Opinión

La anti-democracia de Twitterzuela: progres y magazolanos

Como en la arena del coliseo, Twitterzuela es un campo de feroces batallas donde el odio y la intransigencia aniquilan al sentido común: que si eres esto, que si eres lo otro, que eres magazolano, que eres woke, que eres progre y comunista. Sifrizuela salta al terreno: los que van a morir, te saludan

Twitterzuela
Ilustración: Daniel Hernández
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Si hubiese un equivalente virtual al panorama tóxico y radiactivo de las costas de Fukushima y su refinería nuclear derretida –con sus aves con tumores faciales, conejitos que nacen sin orejas e insectos deformados– sería Twitterzuela: esa micro-comunidad de usuarios venezolanos en Twitter, fragmentada pero conectada por puentes usualmente bélicos y hostiles, propensa a los kamikazes informáticos.

Es difícil mantener la cordura allí. Cuando sobrepaso mi tiempo allí, por el placer de empaparme en una lluvia de nuevo conocimiento y piezas periodísticas impecables, termino exportando al mundo real –como si lo descargara en mi cuerpo vía AirDrop– las discusiones en reemplazo de las conversaciones y el estado emocional agresivo. ¿Cómo no hacerlo, si Twitterzuela se ha convertido en un vertedero para los ofendidos, los ardidos, los resentidos, los maliciosos, los mentirosos y los trolls carnívoros?

Hace diez años, las redes sociales prometían el albor de una edad nueva en la que –liberados de la censura y los intereses de los poderes tras medios de comunicación– el hombre se emanciparía por medio de la democratización de la información y las opiniones: el periodista ciudadano, con su teléfono con cámara, como súper hombre del nuevo milenio. Así, de redes sociales arcaicas como Hi5 y Messenger, pasamos a estructuras más sofisticadas como Facebook, Twitter, Whatsapp e Instagram y a la promesa de la Primavera Árabe de derrocar dictadores por medio de la comunicación internauta y la subversión digital del corral mediático que el chavismo construía en Venezuela.

Por esa fuente valiosa de información libre de censura roja, Venezuela –para 2012– se convirtió en el quinto país del mundo con más usuarios en Twitter: con casi 30% de su población siguiendo el cantar del pajarito azul. Pero vendrían los likes de Instagram y las nuevas plataformas de mensajería instantánea a bombardear las bases de Twitter: a nivel mundial, pasó de 517 millones de cuentas en 2012 a apenas 386 millones en abril de 2020 –por debajo de los miles de millones de Facebook, Youtube, Whatsapp, Facebook Messenger, We Chat e Instagram y los cientos de millones de Tiktok, Reddit, Snapchat y otras redes sociales más. De los 20,5 millones de usuarios de internet en Venezuela en 2020, solo 1,3 millones son usuarios activos en Twitter: atrás quedaron los días del 30%.

Arrasada su diversidad, Twitterzuela tomó su carácter actual: un reducto de periodistas y activistas con blue check, jóvenes con personalidad de Daria Morgendoffer desahogando su insatisfacción con una sociedad que consideran pacata u mediocre, humoristas (por profesión o por hobby), social justice warriors, un nutrido grupo de señores y señoras mayores de cincuenta sobresaturados de pánico moral, medios de comunicación y panfletos de desinformación. En resumidas cuentas: veinteañeros de la generación de cristal, cincuentones y sesentones de la otra generación de cristal y un desierto despiadado entre ambos extremos. ¡Boom!

Las tribus de Twitterzuela

El panorama: unos oprimidos por la letra ‘O’ y otros ofendidos por una bandera arcoíris; unos escandalizados porque una desconocida dijo que trabajó “como negra” y otros genuinamente creyendo que George Floyd es un actor porno contratado por la izquierda globalista para fingir su muerte. Y en el medio de esa pantomima ridícula y burlesca, el estruendo de los «traidores» generacionales: los Daniel Di Martino por un lado y las Maruja Tarre por el otro.

Por ello, como en directa oposición al vacío ideológico que dejó en los jóvenes de los noventa el desplome del Muro de Berlín y de la Unión Soviética convertidos en papelillos, Twitterzuela ha dado paso a un neo-tribalismo voraz definido por la identidad y las corrientes políticas: los centristas y verdaderos liberales; los venezolanos woke, que –en perenne obsesión por la justicia social– examinan meticulosamente cada tweet y expresión cultural para encontrar microagresiones y ‘cancelar’, cual turba histérica, a alguna cuenta desafortunada; los chavistas, un universo paralelo de ilusos, bots y monjiles devotos del legado barbárico del boddhisattva Chávez; los chavistas apóstatas, que ahora esconden su pasado en sofisticadas palabras académicas mientras proponen un socialismo rosa; el adecal cafetalero, prendiendo velitas para diputados y gobierno interino; y los trumpistas criollos y los cripto-reaccionarios que desvergonzadamente se autoproclaman liberales y libertarios mientras critican los derechos civiles de minorías y celebran a gobiernos autoritarios de derecha.

Y de esa manera, otros grupos: unos más mainstream, como el Twitter gay, y otros más al margen, como esa tribu adolescente de fascistas, neogomecistas, hispanistas y neoperezjimenistas que reniegan de socialismo y de capitalismo por igual o los trumpistas fieles de las teorías de conspiraciones QAnon que genuinamente creen que la reina de Inglaterra bebe sangre del cerebro de niños traumatizados para mantenerse joven. Y luego, extrañas excepciones sui generis: como los escasos conservadores por convicción en medio de aquella jungla de anti-demócratas voraces.

La progresía

A pesar de sus voces cultas y sus voces creativas, como de aquellos usuarios democráticos o moderados, Twitter ha servido de abono fértil para toda orquídea extremista y bromelia radical, creando incluso una legión de payasos diabólicos adeptos a las falacias argumentativas y las teorías de conspiración que se hacen pasar por intelectuales (¿o debería decir incelectuales)?

¿Cómo no iba a pasar? En Twitter, el anonimato está a la orden del día y la distancia virtual y el desconocimiento personal del rival permiten todo tipo de agresiones verbales e insultos que pocos dirían a la cara, mucho menos por una discrepancia política. Como también Twitter segmenta y corta el intercambio en las discusiones: cámaras de eco donde, como travestismo o velados disfraces de la noche, los usuarios liberan sus peores instintos y arranques viscerales con ímpetus politicidas e insultos sin filtro: se destapa la poceta emocional hobbesiana y se pierde la represion freudiana.

Por ello, y lamentablemente, la discusión tuitera –sumamente polarizada por el auge de los cripto-reaccionarios y las elecciones presidenciales de Estados Unidos, que ahora parece interpretar el rol principal en la obra de nuestro destino– se ha reducido recientemente a dos epítetos políticos: “proge” y “magazuelan”.

El primero es un término despectivo y pueril –usado por derechistas radicales– que busca enmarcar bajo el paraguas de la ideología progresista de Sanders o de las feministas radicales argentinas a todo aquello que no sea conservador o trumpista: ¿Apoyas las luchas feministas contra los femicidios en Latinoamérica? Progre. ¿No simpatizas con Trump o María Corina Machado? Progre. ¿Consideras que existe racismo en Venezuela o en Estados Unidos? Progre. ¿Apoyas la existencia de un sistema de salud pública? Progre. ¿Apoyas el matrimonio igualitario? Progre. ¿Estás en contra de las violaciones de derechos civiles, como el derecho a la vida o la libertad de expresión, por gobiernos de derecha? Progre. Progre. Progre.

Y luego la extensión amorfa del término: porque en la discusión de kindergarten que es Twitterzuela, progre equivale a socialista, a comunista, a chavista y a “tufo marxistoide”.

En el extraño mundo de Twitter, por una asociación difusa, los progres unidos del mundo –como en una suerte de mafia arcoíris– forman «la progresía» internacional que, financiando a Black Lives Matter y al partido «pedófilo» demócrata, busca establecer una agenda globalista que le retire la soberanía a las naciones, le entregue el poder al lobby socialista de Naciones Unidas, destruya la familia con propaganda LGBT e islamice a las sociedades occidentales con refugiados sirios y afganos.

Catastrofismo total, la última moda de las redes sociales: un extremo creyendo que se avecina un imperio fascista de supremacistas blancos y otro creyendo que se avecina una distopía de niños forzados a ser drag queens, pederastia legalizada y granjas de adrenocromo financiadas por George Soros. Red scare but make it progre.

Por ello, me niego rotundamente a tomar en serio a alguien que utilice el término ‘progre’ en sus discusiones políticas: sea Ángel García Banchs a la espera de su guerra civil, Sosa Azpurúa viviendo en la dimensión grecorromana libre de progres (extraña decisión, considerando las costumbres sexuales de aquellos pueblos antiguos) o los comediantes del Doral que usan franelas como pelucas.

Porque progre es un término infantil y vacuo, vacío de significancia ideológica, y con el solo propósito de deslegitimizar al contrincante como una suerte de comunista light, sea porque rechaza una visión conservadora de la sociedad o simplemente porque se opone a los autoritarismos de derecha. Es decir, es un término paragua para cubrir a socialistas, liberales, social justice warriors, socialdemócratas, activistas de derechos humanos, tankies, posmarxistas y progresistas.

En el mundo de quienes realmente encuentran validez en aquella palabra tonta, la derecha ha quedado reducida exclusivamente a su forma populista, conservadora y nacionalista, prescindiendo de sus ramas liberales como también de aquellas orwellianas: el franquismo era de izquierda, dice Emmanuel Rincón del PanamPost, y otros responden que Mitt Romney y Angela Merkel pertenecen al lado zurdo del compás político. Como algunos socialistas osan decir que el chavismo no era socialismo «de verdad», en el otro extremo, otros niegan la existencia de autoritarismos de derecha. Es una perturbadora visión milenarista y mesiánica del mundo donde tan solo existen la “verdadera” derecha conservadora y el comunismo: ¡Trump, Putin, Vox, Orbán o muerte! ¡Venceremos!

Magazuela

Hace unas semanas, el activista de derecha Tony De Viveiros trató de enmarcar la otra palabra común de Twitterzuela –“magazuelan”– como un término tan despectivo y deshumanizador que el “escuálido” de los chavistas (un comentario irónico además, pues en el mismo tweet llama “venezolanos progres” a quienes lo usan). Un empeño, a mi parecer, erróneo: “magazolano” en su entendimiento más simple, por mucho que cause animosidad y enfrentamientos a mil tweets por hora, es un término descriptivo y más exacto que “progre”.

Se compone de MAGA (Make America Great Again) y venezolano, es decir aquellos que con convicción pura simpatizan con el presidente Donald Trump, detestan al gobierno interino y ven en María Corina Machado una salvadora, suelen ser conservadores y usan los emojis de las banderas de Venezuela, EEUU e Israel en sus biografías de Twitter; un resultado directo de las políticas anti-chavistas de su administración tanto como de la americanización de la diáspora venezolana en Estados Unidos.

Twitterzuela
(Scott Olson/Getty Images/AFP)

Entonces, ¿cómo fue que magazolano terminó ganándose tan mala reputación al punto de ofender a personas como De Viveiros? A pesar de su extendida popularidad, la palabra «MAGAzuelan» apareció por primera vez en abril de este año, en paralelo a los ánimos enervados de la pandemia, cuando la comentarista venezolana-americana Germania Rodríguez Poleo lo usó para referirse a una mujer venezolana que exigía su deportación (aunque sea ciudadana americana) por criticar la intolerancia al partido demócrata de parte de venezolanos trumpistas: “mira mocosa insolente Tu y el coñazo de corruptos ni que se escondan donde se escondan… VIVA TRUMP CARAJO Y DIOS MEDIANTE LA DIPORTACION DE TODOS USTEDES PARASITOS DE LA NUEVA GENERACION” (sic).

Germania le aclaró que es americana, refiriéndose a su atacante como una “MAGAzuelan”. Se desató una turba de gorras rojas: “quita eso de ‘SOY VENEZOLANA’ de tu perfil, NO eres ninguna venezolana, ni siquiera porque tus padres nacieron en Venezuela!”, le respondió una usuaria, “aprovecha que estás cerca de @DLaraF y de @Jovel_Alvarez para que aprendas un poco!”.

Por obra y gracia de sus mordidas y ladridos, magazolano se asoció, de esa manera, con un grupo en particular de venezolanos trumpistas –radicalizado, hostil y propenso a los insultos– cuyos discursos y propuestas no son precisamente democráticos: de hecho, reflejan mucho del chavismo. Desde crear listas –a lo Tascón– para inútilmente pedir la deportación de los venezolanos que voten por Biden hasta decidir a base de lealtad política quién es venezolano y quién no: y ni hablar de los escraches virtuales a los venezolanos con Biden, al mejor estilo de La Hojilla. Populismo de derecha, populismo de izquierda, populismo al fin.

No me malentiendan: simpatizar con Trump por sus políticas hacia el chavismo, por preferir impuestos más bajos a los ricos, por la violencia desatada por las protestas de BLM, por considerar muy laxa la posición demócrata con Cuba o por ser pro-vida, me parecen razones completamente válidas. En eso radica la supervivencia de la democracia: en tolerar al rival.

Pero que alguien, por su apoyo a Trump o a cualquier líder carismático, se convierta en una suerte de camisa parda o de tupamaro (¿o debería decir trumpamaro?) mientras se da golpes de pecho en nombre de la democracia y la libertad, es inadmisible: que la cuenta ChacaoToday, con treinta mil seguidores, afirme que “Trump debe deportar de inmediato” a Ricardo y Johanna Hausmann, Diego Scharifker, Maruja Tarre, Ramón Muchacho, Ana Julia Jatar, Germania Rodríguez Poleo y otros venezolanos que apoyan a Biden –al son de cientos de retweets– es una afrenta a la democracia y la civilidad.

Como también es una afrenta que Eduardo Bittar, de Rumbo Libertad, exponga a una familia venezolana-americana que apoya a Biden mientras los acusa de “socialistas culturales” por tener una bandera de ocho estrellas (es que claro, en pleno 2020 es muy fácil conseguir la bandera del 2005 en el mercado) mientras otros venezolanos comentan que son “enchufaos, solo las camionetas los delatan” al son del mismo resentimiento social del que se alimentaba tanto el chavismo en los años de ser rico es malo.

Cultura del escrache: otro twittero –un tal activista por la libertad de expresión, vaya hipocresía– posteando la foto de una familia venezolana-americana (que de hecho, defendió la embajada en Washington de la invasión de Code Pink) para la ira de la turba mientras los cataloga de chavistas con visa.

Cultura del Apartheid: César Miguel Rondón posteando un artículo sobre el culto trumpista a la personalidad y tuiteros respondiendo “creo que es tiempo de que hagas las maletas y salgas de Estados Unidos” o mencionando a Esteban Gerbasi, Nitu Perez y Patricia Poleo (como una denuncia) con un “¿qué hacemos con un personaje como este? Yo lo devolvería pa’ Venezuela”. Cancel culture derechista.

Por medio de estos escraches y listas a lo Tascón incompatibles con la democracia norteamericana (porque más de uno parece creer que EEUU es una Unión Soviética capitalista), se ha desatado una campaña divisiva en redes donde se fomenta el comportamiento gregario (por mucho que dicen odiar al colectivismo), una polarización cimentada en el odio, la pérdida de la validez existencial del rival en los ojos propios y los ataques de las masas digitales a quienes se atrevan de disentir contra Donald Trump e incluso a aquellos quienes aún simpatizan con Guaidó y el gobierno interino: bautizados, por este mismo grupo, como «mudecos» y «Guaidolovers». Una campaña virtual, además de autoritaria e incompatible con la lucha democrática, que propagandísticamente se ha cimentado sobre la desinformación.

La pos-verdad criolla

Ante un establishment mediático demolido, y entregado a las fuentes dudosas de las redes sociales, Venezuela ha asumido la era de la pos-verdad como ningún otro país: un momento donde no existen estándares de verdad objetiva compartida; donde se difuminan los límites entre periodismo, propaganda, hechos, rumores, inventos, suposiciones y opiniones y donde el frenesí delirante de las emociones empuja los métodos de verificación a un lado.

La lluvia de desinformación es masiva y multifacética: surge de tweets maliciosos de opinadores políticos, medios híper-partisanos –como Telesur y Panam Post– que han echado de lado la ética periodística, supuestas revistas online que sirven para calumniar y desinformar con invenciones, rumores descabellados que brotan de cuentas maliciosas o bots y simples y vulgares teorías de conspiración.

Twitterzuela se ha convertido en comunidades clausuradas epistémicamente: cerradas a sí mismas en un círculo de eterna reafirmación informática e ideológica.

Por ello –en un país que se ha creído su autoengaño de ser el estado 51, desesperado, devorado por la incertidumbre y la desesperanza nacional y pandémica y que ve una salvación en Donald Trump– hemos importado pasionalmente un conflicto que no es nuestro por medio del lente de la deformación: Biden es socialista y planea acercarse a Maduro, Black Lives Matter es un movimiento financiado por Maduro, el Comando Sur siempre está en Los Roques, mañana hay una invasión americana, se oyen los sables de un golpe de Estado en proceso en Fuerte Tiuna, el lobby LGBT busca normalizar y legalizar la pederastia y cien mentiras más. Y, por supuesto, las teorías de conspiración americanas que hemos hecho nuestras, desde el cuasi-culto QAnon –tan en boga en muchos venezolanos– hasta la tontería del movimiento MAP: aunque el FBI las considere una posible amenaza de terrorismo doméstico en los EEUU.

¿Pero qué pasa si los hechos contradicen las afirmaciones? Profundamente convencidos, los creyentes buscan entonces una explicación aun más paranoica, lo que se conoce como disonancia cognitiva, se cambian los hechos, con más cuestiones improbables, hasta que la información no se contradiga: si James Story (embajador de EEUU) rechaza la posibilidad de una intervención, Story –dicen los sabios filósofos de Twitter– es un agente de un maligno Deep State inexistente que busca derrocar a Trump. Nuestros diálogos y discusiones se han vuelto un río de basura informática desbordándose, alimentado por la emergencia de salud mental nacional que ha contaminado nuestras redes sociales y medios de comunicación.

La desinformación es un arma: para engañar y manipular a los ciudadanos, para infundir el miedo que augure una victoria electoral mesiánica y para lograr fines políticos por medio de la rabia y el pánico.

No es secreta la proliferación masiva de bots chavistas para posicionar trending topics con números imposibles o la existencia de laboratorios rusos en Europa del Este para bombardear con desinformación a las redes británicas y americanas e influir en resultados electorales favorables para Putin. Y la oposición también peca de ello: desde los bots del youtuber derechista Alberto Franceschi, reportados por El País de España, hasta Leopoldo López.

Queda pensar: ¿cuánto de esta agresividad y esta desinformación son bots? ¿Por qué Twitter es tan radicalmente diferente al mundo real? ¿Qué se está logrando con el auge del extremismo? Solo algo sabemos por seguro: se desborda desde el microcosmos de Twitter, las noticias falsas, los rumores y las teorías de conspiración descabelladas brincan a Facebook y grupos de WhatsApp para esparcirse masivamente en la población: solo en Venezuela se comen el cuento trumpista de que Joe Biden, un centrista, es socialista.

Irónicamente, las democracias de todo el mundo están siendo desmanteladas por la democratización de la opinión, pues las redes sociales y las nuevas tecnologías le han dado poder comunicacional a cualquiera para fomentar una causa, aunque esté basada en mentiras y teorías de conspiración. Abajo se ha venido el filtro de las élites: sean políticas, académicas, periodísticas o económicas, un proceso que el chavismo aceleró y hasta hizo prematuro en nuestro país.

Empujando las dificultades y demandas de la democracia –tolerancia, compromiso, diálogo o consenso– el nuevo populismo se alimenta de ofrecer respuestas simples y divisivas a una población descontenta: el «día después», por los pasos que vamos, será más populismo, pero esta vez en el otro extremo del péndulo ideológico.

¿Qué nos está augurando Twitterzuela, donde se codean tantos supuestos defensores acérrimos de la libertad y la democracia? Una cultura de anti-civilidad. Un nuevo pensamiento único. Una anti-democracia: sin normas de tolerancia, respeto, libertades y moderación. Una oclocracia: gobierno de la muchedumbre, donde rige quien grite más alto y donde el individuo que disiente es pisoteado por la rabia de la turba con su voluntad irracional, viciada y llena de ira.

La desinformación parece pavimentar el camino a una nueva alternativa para la nación, o quizás un rebranding del sistema que nos gobierna desde hace veinte años: deslegitimación, demonización y deshumanización del rival, abolición de la verdad, pensamiento único y coerción de la turba que da su verídico final: porque, si piensas diferente, probablemente –no, seguramente– eres un progre globalista, un pedófilo y un chavista con visa y mereces ser escrachado, humillado y deportado. Esa es su anti-democracia.

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