Semblanza

Teodoro Petkoff, el estratega que salió de El Batey

Mitad búlgaro y mitad polaco, Teodoro Petkoff vivió su infancia en un confín para muchos desconocido: el Batey, estado Zulia. Eran tiempos de Gómez, de caña de azúcar y ruralidad. Creció y abandonó el terruño donde correteó con sus hermanos y otros muchachitos del barrio. A partir de una foto, el editor de TalCual, hombre de política, también guerrillero de verbo atinado, ganador del premio Ortega y Gasset por trayectoria profesional, rememora buenos y malos tiempos. Este miércoles 31 de octubre, Teodoro Petkoff falleció a los 86 años

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La temperatura puede rondar los 40 grados. Y así cualquier día. Da igual la época del año. Los tres niños posan para su padre. Están acostumbrados a pararse delante de una inmensa cámara de fuelle rematada en un trapo a cuya sombra se cobija el fotógrafo. El hombre les da indicaciones, hace girar un lente y se mete debajo de una especie de falda para fijar la imagen. Es como si quisiera que alguien más participara de la infancia de sus hijos, esa niñez excéntrica cuyo escenario y pormenores van a necesitar de mucha documentación visual para hacerse creíble a los ojos europeos. Si es que queda alguien a quien echarle el cuento de la peripecia venezolana de los Petkoff Maleç.

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Los niños de la foto son los hijos de Petko Petkoff e Ida Maleç —o Malek— de Petkoff. El mayor es Teodoro y los otros son sus hermanos, los gemelos Luben y Mirko. Sus primeros años de vida han transcurrido en el Central Venezuela, en un recodo del sur del lago de Maracaibo, donde fueron tomadas las fotografías.

La pareja Petkoff Maleç llegó a Venezuela a mediados de los años 20. Petko era un comunista búlgaro, exiliado en Checoslovaquia, e Ida era judía polaca, proveniente de una familia jasid. Los muy conservadores grupos jasídicos se distinguen fácilmente porque los hombres usan sombreros negros de estilo español de donde escapan bucles solitarios a ambos lados de la cabeza, mientras que las mujeres llevan largas faldas y están obligadas a taparse el pelo con pañoletas o pelucas. Por tanto, Ida tuvo que romper con su familia para estudiar. Ingresaría a la carrera de medicina, en Checoslovaquia, donde conoció a Petko, estudiante de ingeniería química. Se graduaron y se fueron juntos a París, donde Ida hizo estudios de postgrado. Es posible que estuviera demasiado concentrada en su tesis y no hubiera advertido que su flamante esposo intercambiada cartas con el único búlgaro —quizás dos— que había en Venezuela. Éste le aseguró al incauto Petko que Venezuela era el país del futuro. Fue así como embarcaron en un puerto francés y al término de la travesía se encontraron, encandilados… en La Guaira.

El primer empleo del ingeniero Petkoff fue en la Cervecería Caracas, donde cargaba cajas. Hasta que un día vio un avisito en el periódico. Era una oferta de trabajo del Central Venezuela, que era el central azucarero más importante del país para la época. Es posible que hayan permanecido un par de años en Caracas antes de seguir su camino al interior del país, porque, en 1928, Ida Maleç se convirtió en la primera mujer que obtuvo el título de médico por reválida en Venezuela.

Cabe asegurar que rindió sus pruebas en perfecto castellano. Ida Maleç era una políglota excepcionalmente dotada. Hablaba, leía y escribía con fluidez y corrección once lenguas: polaco, porque esa era su nacionalidad; yidish y hebreo, porque era judía y venía de una familia religiosa; ruso, porque era la lingua franca del área donde ella se desenvolvió en Europa; alemán, porque lo estudiaba la gente culta de la época; checo, porque estudió Medicina en Praga; búlgaro, porque al casarse con Petkoff residieron en Bulgaria por un tiempo; francés, porque hizo una especialización médica en una universidad de París; español, que cogió al vuelo en Venezuela y llegaría a dominar como una nativa; y, una vez de regreso en Caracas, tras la década de El Batey, se puso a estudiar inglés e italiano hasta usarlos con solvencia. Petko, en cambio, solo hablaba búlgaro y ruso. Se volvió un criollazo, pero abría la boca y era un musiú, tal era su acento. Entre ellos hablaron ruso desde el día en que se conocieron, cuando uno no hablaba la lengua del otro, hasta que la muerte los separó.

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Nadie sabe ahora si buscaban los servicios de un químico o un médico pero el caso es que, al descubrir que el cónyuge del solicitado era también profesional especializado, su curriculum se hizo más interesante y los dos fueron contratados. Llegaron a Maracaibo. Y se embarcaron en una piragua que cruzaba el lago, único medio de transporte para llegar a Bobures, capital del distrito —ahora municipio— Sucre, en el Zulia. Después siguieron camino por tierra hasta llegar El Batey, aldea que brotó como una floración del Central Venezuela, con 40 grados a la sombra y mucho paludismo. Toda la familia contraería la enfermedad, menos Teodoro.

El Diccionario de la Real Academia Española establece que la palabra batey es de origen caribe. “En los ingenios y demás fincas de campo de las Antillas, lugar ocupado por las casas de vivienda, calderas, trapiche, barracones, almacenes, etc.”. Pues bien, El Batey es la pequeña población donde han vivido tradicionalmente los trabajadores de la caña de azúcar y del Central Venezuela específicamente.

Tal como informa el Diccionario general del Zulia, editado por el BOD, el Central Venezuela fue obra del emprendimiento de Juan Evangelista París y Moisés Henríquez, quienes, en 1912, fundaron una pequeña compañía para la explotación de la caña, en Bobures. “Interesaron al capital americano y el 16 de mayo de 1913 se fundó una gran empresa azucarera denominada Venezuela Sugar Company, con un capital de un millón 500 mil dólares, dedicándose a la agricultura y a la manufactura de caña de azúcar. En 1919 se convirtió en el Central Venezuela, con capital únicamente venezolano de 12 millones de bolívares. […] Tuvo un ramal de la carretera Panamericana, una red de ferrocarril, un campo de aviación y un muelle. Producía azúcar refinada, denominada Cristal. Fue administrado por muchos años por la familia París con otros socios. En 1966 fue adquirido por la familia Brillembourg”.

Al químico y la médica les asignaron la mejor casa del Central Venezuela. Una residencia grande construida en madera, sostenida por pilotes, bien ventilada, con una amplia terraza cercada por una veranda donde venían a recostarse los miembros del staff, todos extranjeros, que se dejaban caer por las tardes, después del trabajo, en casa de los Petkoff Maleç.

Conocido como el enclave negro del Zulia, Bobures es un pequeño puerto. Está ubicado en el extremo sur del lago de Maracaibo. Su conformación territorial es curiosa porque está conformado por dos pedazos divididos por una franja que se le concedió a Mérida para que tuviera salida al estuario. Sus primeros poblados, San Pedro y Gibraltar, fueron fundados en 1516; y muy rápidamente comenzaron a llegar esclavos del África para cultivar la tierra. De hecho, el auge de Gibraltar comienza en el siglo XVII, cuando la Compañía de Jesús desarrolló el cultivo del cacao con tal éxito que llegó a establecer comercio con México y Europa.

Los Petkoff Maleç distaron mucho, pues, de ser los primeros inmigrantes llegados a aquellos parajes, poblados ya intensamente por varias generaciones de afrodescendientes. Ellos iban a residir allí durante 12 años. Petko Petkoff era el ingeniero químico de la industria y la doctora Maleç era la médica de los trabajadores del central, así como de los caseríos y pueblos vecinos. La doctora atendía a sus pacientes en la medicatura del Central. Llegó a ser tan popular que por ahí hay una foto donde aparece ella lanzando la primera bola en un juego de pelota sabanera en El Batey. “Yo recuerdo especialmente los habitantes de la vecina población de Torondoy porque de allí es Oswaldo Barreto —el intelectual, columnista del diario TalCual—; y alguna vez su mamá lo llevó a consultar a mamá, de manera que es posible que nos hayamos conocido desde entonces”, dice Teodoro Petkoff.

El 3 de enero de 1932, cuando los Petkoff tenían ya cuatro años establecidos en el Central, nació su primogénito, Teodoro. Nacería en Maracaibo, porque la doctora Maleç no podía atender su propio parto. Cuando le llegó el momento, tomó una piragua y se fue a la capital zuliana. Daría a luz en el Hospital Central, que está frente al malecón. Y, en cuanto estuvo en condiciones de viajar otra vez, regresó con su bebé. No sin antes inscribirlo debidamente en el registro como natural de Maracaibo.

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“El Batey no solo fue el primer lugar donde viví sino también donde vi de cerca la miseria. Hay que ver cómo vivía esa gente en los galpones miserables donde se hacinaban las familias de los trabajadores. Yo nací en la casa más cómoda del Central, pero de la puerta para afuera estaba el otro país. Puedo decir, por eso, que yo nací en el país que no suele verse. En una ocasión, mamá tuvo que amputarle las dos piernas a un guajiro que había tenido un accidente y había sido aprisionado por una de las máquinas donde se hacía la molienda de la caña.Como no había anestesia, ella lo hizo tomarse una botella de brandy íntegra antes de proceder con la operación. Desde mi casa yo oía los gritos desaforados del hombre en trance de ser doblemente amputado sin más alivio que un litro de licor. Ese era el país donde yo viví mis primeros años”, comenta Teodoro Petkoff.

En ese pequeño planeta soleado, impregnado del perfume de la caña molida, transcurrió la infancia de los niños de la fotografía. No iban a clases. Se pasaban el día jugando, corriendo por allí con los chiquillos de El Batey, trepando árboles, retozando en el río Torondoy, de frías aguas que bajan de los Andes con prisa por avenar en el lago. “La primera fractura y el primer yeso que tuve en la vida —me he pasado buena parte de la vida enyesado— fueron ahí, porque me caí de una mata y me fracturé la pierna derecha”, dice Petkoff.

Durante ocho años, esa fue la vida de Teodoro Petkoff. En nada diferente a la que llevaban los hijos de los obreros del Central, a diferencia quizá de que éstos no tenían triciclos propios. No había siquiera divergencias religiosas, puesto que en el hogar de los musiues ni se mencionaba el asunto de la confesión. “Una vez un muchachito de El Batey me dijo que los judíos habían matado a Cristo. Yo salí corriendo a preguntarle a mamá cómo era eso de que los judíos eran los asesinos de Cristo. No recuerdo la explicación que ella me dio, lo que sí conservo claramente en la memoria es que me dijo: ‘Cristo era judío también’”, recuerda Teodoro.

El Central Venezuela estaba prácticamente aislado. Aunque contaba con los avances antes anotados, su acceso y salida no resultaban sencillos. La vida debía transcurrir allí, en aquel breve espacio acotado de tablones de caña.

En mayo de 1933 nacieron los gemelos Luben y Mirko. Esos primeros días de su existencia están profusamente fijados en los centenares de fotografías que tomó Petko, quien para entonces era un hombre jovial, confiado quizá en que algún día mostraría esas fotos a sus familiares que habían quedado en Bulgaria, o a la parentela de su mujer.

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Antes de la guerra, la abuela Raina viajó de Bulgaria a El Batey, para pasarse unos meses con su hijo, su nuera y sus nietos. Raina Petkoff era comunista también. Y era tan importante dentro del partido que el tribunal que juzgó al zar Boris, muerto en 1943, contaba entre sus integrantes con esta señora. El álbum de familia recoge su adusta estampa en diversas instantáneas. Al parecer, disfrutó su estadía en aquel incandescente rincón del mundo cuya rutina rara vez era alterada. Por eso resultó tan sorprendente el estallido de la sirena del Central Venezuela que, de repente, empezó a sonar el 17 de diciembre de 1935, sin que se hubiera desatado un incendio o se hubiera registrado algún evento excepcional en la localidad. Teodoro, próximo a cumplir 4 años, y los morochos estaban sentados en la escalera que conducía a la veranda. Tan persistente e inesperado era el clangor que se quedaron paralizados. Hasta que alguien pasó apresuradamente y gritó hacia el interior de la casa: “se murió el presidente”.

Cuando Teodoro tenía 7 años volvió a ocurrir algo que quedó grabado en su memoria. Su padre estaba sentado en la sala de la casa oyendo la radio. La doctora estaba a su lado. Ambos tenían expresión grave. Obviamente, era el 1 de septiembre de 1939, porque lo que decía la radio era que los alemanes estaban entrando en Polonia.

Toda la familia de la doctora Maleç iba a morir en la Shoah. Con excepción de Francisca, una de las hermanas de Ida, la parentela en pleno fue trasladada a Auschwitz y obligada a ingresar a las cámaras de gas. Francisca llegó a Caracas tres años después del final de la guerra. Había estado en el gueto de Varsovia. Escapó y estuvo deambulando por donde pudo hasta que los alemanes la recapturaron y la mandaron a Theresienstadt, un campo de concentración que tenían en Checoslovaquia y que, supuestamente, era una colonia judía modelo donde filmaban sus documentales de propaganda. Fue el que le presentaron a la Cruz Roja Internacional en 1944. Silvio Rodríguez, cantante y compositor cubano, compuso una canción titulada Terezin, en homenaje a las víctimas de ese campo: “Una pesadilla blanca / de chimeneas quemando sangre / para hijos de Judea / con rara estrella y rostro de hambre”.

En 1940, Petko Petkoff se fue a Caracas, llevándose a su hijo mayor. Había llegado el momento de entrar a la escuela y en El Batey no había posibilidades. De momento, atrás quedaron la doctora y los gemelos. Como suele suceder, en las familias donde hay gemelos, Luben y Mirko constituían una unidad aparte. La relación entre los morochos y Teodoro, hasta adultos, no era estrecha. Lo era, y mucho, entre ellos. El hermano mayor era “el otro”. “La relación entre Luben y yo se hizo absolutamente cercana después de que mataron a Mirko, en el año 56. Luben quedó descentrado, tanto que hasta caminaba inclinado hacia un lado como si le faltara una mitad. Yo estaba clandestino en esa época y Luben empezó a ir a la ‘concha’, a verme. Llegaba y se sentaba en silencio. A él le afectó terriblemente aquella muerte. Eran unidísimos. Más que eso, eran espejo uno del otro. Luben era tranquilo mientras que Mirko era un gallo. La gente decía: ahí está Luben pensando las maldades para que Mirko las haga. Eran terribles. Unos azotes de barrio, realmente. A cada rato los hacían presos, y no por razones políticas. Hacían preso a uno y el otro lo iba a visitar… suplantándolo hasta la próxima tarde en que repetían la operación. Si eran 15 días de cárcel, cada uno cumplía la mitad. Eran absolutamente idénticos. Excepto papá, mamá y yo, nadie los distinguía”, vuelve Teodoro.

Padre e hijo se alojaron en una pensión en Caracas. Teodoro hizo el primer grado en el Colegio San Pablo, de los hermanos González Centeno; al término del cual emprendieron viaje al sur del lago a recoger a la familia para residenciarse definitivamente en Caracas. Los tres niños de la foto asistirían a la Escuela Experimental República de Venezuela y lo demás es historia conocida. Iba a pasar “una bola de años”, como él dice, para que Teodoro regresara a El Batey. “Volví muchos años después, la primera vez por pura curiosidad. Pero, luego, en cada campaña electoral, pasaba por allí. Eso era una fija”.

Este 3 de enero de 2017, ese muchachito que nos mira desde la hirviente atmósfera de la molienda, flanqueado por dos hermanos ya muertos, cumple 85 años.

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