Ciudad

Vigilantes privados: del miedo al sálvese quien pueda

Los guachimanes residenciales se convierten en mirones de palo cuando los colmillos del lobo se muestran. El miedo los confina a cuatro paredes y un teléfono. Su labor protectora se desdibuja a medida que las cifras del hampa se disparan a la velocidad de sus balas. De brazos cruzados cuidan, eso dicen, hasta que una pistola nuble su visión

Fotografía: Andrea Tosta
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No importan las rejas de casi dos metros de alto que tapan la entrada principal a la calle Sucre de Prados del Este, ni los filos de metal en las que terminan. Tampoco los nueve pares de ojos mecánicos que brindan una visión periférica de las quintas que deben custodiar. Son inútiles los brazos mecánicos que se activan con un botón desde la caseta de vigilancia. Pero más irrelevantes son los datos que recoge un vigilante cuando extraños ingresan a aquellas calles caraqueñas. Orlando Moreno tiene miedo. Tener la potestad de decidir quién entra y transita por aquel asfalto, no se lo quita. Nada lo hace.

De sus 33 años, lleva uno y medio en el negocio de la seguridad y cerca de seis meses salvaguardando la integridad física de quienes viven en el entramado de calles que custodia. Moreno no tiene más que su intuición para determinar quién cometerá fechorías en esos predios. La sospecha como modo de vida. Hasta ahora, no ha tenido inconvenientes con antisociales. “Gracias a Dios”. Pero convertirse en una víctima más del hampa le quita el sueño mientras hace sus guardias. Dentro de la garita, el pavor pesa más que el cansancio. “Por más que esta zona sea tranquila, cuando uno ve que están rondado motos, uno se asusta. Hoy la puedes librar, pero mañana capaz no”, dice el vigilante en Prados del Este. El botón de alarma que avisa en la zona sobre un percance no le hace sentir más seguro. “Si aquí llega alguien a robar echando tiros no me queda otra que cerrar las puertas, encerrarme con llave y llamar a la policía. ¿Qué voy a hacer?”, dice, de brazos cruzados.

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Sin experiencia en el área, Moreno se embarcó en la aventura de la seguridad en el país más violento de Latinoamérica cuando envió su postulación. Se rehúsa a ser un punto porcentual, víctima de circunstancias irregulares, como la ocurrida en diciembre de 2013, cuando un asalto en el Centro Comercial Unicentro El Marqués, en la avenida Francisco de Miranda, dejó dos vigilantes muertos. Como él, son muchas las manos atadas de estos trabajadores que, aunque cobran por vigilar, no tienen las herramientas para proteger a nadie. “Aquí uno no tiene ni taser —arma de electrochoque—, ni pistola, ni rolo, ni un corta uñas”, dice Máximo Martínez desde la Avenida Este 3 de Los Naranjos. “Mi único instrumento es la planilla de control de acceso”, confiesa. En ella anota los datos de quien entra y sale. Su intimidante es apenas un bolígrafo.

No portar un “hierro”, paradójicamete, les hace sentir menos expuestos, aunque estén desnudos para defender hasta su propia vida de otros más furiosos. “Cuando nosotros estábamos armados, se veía mucho más robos, incluso asesinatos. Ahora, uno corre menos riesgos sin pistola que con una”, dice Andrés Batista, vigilante de 66 años de la calle Del Guayabal, en La Tahona. La buena fe al de los cielos le basta y sobra en su turno de 24 horas. “Tienes que salir con la mejor disposición de tu casa, aunque no sepas si regresas”, comenta desde las cuatro paredes que se convierten en su hogar cada 48 horas.

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A diferencia de la creencia popular, abundan los vigilantes con cursos y formación policial y militar —aunque, en tiempos de escasez, la disposición es lo que cuenta. Batista prestó dos años de servicio militar y acumula casi la mitad de sus años vividos guardando las espaldas de terceros. Incluso, llegó a ser escolta del fallecido expresidente Carlos Andrés Pérez por siete años. Si algo le han enseñado sus años de experiencia es que su vida va primero. “Yo estoy contratado para vigilar lo que pasa de esta caseta para atrás. Lo que pase antes no me compete. El otro día vi cómo intentaron meterse en el edificio de adelante y llamé a la policía. Era lo único que podía hacer”, cuenta ya cansado.

En contraposición con las residencias de zonas “acomodadas”, vigilar tiendas, locales y centros comerciales se centra, en la mayoría de los casos, a estar atento a carteristas. Si arriesgarse por otro es prácticamente impensable, hacerlo por una compra no tiene cabida. En el centro comercial Paseo El Hatillo, Paúl Farfan manifiesta que, en comparación con sus últimos lugares de trabajo, aquel es “relajado”. “Acá tienes que estar pendiente de que no te roben los celulares o las bolsas ni que entren vendedores ni gente a pedir real. Hace unos meses, me tocó vigilar en el hospital Pérez Carreño y ahí sí era feo por los muertos y heridos. Yo les daba permiso para entrar en la sala de emergencias”, relata quien asume puestos de trabajo donde la compañía que los agrupa lo asigne.

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Farfán cumple su misión y se apresta a vigilar, hasta donde pueda, donde lo asignen sus jefes. “En las residencias es más peligroso y más cansón”, rememora desde el piso 2 del centro comercial del este caraqueño donde, entre 10 de la mañana por 13 horas seguidas, se asume guardián de una parte del establecimiento. Tiene el privilegio de dormir en su cama. En este oficio no es poca cosa. Lo sabe Alexander Rivas, quien al filo de la medianoche “le permiten echarse su sueñito, pero rápido, para descansar el cuerpo y luego seguir”. Atento a lo que ocurra en la calle Altagracia de Sorokaima. Luego de haber estado en el servicio militar por dos años y vigilando 16 más, su ahora le parece aburrido. Los tres meses que lleva cuidando aquel rincón de La Trinidad por 13.200 bolívares no se comparan con los seis años que trabajó en Valles del Tuy en la misma área. El recorrido constante de la policía municipal complica la labor de los amigos de lo ajeno, pero facilita el suyo. Por eso no ha tenido inconvenientes con malandros en sus turnos de 24 horas corridas, con 48 de descanso. “Si hay una situación irregular, uno llama a la policía de Baruta. No vas a arriesgarte por tomar cartas en un asunto que no es tuyo”, alega. Preservar lo ajeno se complica cuando la brecha entre los estratos sociales de los custodios y los custodiados se ensancha.

“Antes el hampa era más sensata. Te podían amarrar si iban a robar en un lugar, te dejaban con vida. Ahora, no”, explica Oscar Mendoza que, a sus 55 años, le toca suplir la vigilancia del Farmatodo ubicado en pueblo El Hatillo por 24 horas. Entre 11 y 12 de la noche puede descansar en una silla, el resto de su guardia lo hace de pie, a diferencia de su trabajo anterior, en el que andaba en dos ruedas haciendo carreras. La edad y la necesidad lo obligaron a desempañarse en una labor sin tanto trajín, aunque más riesgosa, en la que alcanza un sueldo de 15 mil bolívares, bonos incluidos. “Uno acá está a la deriva porque puede entrar cualquier persona, las puertas tienen que estar abiertas siempre. Ya yo desconfío hasta de los policías, pero qué vamos a hacer”, dice con ojos vidriosos, con su única defensa en el bolsillo del pantalón: un celular sin saldo.

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