean en diferentes grados y variantes: en restaurantes nuevos con sillas multicolores de mimbre plástico y pisos de cerámicas geométricas, en parques con foodtrucks de smash burgers, en tiendas con ropa deportiva cool o en eventos estrambóticos para promover alguna nueva marca de licor que son diseñados para la transmisión constante del influencer industrial complex (el nuevo motor económico de la ciudad) donde destellan cantantes rodeados de muros de velas u orquestas sinfónicas en rooftops con el Ávila como fondo. Algunos locales, como un arca de Noé del ancien régime, estarán en el extremo sifrino de la balanza. Otros, como espacios donde se expone el estrafalario gusto, estarán en el extremo boliburgués.

Hasta los conciertos se han activado, apelando al retorno del poder adquisitivo de parte de la clase media: la Concha Acústica de Colinas de Bello Monte, tras varios años sin un performance, recibió en su tarima a Los Mesoneros y a Lasso. Atrás quedaron las colas para acceder a los supermercados, postal de nuestra crisis ante el mundo: ahora en el Tolón se hacen filas enormes para tomar el transporte que lleve a la audiencia a Colinas de Bello Monte.

Por diez horas, fans bulliciosas esperan en el CCCT para comprar entradas para el concierto de Morat: el primer gran show de un grupo extranjero desde aquel de Beyoncé, en 2014. Se hacen colas para entrar al bazar caritativo de Fundaprocura en el Country Club. Incluso, como en aquel primer McDonald’s de la Unión Soviética, se hacen colas para entrar al primer Starbucks del país: local que, desatando semanas de conversación mediática, luego resultó ser un fraude: el contrato solo permitía a los dueños operar en el concepto de We Proudly Serve pero en Florida. El argumento del este de Caracas como una extensión de Miami no funcionó.

Tamanaco Horror Funhouse

MoDo, una suerte de colosal Walmart transformado en restaurante de lujo en el corazón de Chacao, es quizás el gran zigurat de esta Babilonia plástica: reemplazando a los antiguos galpones de Don Regalón, este jardín de las delicias terrenales ofrece un popurrí delirante para la vista donde se solapan un restaurante japonés con chefs peruanos, un bowling multicolor, bares de Santa Teresa, una heladería que incluso cuenta sabores amazónicos en sus opciones, hornos de pizza, una pista de baile, pantallas coordinadas con efectos visuales, baños laberínticos, tienda de souvenirs y cuestiones hip, luces de neón y hasta un restaurante francés que pretende recrear a París con su mobiliario y sus pantallas que transmiten áreas de la capital francesa.

Allí, como presencié, en una noche puedes encontrar mesas de sifrinos clásicos con mandíbulas dislocadas sin necesidad de cocaína, universitarios de clase media que disfrutan un buen rato con sus amigos de Derecho o Comunicación Social o Ingeniería Civil, viejos prehistóricos con chaquetas Ferrari coqueteando con tusis vestidas en lentejuelas como si se dirigieran a un matrimonio civil, niñas bien que han renunciado a las pretensiones morales de sus colegios y ahora trepan sobre bolichicos, prepagos con caras de gato creadas por obra y gracia del bisturí y hasta un carismático gobernador-vampiro que atrae a una multitud de fans boliburgueses –con hoodies Balmain, cortes de pelo de las juventudes hitlerianas y zapatos McQueen– que le piden selfies. En otra época, los comensales lo hubiesen caceroleado, pero eso ya pasó.

En el más reciente Halloween, el Tamanaco se transformó en una convención de Star Trek: saliendo de un gigantesco rave con DJs internacionales y una matriz de luces y pantallas, vagando por los pasillos del hotel con sus mentes devoradas por el tusi y el molly que consumieron desvergonzadamente en sus mesas de botellas jumbo de Grey Goose, surgen cincuenta sifrinos ravers, cien lumpen-influencers, quinientos proxenetas, mil prepagos, doce mil boliburgueses y un entourage de quince millones de jalabolas: todos con prótesis, tentáculos, pelucas largas, lentes de contacto, orejas puntiagudas artificiales, cirugías plásticas que se solapan con los disfraces, túnicas de caballero jedi o princesa de Westeros y un sinfín de capas de maquillaje profesional.

Recurriendo a aquella manía boliburguesa de organizar constantes festejos temáticos o con disfraces, un circo all year long, las prepagos y los bolichicos transformados en la versión stripper de elfos, duendes y hadas producen una imborrable postal del absurdo estrambótico que rige la existencia de los nuevos amos del valle. “Aquí a veces vienen los rusos a buscar tusis”, me dice un empleado de uno de los locales del hotel: “Qué te puedo decir, yo hasta he visto gente tirando en los sofás del bar en plena rumba”.

En este mundo extraño de las zonas rosas de Caracas, en este monstruo de Frankenstein social donde empresarios y emprendedores que trabajan honestamente deben compartir la cúspide de la ciudad con piratas que dirigen esquemas de lavado de dinero colosales, no es extraño que surjan todo tipo de visiones retorcidas: desde acusar a toda persona privilegiada de enchufado y lavadora, pasando por quienes consideran que debemos iniciar un borrón y cuenta nueva con los atropellos y abusos de las últimas dos décadas, hasta quienes pretenden que una utopía se ha instalado en el país.

“Venezuela se está arreglando”, me dice –en una fiesta en un local del Las Mercedes– un empresario beneficiado por el trickle-down-enchufe de sus allegados: “Como aquí no hay, afuera se pela bola ¿No ves como se está devolviendo la gente? El que no lo hace es porque no tiene cómo”.

Afuera del local, con las torres en construcción de Las Mercedes encendidas toda la noche, unos niños me piden limosna.

La burbuja caraqueña

Y, sin embargo, las mordidas de Caracas se han vuelto placenteras: ahora es una libélula, con alas de colores fosforescentes, que mordisquea la carne de una víctima embobada que ni siente la picadura. La pax bodegónica me seduce, me susurra que me reinstale en la ciudad donde una sensación de bonanza, de súbita prosperidad, parece presionar el panorama de luces led en Chacao y palmeras datileras en la autopista. En Caracas, extática por la lluvia de dólares, se olvida por momentos la desigualdad obscena, el horror moral y el terrorismo estético.

Como sacado del fondo de los años noventa, el espíritu navideño retornó ferozmente: atrás quedaron esas festividades tristes y silenciosas, desprovistas de toda luz, que titilaban en los diciembres del 2015 y el 2016 y el 2017. En la Caracas dolarizada, las multitudes que buscan regalos entran y salen de las nuevas tiendas que abrieron sus puertas en el San Ignacio y el Tolón: aunque los pinos, importados de Canadá, ahora cuesten el equivalente del salario de un profesional en una transnacional. Las Mercedes, con sus nuevas torres con fachadas de pantalla que muestran videos o cambian de colores, estuvo salpicada de grandísimos árboles de navidad, renos gigantes de luz y cortinas eléctricas recubriendo los jabillos. Las luces navideñas incluso volvieron a los balcones de edificios, aunque Caracas tenga su ración de apagones.

Bodegonzuela

Aquel cadáver de ciudad parece haber vuelto a la vida: las autopistas entre Chacao y Baruta son una vez más un panorama infinito de autos inmóviles al atardecer. El tráfico, evaporado por la crisis, ha retornado ante el influjo masivo de personas de otras ciudades del país –escapando de una Maracaibo tragada por las penumbras o de gasolineras sin gasolina– como también la vuelta a casa de muchos emigrados de origen acomodado que decidieron regresar.

Mientras tanto, cargando sus pertenencias en bolsos, los habitantes de los caseríos de la tierra roja y la selva palúdica cruzan trochas hacia Colombia o se lanzan en peñeros hacia Trinidad. Pero en el este de Caracas, llegando en vuelos de Laser y Turkish Airlines, decenas de personas con títulos universitarios o dólares para invertir en nuevos proyectos comerciales vuelven a asentarse en las quintas que dejaron hace unos años.

La bonanza caraqueña, desligada del horror en el Apure profundo o en las minas de Bolívar, se derrama más allá del mundo opíparo de Los Palos Grandes y Las Mercedes: un domingo en el Sambil revela multitudes, cual pesadilla malthusiana, comprando, consumiendo, apoderándose de todo. “Para que tengan otra perspectiva de lo que está pasando en Venezuela, vayan a los centros comerciales populares, Sambil, El Recreo, El Cementerio”, tuiteó el historiador Rafael Arraiz Lucca: “y vean la dinámica que hay allí”. “Es así”, respondió la arquitecta Ana María Lara: “Incluso más populares como Metrocenter y Propatria, mucha gente”.

“No entendí lo de centro comerciales populares”, le comentó otro usuario: “Si vas al San Ignacio, CCCT, Plaza Las Américas, Los Naranjos, El Tolón, es la misma vaina”. Parece que es 2005 de nuevo, tiempos de la pax cadivera: aunque sin pulseras amarillas Livestrong, vuelvo a vivir las colas largas en Cinex para comprar entradas para «Spiderman», vuelvo a vivir las colas largas para comprar cotufas y vuelvo a vivir las colas largas para pagar el ticket del estacionamiento del San Ignacio.

Mustangs en Irenelandia

Hasta los alcaldes, que ahora parecen fungir de servidores de empresas recogedoras de basura con tarifas que llegan hasta la estratosfera o de voceros de la nueva clase empresarial y su abanico de escándalos y atropellos constantes, también se han entregado a este paraíso frívolo de anarcocapitalismo, esculturas plagiadas de gorilas multicolores y prepagos sintéticas que ahora es Caracas. El alcalde de Chacao –que instaló luces LED en plazas y avenidas, ahora repletas de gente por las noches– se entregó al performance constante que es el nuevo país: cerró su campaña electoral cantando con un micrófono en una plaza, compartió un extraño video donde decenas de influencers y celebridades de la vieja televisión venezolana respaldaban su candidatura y hasta produjo un film –al estilo «Rápido y Furioso»– donde los policías del municipio hacen una operación hollywoodesca para capturar a un ladrón. La policía de Chacao, buscando transformarse en James Bonds del Tercer Mundo, ahora tiene Mustangs.

Las fronteras entre el espectáculo y el comercio se disuelven por completo en Bodegonzuela: gigantesco estudio televisivo para la evolución mutante de Portada’s o de la gala de los premios Pepsi Music.

Tres meses después de las elecciones, mientras Twitterzuela se escandalizaba por un cumpleaños con esmoquin y vestidos de gala celebrado en la cúspide de un tepuy, el país profundo pegó un grito –o el sonido de una balacera– para recordarle a Bodegonzuela su existencia. La tragedia inició en los puertos selváticos de Delta Amacuro, de donde sigilosamente salió una barca. Atrás, como hacen todos los días de seis a diez embarcaciones de migrantes que salen de aquel remoto estado, quedaba un mundo oscuro y húmedo donde intenta sobrevivir el pueblo warao: azotado por una de las tasas más altas de sida a nivel mundial y desprovisto de cualquier atención médica.

Los tripulantes eran migrantes desesperados: parte de aquellas multitudes de desplazados que escapan del hambre, los ríos contaminados por derrames petroleros y los conflictos con mafias en Monagas y narcotraficantes en las costas de Sucre. Entonces, navegando sobre las aguas procelosas del Golfo de Paria, la barca se encontró con la Guardia Costera de Trinidad y Tobago. Siguieron los disparos de los trinitarios, ferozmente indispuestos a sumar más migrantes a la diáspora venezolana que se hincha en la isla.

Una madre resultó herida. Su bebé murió.

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