Opinión

Imágenes del 11 de abril en el multiverso y más allá

¿Y qué hubiera pasado sí...? A que muchos nos hemos hecho esa pregunta desde hace 20 años. Sifrizuela hace el ejercicio de imaginación al estilo Dr. Strange y se ubica dos décadas más tarde en un universo paralelo

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Rodeados por bombillos de navidad multicolores, lámparas en forma de corazón, banderitas de Venezuela, anuncios de neón y lunas y estrellas, las caras de la juventud adulta contemporánea, joven sifrina o cualquier variante de la clase AB baila frenéticamente bajo una tenue luz amarilla. Destellan las carteras Chanel y los zarcillos diamantinos de las mujeres como también los relojes Cartier y Rolex cerca de las mangas blancas arremangadas de los hombres. Es un viernes cualquiera en Andrés Carne de Res, una suerte de restaurante-discoteca estrambótico –originario de Bogotá– que se instaló en Las Mercedes, la zona rosa caraqueña, hace varios años. Pasan botellas de Grey Goose y de ron Santa Teresa entre saxofonistas montados en mesas, sombreros llaneros repartidos entre la multitud, mimos y una mesa donde los comensales portan bandas presidenciales con “feliz cumpleaños” escrito encima. En este distrito caraqueño, sacudido por torres de vidrio y hierro que dan espacio a restaurantes de lujo como Nobu y Osaka, el alza de los precios del petróleo desatado por la invasión rusa a Ucrania se vive.

“La gente quiere rumbear ahora más que nunca. A veces hasta reservan mesa con semanas de antelación”, me dice Gerardo Molina, un estudiante de ingeniería civil que trabaja como mesero en el local los fines de semana: “Hubo fines durante la recesión que casi no venían clientes”.

Caracas parece haber dejado atrás los estragos causados por el colapso del precio del barril de petróleo en 2014, cuando el carnaval estrafalario de gasto público y corrupción –cortesía de la magia de los petrodólares– durante los gobiernos de Manuel Rosales (presidente de Venezuela entre 2006 y 2014) pasó factura: entonces, Venezuela despertó de un sueño de fiebre causado por los precios por barril más altos de la historia para enfrentarse a la reseca de la inflación y la austeridad.

“Esa gente no supo qué hacer con tanto dinero, botaron la casa por la ventana”, afirma Juan Andrés Iragorry, un ejecutivo de la filial venezolana de Mitsubishi que se encuentra en una de las mesas de la sección VIP. Señala discretamente a otra mesa, con hombres gordos usando chemises Lacoste y algunas ‘chicas Polar’: “maracuchimbos”, el apelativo con el que la clase media alta caraqueña despectivamente llama al grupo social al que acusan de haberse beneficiado de la corrupción durante los años de Rosales (cuando, para desmemoria de todos, los venezolanos de todas las clases parecían cantar “tú país está feliz, tú estás feliz, todos estamos felices, completamente felices”).

“Ibas al mercado y no conseguías manzanas verdes”, dice Patricia Sarmiento, una odontóloga de treinta y dos que se encuentra en la fiesta, recordando los fallidos controles portuarios que intentaron imponer una vez que terminó el sueño e inició la recesión: “Ahora ves la gente pidiendo pizza con champagne”.

La economía venezolana se ha recuperado paulatinamente desde que los precios del barril del petróleo, cuyas extensas reservas en Venezuela son explotadas por PDVSA (la gigantesca compañía petrolera estatal pero autónoma que incluso depuso a un presidente), comenzaron a subir de nuevo: situación que ayudó al gobierno de Henrique Capriles, del partido centrista Primero Justicia, a reestructurar la ciclópea deuda venezolana y llevar a cabo un programa de austeridad que consistió en el corte de subsidios, la privatización de los ‘elefantes blancos’ criticados por los detractores de Rosales como caprichos suyos, la reducción de la participación del Estado en ciertas empresas mixtas (por ejemplo la venta de parte de las acciones del Estado en la aerolínea nacional Viasa, llamada coloquialmente ‘la nueva Viasa’, a la holandesa KLM) y una reforma extensa de programas de bienestar social (aunque la tarjeta “Sembremos”, en la que se depositaba parte de los ingresos petroleros para ayudar a familias de bajo recursos, se mantuvo intacta). El alza reciente, a meses de las próximas elecciones presidenciales y en las que Primero Justicia busca su continuidad por medio de la candidatura del exgobernador de Caracas y actual ministro de desarrollo Leopoldo López, parece un regalo de la providencia a la administración de Capriles.

Sin embargo, un fugaz diagnóstico de los personajes que ahora salpican las elecciones presidenciales venezolanas –habituadas a casi indiferenciables candidatos socialdemócratas desde que Hugo Chávez, un polarizante expresidente de izquierda, fuese depuesto en abril del 2002– revela el palpitante descontento de aquellas poblaciones que parecen haberse quedado atrás, como náufragos, en una Venezuela cada vez más incorporada a los mercados globales y en la cual la clase política luce incrementalmente más desconectada de la población.

Más allá de los llamados meritócratas que transitan los pasillos de la Torre PDVSA en Chacao, o los empleados de fábricas de multinacionales que han visto su ingreso crecer o los rostros optimistas de emprendedores o los poster children de la clase profesional-universitaria que Venezuela presume en la ONU y el Banco Mundial, hay otras Venezuela que ahora buscan redención en dos candidatos diametralmente opuestos: por un lado, la de los empleados despedidos de ministerios y empresas públicas rosalistas privatizadas en el gobierno de Capriles y la de corazón chavista en los barrios que ahora se moviliza tras Henri Falcón, candidato del Movimiento VII República –una coalición de izquierda que abarca un abanico de partidos y grupos que van desde el chavismo y el comunismo hasta el progresismo verde y arcoíris. Por otro, la de las iglesias evangélicas rurales y la de la clase media frustrada por los procesos de la globalización que se congrega tras Orden y Libertad, una coalición conservadora liderada por María Corina Machado, senadora por Caracas, previamente aliada de Capriles, cuyo discurso se ha movido a la derecha en los últimos años. La Venezuela de los municipios rurales más olvidados, mientras tanto, se lanza hacia un lado y hacia el otro.

La segunda venida del chavismo

En Caracas no es secreto que un posible retorno del chavismo a Miraflores –esta vez con una coalición cuyo líder profesa pragmatismo y pluralidad, pero cuyos activistas de vestimentas rojas han encendido las llamas del revanchismo– ha causado pavor en el establishment cimentado tras el derrocamiento de Chávez hace veinte años: desde los senadores y congresistas, pasando por los empresarios enfluxados de Fedecámaras, hasta los dueños de medios y los gerentes de PDVSA y sus filiales extranjeras.

“Estoy en la política de la responsabilidad, de la verdad, de las grandes mayorías olvidadas por las cúpulas en el Congreso y en PDVSA”, dice Falcón, vistiendo una chaqueta deportiva roja y rodeado de multitudes celebratorias en un barrio en Las Minas de Baruta, un distrito pobre enclaustrado en el área rica de la ciudad. “Hay que incentivar la ruta electoral, pacífica, para que Venezuela sea de todos de nuevo: porque somos una izquierda pluralista, progresista y bolivariana”, explica: “¿Quiénes no abogan la vía electoral? ¿Quiénes abogan la vía insurreccional? ¿Quiénes son los golpistas que derrocaron a un presidente, lo obligaron a firmar una renuncia para dejarlo escapar con vida de Venezuela? ¡Ellos!”. Entonces, señala las colinas verdes sacudidas por edificios y quintas más allá de los ranchos.

Otros son menos recatados, magnificados por los medios televisivos que buscan alimentar el pánico: aunque a veces, despertando a quienes aun lloran a Chávez, parecen lograr lo contrario. “El país tiene veinte años secuestrado por lo que era la oposición antichavista, la cúpula mediática y golpista. La misma que asedió la embajada cubana, que saqueó las casas de los ministros, que exilió a Chávez y sus allegados y no les permitió retornar más nunca, en ese mes terrible que fue abril del 2002”, dice Norma Pérez, activista del grupo vecinal Catia Adentro y columnista en Aporrea, un medio digital que tiende a darle voz al exilio chavista en América Latina: “¡Qué se radiquen en Miami, que tanto les gusta irse a pasear y gastar el dinero que se ganan aquí! Porque van a berrear los oligarcas, van a berrear cuando friamos sus cabezas en aceite”.

Por ello en Caracas –aunque las boutique de casas de moda europeas estén llenas, aunque el PIB per capita sea el más alto de la América Latina y aunque haya abierto un nuevo centro comercial con montañas rusas en su rooftop– muchos, a escasos días del aniversario veinte del 11 de abril del 2002, tienen los pelos de punta ante una posible revancha violenta del nuevo chavismo: sobre todo después de la explosión de una bomba en el estacionamiento de la Torre PDVSA –aquel gigante platinado que presumió el título de edificio más alto del mundo entre 2007 y 2009– en enero de este año, dejando un saldo de cuatro heridos y un guardia de seguridad muerto. Según mensajes que circularon en redes sociales, el ataque se lo adjudicaron los Tupamaros 2.0 –un grupo paramilitar de extrema izquierda que opera en barrios pobres de la ciudad.

“Tenemos evidencia de que el M7R tiene lazos con los grupos de la disidencia de la FARC y del ELN que incursionan en nuestra frontera y vuelan oleoductos de PDVSA”, afirmó el vicepresidente Julio Borges. Sin embargo, el Movimiento VII República (M7R) condenó los hechos, negó cualquier relación con estos y acusó a “las cúpulas” de haberlo orquestado para deslegitimar al neo-chavismo como un movimiento terrorista.

Los miedos, por supuesto, han resucitado los días paranoicos de Caracas a principios de los dos mil después de que un sector del chavismo tomase las armas y organizara guerrillas urbanas y rurales tras el final de la presidencia de Hugo Chávez: desde una bomba en la sede de El Universal, pasando por el intento de secuestro de la Miss Venezuela del 2002, hasta las amenazas que casi lograron cancelar el concierto de Britney Spears en el Caracas Pop Festival del 2003.

Pero la resurrección de los temores guerrilleros no parece detener el avance del M7R, que se ha posicionado de tercer lugar en las encuestas y podría estar de segundo en las próximas semanas. “Invocar la memoria de Hugo Chávez es un instrumento emocional muy poderoso en ciertas áreas, como los barrios, donde el encanto de Hugo Chávez jamás se diluyó”, dice Guillermo Senior, profesor de ciencias políticas en la Universidad Católica y autor del libro El rápido desplome de la revolución bolivariana: “Su salida forzosa, firmando la carta de renuncia antes de abordar a Cuba, es una cicatriz que sus seguidores nunca han cerrado”.

Sin duda, el lastre de Hugo Chávez –fallecido en su exilio en Cuba a principios del 2013, en pleno proceso de ‘perestroika’ en la isla y unos pocos años después de la apertura del primer McDonald’s en La Habana– ha sido un peso incomodo para la democracia venezolana desde abril del 2002: sobre todo después del estreno del documental irlandés “The Revolution Will Not Be Televised” que disparó su imagen global como un mártir político de la izquierda revolucionaria, verdadero amigo de los pobres, que fue derrocado por los tentáculos sucios de los medios y la oligarquía sustentados por un imperialismo sediento de petrolero; narrativa agudizada por el desastre de la guerra en Iraq.

El nuevo chavismo, un movimiento sísmico de outsiders que ha penetrado desde los márgenes para encantar a vastos sectores del país, parece comprometido con realizar “la patria nueva” de su difunto mesías. Según una lista de propuestas compartida por Nileida Álvarez, una candidata feminista al Congreso por el M7R, los neo-chavistas buscarán una nueva Constitución (repitiendo la hazaña de Chávez en 1999), reestablecer la Asamblea Nacional, renombrar al país como “República Bolivariana y Pluricultural de Venezuela” y expandir las estrellas en la bandera de siete a nueve. “¡Qué va!”, dice el senador Henry Ramos Allup, recientemente depuesto del liderazgo de su partido Acción Democrática, uno de los más numerosos en el Congreso: “Esos chavistas no volverán”.

¿Pura bulla en Caracas?

“¿Tú no ves que el gobierno venezolano cada vez más le baja la cabeza a las ordenes a los burócratas de las Naciones Unidas y del Fondo Monetario Internacional? Iban a explotar coltán en Bolívar, el oro azul, y solo fue necesario un berrinche de Greenpeace y la WWF sobre la selva amazónica para que Capriles se echara pa’trás”, dice el polémico pastor Jairo Vallenilla, de la Iglesia Evangélica Pentecostal Príncipe de la Paz en la urbanización de Santa Mónica: “Son los trucos sucios del globalismo, de Georges Soros, de Bill Gates para envenenar a Venezuela con la ideología de género y el marxismo cultural. Busca sobre el Gran Reseteo, sobre el plan de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas, todo eso está ahí”. Aunque los evangélicos son una minoría en Venezuela, sus redes de iglesias y servicios comunitarios han servido para convertirlos en una fuerza política importante en el país, sobre todo en áreas rurales y a nivel municipal.

Aun así, los evangélicos –aliándose con sectores de la clase media alienados por la globalización y con algunas poblaciones que se perciben como excluidas por los nuevos procesos económicos– se han movilizado tras la senadora María Corina Machado (quien es católica) en una campaña construida sobre la trinidad de “ley y orden”, “valores familiares” y “libertad”.

“Hay quienes la comparan con Bolsonaro”, dice Senior: “Pero es más una Fujimori: un populismo que mezcla sectores empresariales con sectores populares y rurales excluidos, pregonando políticas neoliberales, pero criticando a la élite política como corrupta e ineficiente. Es más bulla mediática que nada, un movimiento al margen”.

Otros concuerdan. Marianella Picón, una curadora del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber y amiga cercana de Machado, me recibe en las salas del museo donde estará expuesto hasta mayo un infinity mirror room de Yayoi Kusama: “María Corina nunca ha sido así. Ella está aprovechando la ola de radicalismo de derecha que hay en redes sociales, y la plataforma que representan los evangélicos, para hacer una campaña paralela a la de Primero Justicia”, dice: “Es bulla. Hace unos años, su campaña utilizaba el signo de la mujer en los logotipos. ¿Se les olvidó a los pastores que la senadora celebró la decisión de la Corte Suprema de aprobar el matrimonio igualitario? Es pandering. No irá al baile con esta gente, gritando de Orbán y globalismo. Yo se lo he dicho”.

En el Congreso circulan rumores de que Machado, cuyo discurso se ha suavizado en las últimas semanas, estaría pensando en retirar su campaña: no solo como una manera de unificar el voto que se opone al neo-chavismo sino por el costo reputacional que ha significado la campaña para su imagen en los círculos de política exterior en el extranjero, donde Machado está bien conectada. El discurso enfocado en las guerras culturales parece cada vez más desconectado, más insignificante, a medida que el neo-chavismo galopa hacia Miraflores. El país, veinte años después, se ha lanzado a discutir sobre Hugo Chávez una vez más.

“Si lo hubiesen dejado hacer su trabajo quién sabe donde estaríamos”, dice Neimar Rodríguez, estudiante de sociología en la Universidad Central de Venezuela: “Quizás no tendríamos la pobreza que tenemos ahora, ni un sistema de salud tan deficiente. Seríamos un milagro socialista, como Portugal o Suecia, pero en el Caribe”.

Otros no comparten la visión de Neimar. “Seríamos una dictadura estalinista, donde habría que hacer cola por horas para conseguir una canilla regulada”, dice Verónica Ferreira, del think thank libertario Instituto Rangel: “No podríamos salir del país sin permiso, te cortarían la luz, no habría propiedad ni educación privada ni centros comerciales. Ni podrías ser dueño de un carro, como pasó en Cuba. Tus hijos no serían tuyos. Serían del Estado, adoctrinados. Serían hijos de Chávez”.

Pero Venezuela no es la misma del 2002. “No tengo opinión de Chávez, se muy poco de él”, dice Fai Chen, dueña de un pequeño abasto en Los Chaguaramos. Chen, nacionalizada pero originaria de Shaoguan en el sur de China, es una de las decenas de miles de inmigrantes –principalmente de Colombia pero también de India, Filipinas, China y el sur y este de Europa– que arribaron a Venezuela durante el boom de los dos mil. Y aun llegan algunos: este año las aulas venezolanas recibirán niños llamados Aleksandr, Vladymir, Olga y Nadiya, parte de las familias refugiadas que Venezuela ha acogido desde la invasión rusa a Ucrania.

Al salir del Museo, donde llegan autobuses escolares amarillos repletos de niños con sus profesoras para ver obras de Picasso y Monet, camino hacia el Hotel Hilton que se encuentra del otro lado de la calle. Es lunes, 11 de abril del 2022, y Carlos Ortega –exlíder de la Confederación de Trabajadores de Venezuela y miembro de la junta cívico-militar que gobernó tras la caída de Chávez– planea dar una rueda de prensa para conmemorar los veinte años del “vacío de poder” (como el establishment venezolano ha bautizado el desplome del gobierno de Chávez, contrario al término “golpe del Estado” preferido por los detractores de la izquierda).

Entonces, suena el teléfono. Es mi editor: “Más de una decena de soldados muertos, y quizás civiles, en Los Próceres”, me dice con voz ajetreada: “Explotó una bomba en el desfile del Vacío de Poder”.

Esta nota fue originalmente publicada bajo el título “Venezuela vive un boom económico. Sus elecciones solo muestran descontento” en un universo paralelo.

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