Sociedad

Transexuales, la normalidad laboral como logro

La normalidad, a veces, lo es todo. Ser transexual implica vivir en constante lucha, sobre todo si el país de residencia es Venezuela. Crisis política, social, económica, legal, eso sin contar las batallas personales que también se deben librar. Cuatro historias rompen prejuicios, protagonizadas por quienes han encontrado también algo de su identidad a través de sus profesiones u oficios. La comunidad LGBTI avanza como puede, sin perder impulso, sin parar, sin lentejuelas, sin clichés

PORTADA: VALERIA PEDICINI | FOTOS EN EL TEXTO: VALERIA PEDICINI, ALEJANDRO CREMADES
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Ahora Sara Corona sí sonríe

Sara Corona agarra un pequeño tubo lleno de sangre y lo acerca a una máquina especializada para hacerle un estudio hematológico a un paciente. Frente a ella permanecen cinco muestras más que deben ser evaluadas. Espera con serenidad los resultados que arroja el análisis para anotarlos en una hoja, así con cada uno hasta finalizar. Lo hace con la facilidad y soltura de quien tiene mucho tiempo dedicándose a lo mismo, como es su caso. Su profesión y su pasión.

En el lado izquierdo de su bata blanca lleva las iniciales de los tres laboratorios clínicos que ha levantado en diferentes lugares de Caracas a lo largo de los años, uno de ellos inaugurado hace pocos días en una clínica privada. Ella misma los dirige. En una de las paredes del lugar cuelga su título de licenciada en Bioanálisis de la Facultad de Medicina de la Universidad Central de Venezuela (UCV). Pero el nombre que ahí aparece ya no la identifica.

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Sara Corona es una mujer transexual. Hace 52 años nació siendo Julio. Así permaneció gran parte de su vida, nunca sintió la inquietud de no estar cómoda con el género con el que vino al mundo, mientras sus padres la pusieron en cuanta actividad deportiva se les ocurriese. Estuvo en béisbol, tenis, voleibol, hasta pasar por el surf y fue baterista en una banda de rock. A los 27 años se casó con la mujer que por muchos años también fue su mejor amiga y luego vinieron sus dos hijas, Diana y Patricia.

En lo profesional, estudió lo que quiso. En la casa que vence la sombra obtuvo su primer título universitario, con el que hizo pasantías en diferentes clínicas caraqueñas y llegó a ser directora del laboratorio Pasteur. Su deseo de comenzar con su propio negocio empezó con un pequeño servicio médico gracias a una obra social de las damas salesianas en San Martín. Aunque no tenían los equipos, su jefe del laboratorio privado en el que trabaja le dio la oportunidad de analizar las muestras por un porcentaje de las ganancias. De ahí fue guardando el dinero e iba comprando equipos, máquinas, microscopios. En un año ya tenía el laboratorio completo, con todo lo necesario. Hace cinco o seis años llegó con un nuevo laboratorio a una clínica en Boleíta.

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Luego estudió Derecho en la Universidad Santa María. Obtuvo la certificación de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador para dar clases e hizo una especialización de empresas de salud que dicta la Universidad Alejandro de Humboldt. Más tarde, tocó las puertas de la Organización Nacional de Salvamento y Seguridad Marítima de los espacios Acuáticos de Venezuela (Onsa) y su preparación en atención prehospitalaria le dio entrada a la institución. Llegó a oficial de primera y renunció de la noche a la mañana.

Ser varón no le hizo ruido hasta que un perfil hormonal que se hizo ella misma para probar un equipo nuevo que le había llegado al laboratorio le revolvió la vida. Sus valores salieron invertidos: baja testosterona y alto estrógeno. Lo primero que pensó fue que el equipo estaba dañado, un problema de calibración. Lo envía a una amiga, da lo mismo. Lo manda a una clínica grande, da igual. “Aquí está pasando algo”, pensó.

Un colega la examinó y le explicó que estaba produciendo estradiol, hormona femenina. Y le soltó las palabras que cambiarían todo: “Podemos pensar que tú eres una persona intersexual o transexual”. Le sonó a lenguaje extraterrestre, no lo entendía. “Yo venía del enemigo, me consideraba una personal ‘normal’. Que me dijeran que era trans me sonaba a equivocación. No me hallaba en esa definición porque no lo sentía”. No supo qué hacer y quedó mucho tiempo en pausa.

Por Internet consiguió una organización y fue a consulta. “Yo vengo a que tú me digas qué soy”, le dijo a la persona que la atendió. En las sesiones comenzó a echar hacia atrás la película de su vida y descubrió capítulos que había enterrado, entre esos cuando de pequeña le pregunta a sus padres por qué no era una niña. De ahí surgieron las actividades de “niño” que sus progenitores le hicieron hacer. “Toda mi vida estaba planificada para que yo viviera en una constante actividad”. Muchas cosas empezaron a tener sentido.

Transcita7Aceptar lo que era significaba el fin de su vida tal como la conocía. Tendría que decir adiós a su matrimonio, a sus hijas, a su trabajo. Ella, que lo tenía todo, lo perdería. Entonces comenzó a odiarse, a sentirse castigada, a pensar en miedos, en rechazos, en exclusiones, en la espalda que le daría su familia.

Aceptarse le tomó ocho años. Y ella, que pensaba que lo perdería todo, no perdió nada al asumirse como Sara. Marianela, su esposa con quien ya cumplió 24 años de casada y a quien sigue legalmente unida, la apoyó desde el inicio. “Yo quiero estar contigo en tu cambio. No importa lo que pase, yo te voy a apoyar”, cuenta Marianela que le dijo en ese momento a quien era su esposo. Ya no son pareja, pero es su socia, su compañía, su complemento.

El segundo paso difícil fue contarles a sus hijas, pero ellas ya presentían que algo ocurría. “Decides no pensar en eso hasta que te lo dicen directamente. Sí fue un poco complicado de digerir”, dice Patricia. Y Diana agrega: “Sabía que pasaba algo, por los nervios, la tensión. Pero sentí un extraño alivio cuando nos contó”. Ahora ellas la aceptan, y hasta la protegen. “Sigue siendo mi papá. La perspectiva de todos cambió, se abrió un mundo de verdad”.

Sara no tuvo que esconderse para ejercer lo que estudió por años. En las conversaciones con la junta directiva para abrir el tercero de sus laboratorios, Marianela planteó la situación. “Mi socia es trans, se los digo desde ya porque si no quieren aceptarlo o les parece incómodo, no hay trato”. No hubo ningún inconveniente y su equipo de trabajo se trata como una familia. “El concepto que traía era que yo me tenía que mudar a no sé dónde a tener que trabajar de yo no sé qué. Y yo no he perdido ni mi carrera, ni mi actividad voluntaria. El hecho de que pueda seguir trabajando en lo que yo estudié, que no tenga que hacerlo a escondidas, en la clínica donde tengo mi negocio, es increíble”.

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Tras renunciar a Onsa por miedo al rechazo, el secretario general la llamó y le pidió una explicación. “Yo entiendo que en una organización como esta donde hay mucho machismo, no me van a aceptar. Yo estoy a punto de ascender a capitán, comandante del grupo de La Guaira, ¿cómo me van a respetar?”, le dijo Sara. La respuesta fue sencilla: “Tú tienes más experiencia que mucha gente, tienes el respeto. Que seas hombre o mujer no importa”. Su equipo la aceptó, la apoyó, solo le pidieron tiempo para comenzar a llamarla por su nuevo nombre. A los dos meses, le exigieron que le quitara los bolsillos a su uniforme porque de esa manera lo vestían los hombres de la organización. Ahora desempeña el cargo de Comandante Nacional del Cuerpo de Apoyo y Salvamento Marítimo (CASMAR) y es secretaria general de Onsa, es la imagen de la organización ante las autoridades. “Yo esperaba rechazo y encontré todo lo contrario, te sorprende porque no te preparas para que te acepten tanto”, expresa.

“Si yo tengo que aceptar lo que soy, tengo que cambiar de nombre”, le dijo a Marianela, aún siendo Julio. Y fue ella quien, a petición, la bautizó con su nueva identidad. “Cuando naces no tienes la oportunidad de escoger, me parece ilógico que sea yo quien escoja mi nombre”. Sara nació en el año 2008. Después del proceso de aceptación, tuvo que pasar la etapa de “vivir la experiencia de vida” como mujer. Se deshizo de su ropa, de sus zapatos, de sus objetos de Julio para adquirir ropa femenina, maquillaje, accesorios.

Marianela y sus hijas son sus principales críticas y ayudantes en el proceso. En 2017 comenzó sus inyecciones de hormonas para subir los niveles de estrógeno, que debe administrar a su cuerpo cada tres semanas por el resto de su vida. Físicamente está en la etapa andrógina, tener rasgos corporales de ambos sexos, donde todavía no está definido el género y no es raro que le suelten un “hermano, señor o chico” en la calle. “Todos estos años fueron de trabajar la aceptación. Hablar con la familia, los amigos, la gente del trabajo. Hacer el cambio interno y lograr que tu mundo vaya con el cambio”. Decidir si se opera o no, ahora depende del bolsillo. La cuestión no es sí o no, es el cuándo.SaraCorona-20

Los cambios que Sebastián Abreu quiere generar

El bullicio que desprende la ciudad en pleno centro de Caracas se mezcla con el inconfundible sonido de la salsa que resuena desde lo alto de una barbería. “No tengas miedo y dime de una vez lo que te pasa”, canta Antonio Cartagena mientras que en la avenida Baralt unos bachilleres desenfrenados tocan corneta para festejar el fin de la etapa del colegio. En uno de los cuatro puestos del lugar está Sebastián Abreu, concentrado cortándole el pelo a un niño que seguramente no pasa de los 10 años. Acerca con cuidado la máquina de afeitar a los bordes de la oreja del pequeño y le quita el resto con una brocha. “Pueden parecer banales, mis instintos naturales”. Ahora la salsa que suena es otra.

Sebastián tiene cuatro meses trabajando en ese sitio como barbero, el oficio que llegó a él, o al contrario, de casualidad. Un 31 de diciembre de hace tres años, unos primos le propusieron que los rasurara, a falta de dinero para pagar por una afeitada. Sin haber tocado nunca una máquina de esas, aceptó. El desconocimiento lo resolvió con unos tutoriales de Youtube. “No quedó tan mal para ser la primera vez. Pensé que era algo que podía generarme ingresos a futuro y que debía aprender a hacerlo con más calidad”, cuenta el joven. Al mes siguiente ya se había comprado su propia máquina y practicaba con sus primos. Empezó a hacerlo a domicilio, repartiendo el tiempo con sus clases de Psicología en la UCV.

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La barbería le cayó como anillo al dedo. No tenía contemplado dedicarse al mundo de lo estético, pero necesitaba un trabajo y no había podido encontrar uno donde se pudiera sentir a gusto siendo quien realmente es: un hombre trans. Otro nombre, el femenino, quedó atrás, ya no lo dice, ya no lo repite.

Su adaptación ha sido menos compleja desde que su proceso de transición a hombre ha ido avanzando. Sebastián no lo define por tiempos, porque es algo más cualitativo que cuantitativo. Cuenta que lo supo desde pequeño, aunque no lo tuviese de manera tan consciente o no le diera el término apropiado. “No sabía exactamente qué me pasaba. Mis conductas eran distintas y me sentía diferente al resto de niños y niñas”. A eso de los 20 años tomó la decisión de iniciar su transformación, decirlo a sus conocidos, asistir a terapias psicológicas, comenzar con las hormonas.

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“Tomar las riendas de la situación y la motivación necesaria era bastante complicado. No solo te enfrentas a la sociedad, sino también a tu familia”, cuenta. Su madre y sus hermanos siempre lo apoyaron, fueron abiertos con el tema. Pero no fue tan fácil con el resto de su familia, quienes estuvieron a la defensiva. “Llegaron a correrme de mi casa, me discriminaban, decían pronombres femeninos para hacerme sentir mal”.

En la calle tampoco era más fácil. Mientras fue bartender y mesero, que todavía lucía biológicamente como mujer, la encargada del sitio se acercó un día a decirle que a la gerente “le gustaría que te maquillaras más y te vieras como una chica”. Sebastián no asistió más. “No me iba a echar para atrás por un trabajo. La libertad vale más que eso”. Cuando inició su transición, “que no era ni un género ni otro”, conseguir un empleo estable seguía siendo un dolor de cabeza. Fue rechazado en algunas entrevistas de trabajo.

Las malas experiencias trajeron sus consecuencias: sentir miedo y ansiedad por tener que someterse a esos procesos laborales. Se aisló y prefirió ponerse a reparar teléfonos y computadoras para poder escabullirse del suplicio. Pero el no tener ingresos fijos le golpeaba el bolsillo. También vendió helados en la calle, fue colector en las camioneticas, revendía objetos.

Por un tiempo, Sebastián vivía del rebusque, de su beca universitaria ucevista. Así que se fue por trabajar en un call center, donde podía hablar con los clientes por llamada telefónica. Aunque sus jefes le pidieron que dijera su nombre al atender las llamadas, él se negó. “Nunca lo hice, decía mi apellido. Siempre fui muy rebelde en eso”. Pero él quería un trabajo estable.

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Primero llegó la oportunidad de formar parte de una organización que trabaja en proyectos para la comunidad LGBTI, gracias a una activista. Poco a poco se fue involucrando hasta que surgió una beca-trabajo de manejo de redes sociales para personas trans. No lo pensó dos veces, pero no fue suficiente. El bolsillo sí necesita doble entrada en Venezuela, y Sebastián recordó sus habilidades para la barbería.

Así llegó al sitio donde suena salsa todo el día y la ciudad vocifera a pocos metros de sus pies. Abandonó la carrera en el octavo semestre porque trabajar en un sitio fijo no le coincidía con el horario de la universidad. Necesitaba la plata, las ganancias que tendría al ser más recurrente en los cortes de pelo. Más tiempo, más dinero. Desde entonces, hace malabares con los tiempos para abarcarlo todo. Si puede, al salir del local, también atiende clientes a domicilio, incluso de madrugada.

En la organización lo aceptan sin problemas. Y en la barbería no necesita hablar de su identidad. Un día fue, hizo una prueba, quedó y solo le pidieron un número de cuenta para transferirle su porcentaje de las ganancias del día. Ni solicitaron datos, cédulas, ningún documento de identificación que pudiera dar a conocer su nombre legal. Solo algunos de sus compañeros saben de su transexualidad. Se los confesó en su más reciente cumpleaños mientras se tomaban unas cervezas para festejar.

Cuenta que el trato sigue siendo el mismo, pero no tiene contemplado decirle al resto ni a sus jefes “por cosas que he escuchado o actitudes que he visto. Ahí puedo mantener mi intimidad. No porque me quiera esconder, sino por seguridad”.

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Ser barbero le gusta porque genera cambios en las personas a nivel estético, lo que contribuye a que se sientan mejor, tengan otra actitud, se liberen. “Es un ritual, me gusta tomarlo tan en serio como sea posible porque creo que la imagen es algo súper valioso, es la carta de presentación de la persona”. Además, afirma que le permite explorar su creatividad a través de los cortes según la personalidad que intuye que tiene cada cliente con cómo se visten o saber a qué se dedican. La conversación previa es fundamental. “No es un corte de cabello al azar, tiene su procedimiento”.

Sebastián considera que el proceso de transición al género masculino es un cambio que se vive por el resto de la vida. Está consciente que implica muchos pasos: aceptación, asesoramiento psicológico, consultas con psiquiatría y endocrinología. Y aunque hace algún tiempo inició su inyección de hormonas, tuvo que parar. “No están llegando las hormonas como tiene que ser. Las que se consiguen son en el mercado negro y el costo es elevado”. Tampoco se ha realizado cirugías, pero sí tiene pensado operarse, llegado el momento. Le gustaría lucir más masculino, destacar otros rasgos de su apariencia.

Para él hay otros elementos que también importan en su transición: aquellos que tienen que ver con la actitud, el crecimiento como persona, el vivir siendo un hombre. “Eso no se detiene. Quiero muchos cambios, eso no se da de la noche a la mañana. Depende mucho de mí, del empeño. Voy poco a poco”. Mientras tanto, avanza en reeducar y sensibilizar, incluso a sus familiares. “Me ha dado buenos resultados. Me siento querido, valorado. Si la mayoría y los más cercanos me aceptan, eso es lo que realmente importa”.

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Las enseñanzas de Julián Parra

Julián Parra está sentado en un banco, bajo un gran árbol, mientras la luz del atardecer le ilumina el rostro. El jardín del Colegio Universitario de Caracas, en el este de la ciudad, rebosa de estudiantes. Todos lo saludan cuando lo ven. Se acercan, le estrechan la mano, le dan un beso en la mejilla, se alegran de encontrárselo. Lo tratan como un igual, como otro colegial; físicamente no hay tantas diferencias. Aunque sí las hay: él es el profesor.

El 7 de diciembre de 1991, Julián Parra emergió a la vida en el hospital Materno Infantil de Caricuao, en Caracas. Cuando salió de las entrañas de su madre, no tenía testículos externos pero sí internos ni una morfologia habitual de un miembro masculino. En otras palabras, Julián vino al mundo siendo intersexual: “Cuando una persona nace con características sexuales diferentes a lo que de forma convencional se considera masculino o femenino”, según define Amnistía Internacional. Y lanza algunas cifras: calculan que 1,7% de los bebés que nacen cada año presentan ciertas variaciones de las características sexuales.

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El médico que atendió el parto sugirió adaptar el cuerpo del bebé a la corporalidad genital femenina. Sus padres aceptaron. Así que presentaron y registraron al bebé como Indra Eleonor. Durante su niñez, hasta al menos los 10 años, Julián entró a quirófano para que le crearan una vagina funcional y tuvo que tomar medicamentos para hacer florecer un cuerpo femenino. “Imagínate a un niño de cuatro, cinco, seis años pasando por cirugías anuales donde te estuvieran metiendo un aparato de metal para poderte crear el canal vaginal porque al cuerpo hay que adecuarlo. ¿Pero para qué?”. Un día su padre decidió parar, aunque los doctores insistían. El daño ya estaba hecho.

Julián creció como Indra, con un cuerpo andrógino que a él mismo le costaba aceptar y entender. Le crecía barba, tenía mamas, sus caderas comenzaron a pronunciarse y eso que los doctores consideraban un clítoris, poco a poco fue creciendo y adquiriendo su tamaño. “Pensaba mucho en esa etapa del primer beso o lo que escuchaba de mis compañeros y yo no podía tomar ninguna de esas historias y hacerlas mías porque no sabía qué era, niña o niño”. Le gustaban las hembras, prefería los juguetes de varón, pero sus padres le compraban faldas y la llamaban “ella”.

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Su condición intersexual afectó sus experiencias amorosas. Dos de las mujeres con las que se relacionó las conoció a través de Internet, por el temor a explicarles quién era él. Su primero encuentro sexual fue con la ropa puesta, la inseguridad se impuso.

Julián se concentró en otras cosas. Se graduó de docente en Historia en la Universidad Pedagógica Experimental Libertador y como licenciado en Geografía en la Universidad Central de Venezuela (UCV) entre los 20 y 21 años. En el primer acto llevó vestido, para complacer a sus padres. “Yo decidí no tener fotos de mi graduación. No quería ese reflejo que tenía en ese momento”. Para el segundo acto ya llevaba pantalón.

El miedo después fue por dar clases. Vio un anuncio en los clasificados del diario Últimas Noticias que un instituto buscaba profesor y se lanzó a la entrevista. Su primer trabajo como docente lo obtuvo en un liceo en Coche, donde impartió diferentes materias a los salones de séptimo, octavo y noveno grado. El primer día de clases, la directora lo presentó como “profesora”. “Había un silencio culposo. De ‘¿es un hombre o una mujer’”. Para la época continuaba con su apariencia andrógina y los representantes se quejaban con las autoridades. Los cuchicheos crecieron cuando en julio se despidió como ella y volvió en septiembre siendo un poco más él. “Yo estaba predispuesto a que me iban a tratar como ella. Una alumna estaba utilizando un celular, le pido que deje de usarlo y me dice: ‘Ya voy a guardarlo, profesor’. Para mí, que ella haya dicho eso, fue un alivio. Estaban reconociendolo sin necesidad de que yo tener que echar el cuento de lo que estaba pasando”, expresa Julián.

Otros episodios lo marcaron aún más, como cuando camio a su casa un vehículo le cortó el paso y tres hombres lo secuestraron. “Empezaron con el amedrentamiento, las ofensas, me rompieron mi ropita, trataban de meterme un pene en la boca y quisieron violarme”, recuerda el joven. “Te vamos a dar una cogida”, le decían. Cuando le bajaron los pantalones, no hubo nada que ver. “Esperaban encontrarse a un hombre trans, una genitalidad femenina, una vagina. Porque eso era lo que había corrido de lo que era Julián Parra”. Lo golpearon y lo abandonaron desnudo en la carretera. El día en que otros hombres llegaron a su casa buscándolo para matarlo, asegurando que no permitirían que alguien como él le diera clases a sus hijos, renunció.

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Primero lo intentó en un colegio en Bello Monte. Fue con su sintesis curricular que decía Julián Parra y sus documentos legales como Indra. Aunque se suponía que al día siguiente empezaría clases, el director lo paró en seco.

Luego llegó al Colegio Universitario de Caracas con su hoja de vida y la fotocopia de su cédula de identidad. Tras minutos de tensión, la coordinadora que lo atendió le dio la más calurosa de las bienvenidas. “Párate ahí y dame un abrazo. Voy a hacer lo imposible para que salga Julián Parra en tu carnet, en la cartelera”, le dijo la mujer hace dos años. Ella misma le dio una carpeta amarilla con su nombre y se encargó de dejarlo grabado donde pudiera, hasta en los marcadores de pizarra. “Así esté desgastado, yo lo llevo conmigo”, suelta.

Al año comenzó en la Universidad Alejandro de Humboldt, sitio en el que no tuvo que explicar ni una sola palabra sobre su transexualidad e intersexualidad. Lo aceptaron sin preguntas. Es así como el joven profesor divide su tiempo entre clases a los estudiantes de Turismo e Ingeniería. “La seguridad en el trabajo es importante, que te sientas feliz e identificado. Quien te va a llevar a que tu desplazcas laboralmente, es qué tan bien o mal te sientas, no importa si eres gay, trans o lesbiana”.

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En 2016, Julián se quitó los senos que le habían crecido y se operó para tener sus testículos. No es es suficiente “Yo no me hormonizo desde que Chávez murió, no las consigo” y no tiene la posibilidad para para pagar las que se consiguen en el mercado negro en dólares. Su condición intersex también le trajo otras complicaciones: Julián sufre de la enfermedad de Steinert, una distrofia muscular degenerativa que lo ha llevado a perder masa muscular y peso, más de 50 kilos. Su abogado introdujo su situación de salud actual y los casos de violencia a los que lo sometieron a través de la Corte Interamericana de Derechos Humanos para hacer presión ante el Estado para conseguir una medida cautelar con la finalidad de conseguir los medicamentos, las hormonas y que se le realicen el trato adecuado con el protocolo trans-intersex.

Aunque él tiene otra piedrita en el zapato: su nombre. Su intersexualidad le impide una identidad legal, está en el limbo. “Yo prefería no tener cuenta bancaria, ahorraba como los viejitos”. Sacarse una nueva cédula de identidad o el pasaporte es una tortura. Desde enero de 2018 tiene en sus manos una constancia del Consejo Nacional Electoral que indica que hizo al solicitud del cambio de nombre. Ha sido de los pocos en llegar hasta ahí. Va cada cierto tiempo a la sede principal del organismo, pero sigue sin haber respuesta. Mientras tanto, espera que su próximo título venga con el nombre que realmente lo identifica.

Las texturas y colores de Jhoely Guzmán

Jhoely Guzmán se sienta erguida frente a su máquina de coser. Tiene unos pedidos pendientes, 16 bragas que debe entregar la mañana del día siguiente y no tiene mucho tiempo que perder. Enhebra el hilo, presiona su pie contra el pedal, acerca sus manos a la aguja. Y en un abrir y cerrar de ojos le hace la costura a una tela azul. Le da la vuelta y repite el proceso. Otras máquinas, más telas, hilos y cintas de colores la acompañan en su taller de costura que se esconde en un callejón de San Martín.

Si hay algo a lo que Jhoely no le tiene miedo, es al trabajo. Esas ideas del progreso a través del esfuerzo se las sembró su abuela desde que era una niña. Le enseñó que eso, los logros que alcanzara a reunir a lo largo de su vida, nadie se los podría quitar. En eso se concentró, a veces demasiado. “He tenido altas y bajas, pero me ha ido bien”, expresa. A los 14 años se levantaba a las cuatro de la madrugada para preparar arepas que vendía a los vecinos de la comunidad que la vio crecer.

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Ella siempre quiso aprender a coser. Y tuvo la oportunidad de hacerlo cuando la vida la puso en un tres y dos al terminar el quinto año de bachillerato, momento en el que los alumnos debían hacer pasantías de administración de empresas en un banco. Su profesora la enfrentó: “¿Cómo hacemos contigo? No te van a aceptar así”. Así, queriendo ser una mujer trans. Nació como Joel, pero siempre vistió como una mujer. “Los trans eran vistos como delincuentes, había mucho prejuicios y etiquetas”, pero a la Jhoely de hace 20 años no le importó. En cambio, por las noches se la pasaba en casa de unas vecinas que le enseñaron a coser.

Tras graduarse a los 17 años ya estaba trabajando en una empresa que se encargaba de confeccionar ropa de caballero. Cuando la vieron, se impactaron por cómo lucía físicamente, pero a ella jamás le han importado esas cosas llamadas prejuicios. Hizo la prueba, aunque consideraba que no era lo suficientemente buena pero resultó serlo. “Me alumbré”, confiesa. Y el crecimiento no paró. Aprendió a trabajar en otras máquinas. Si no sabía utilizar alguna, “porque en cada máquina se pone la tela de una forma”, observaba y en la hora del almuerzo, comía apresurada para aprender a hacerlo en el tiempo que le sobraba.

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Al año saltó a otra compañía. A los tres años de labores, la ascendieron a encargada. Recuerda que su jefe era un hombre “que tenía la mente muy abierta”, veía que era creativa y se le acercaba a preguntarle sobre combinaciones, colores, telas. Jhoely cuenta que en sus trabajos, “los que más me apoyaban eran los hombres y yo pensaba que iba a ser lo contrario”. Pero no todo era color rosa. Cuando le tocaba entrar al baño leía mensajes para ella: “Fuera de aquí, tú no eres una mujer”.

Jhoely sabía cuánto valía y lo hacía saber. “Nunca gané sueldo mínimo. Cuando yo me sentaba en las máquinas y demostraba que sabía, me reunía con los jefes y les decía que para quedarme trabajando ahí, tenemos que negociar el sueldo”. Rechazó varios empleos en los que sentía que la remuneración no le recompensaba sus esfuerzos y conocimientos.

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Los años en el oficio le dieron otra meta para alcanzar: ser su propio jefe. Y surgió la idea obvia de montar su propio taller. Comenzó a trabajar el doble, cosiendo de día en la empresa y en las madrugadas, hasta las dos o tres de la mañana, con una amiga. El dinero que hacía por su cuenta lo invirtió en su primera máquina de coser, luego vinieron las demás.

Su taller, en el segundo piso de su hogar, vio la luz hace 10 años. Ahora allí trabaja con encargos pequeños de clientes particulares, con pedidos más grandes de grupos y con la confección de piezas que vende a comerciantes del mercado de El Cementerio.

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Entretanto, Jhoely ha sabido ganarse el reconocimiento de sus vecinos. Con su discplay musicaliza los eventos de su sector: carnavales, gaitas, festividades. La buscan todos, hasta los encargados de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP) de su zona. Desde diciembre, ella también forma parte del grupo, a pesar de las diferencias ideológicas. Jhoely se encarga de la repartición de la caja, de organizar la llegada del gas y de la venta de productos para los demás. Aunque le quita gran parte del tiempo, quiere servir de ejemplo. “Mi meta aquí es que la comunidad transexual sea cada día más visible”.

Jhoely se ha sentido mujer toda su vida. Su identificación como tal nunca fue sorpresa para su familia. Dice que no sintió rechazo, ni tampoco ganas de esconderse. El verdadero reto ha sido poder completar la transición que empezó al operarse nariz y senos, pero nunca los genitales. “Yo debería estar en un proceso hormonal”, un tratamiento que nunca quiso empezar porque no sabía si podría continuar. “Si para conseguir una aspirina está difícil, imagínate las hormonas”. Una deuda pendiente.

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