Historia

Las víctimas silenciadas: los civiles muertos del 4 de febrero

Detrás de supuestas glorias y heroísmos, yacen los cadáveres de inocentes que perdieron la vida por las balas de criminales que se alzaron el 4 de febrero. El relato militar esconde verdades nunca dichas, como los relatos de cobardías, desorganización, engaño y, especialmente, a los civiles que fueron, literalmente, carne de cañón

Fotografía de portada: Harold Escalona (Tomada el 4F-1992 en el CCCT) | Fotografías en el texto: Harold Escalona (CCCT) y Carlos Hernández (La Casona)
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“Todavía falta mucho por saberse”, me dice el oficial retirado a quien le pregunto si a 25 años del intento de golpe de Estado liderado por Hugo Chávez todavía hay algún ángulo no revelado o abordado por la prensa. Lo llamaremos X por su negativa a revelar su identidad. “Más aún, mientras en Venezuela persista la dictadura”. Todavía no se sabe ni la mitad. Son muchos los episodios que se mantienen ocultos. Algún muchos van a confesar, con detalles, con nombres, con la verdad. Y tendrá que hacerse justicia. No son minucias para darle interés a un cuento, son informaciones relacionadas con vidas humanas que fueron vilmente segadas ese 4 de febrero de 1992.
Según X, los felones salieron ese día a llevarse por delante lo que se les atravesara. Sin organización, sin un verdadero liderazgo y, sobre todo, sin el menor escrúpulo. “No es igual el soldado que muere en enfrentamiento con otro, de similar entrenamiento, que unos civiles abatidos porque de pronto se encuentran en medio de esos dos soldados. Personas indefensas, que no tienen nada que ver en la contienda ni tienen responsabilidad en los hechos de violencia que han estallado a su alrededor”.
El oficial retirado hace una pausa. Mira por la ventana. Pospone el momento de iniciar lo que me han dicho que puede contar. Vuelve: “Pues sí, se pudiera pensar que a un cuarto de siglo de aquellos sucesos se sabe todo. La verdad es que se sabe muy poco; en buena medida porque quienes violentaron la Constitución y son responsables de unos hechos, que no dudo en calificar de criminales, están en el poder desde hace 18 años, por la decisión irresponsable de una mayoría circunstancial en 1998”.
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Desde su punto de vista, el empeño del régimen de convertir el 4 de febrero de 1992 en una fecha épica y toda esa propaganda mentirosa y supuestamente sentimental que publican en sus medios de comunicación lo que es persigue es borrar de la memoria los muchos eventos de crueldad y cobardía que, en realidad, se registraron. “La chapuza de Eliécer Otaiza dista mucho de ser aislada. Otaiza fracasó desde el minuto uno en su intento de tomar el Comando Regional 5; y, en vez de planificar previamente lo que haría, optó por aprenderse un caletre patriotero que le soltó al general Freddy Ventura Maya Cardona, a lo que este, sin inmutarse, se limitó a mandar a los soldados a ponerle las esposas ‘a este ridículo’, como lo llamó. Pero, claro, por su irresponsabilidad ya habían muerto unos cuantos hombres. Pero este episodio no es conocido. Menos lo es el del pelotón —30 soldados con un oficial— insurrecto que fue a tomar el entonces llamado Comando de Seguridad Urbana, justamente el que tenía concentrados más guardias de todo el país, entre 800 y 900 efectivos. Y bien entrenados, porque eran los encargados de la seguridad de Caracas. A esos varios centenares de guardias les cayó esa madrugada un pelotón de soldaditos que ni siquiera sabían a qué iban. No hubo una matachina porque los oficiales no quisieron. Detuvieron inmediatamente a los alzados y les cayeron a cascazos. Los soldados insistían entre sollozos que ellos estaban allí arreados y sin información”.
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“Todavía ignoramos los nombres y las verdaderas cifras de los civiles que murieron en Petare, en Miraflores, en el Palacio Blanco, en la avenida Urdaneta, en los peajes y la urbanización 23 de Enero, por mencionar algunos lugares donde estos, que ahora se venden como próceres, mataron gente como si fueran meros daños colaterales que ni se detienen a reconocer porque todo es parte de proyecto de dominio”, recalca X.
En el 23 de Enero, narra el entrevistado anónimo, hubo personas inocentes que quedaron en medio del fuego entre las fuerzas armadas institucionalistas y las organizaciones de extrema izquierda que operaban, y aún lo hacen, en ese sector. Estos grupos de paramilitares usaron los apartamentos de familias del 23 de Enero “como abrigo y encubrimiento” para atacar las fuerzas armadas que estaban allí para restablecer el orden.
“Era de madrugada, aún faltaba más de una hora para amanecer. Los militares recibieron la orden de reducir a los insurrectos que estaban enconchados en varios bloques del 23 de Enero. Eran civiles miembros de bandas autodenominadas ‘revolucionarias’, de las que hoy integran los colectivos, que participaban en la insurrección. Perseguidos por las fuerzas armadas, se metieron en los bloques. Se suponían que bajarían seguidos por la multitud, pero al no lograr esto optaron por secuestrar a la gente en sus casas”, sigue X.
Los insurrectos disparaban desde las ventanas. Se oían gritos, llanto, gente que pedía que se fueran los militares porque los tenían amenazados en los apartamentos. Desde allí lanzaron dos granadas, que mataron a dos soldados y cuatro civiles que estaban afuera. Después de varias horas de intercambio de disparos, una unidad de las fuerzas armadas entró en uno de esos bloques para terminar de una vez con aquella situación.
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Los militares comenzaron el ascenso por las escaleras. En cada piso se detenían y, tras asegurarse de que no había irregulares, entraban a los apartamentos. Los militares avanzaban conscientes de que el adversario podía estar en cualquier lugar e incuso mezclados con los residentes. En el cuidado de causar el menor daño posible, no utilizaron ni granadas ni lanzacohetes ni ningún arma explosiva. A cada momento crecía más la tensión. Cada cierto tiempo, los tipos armados se echaban a correr por los pasillos sin dejar de disparar. Los militares respondían al fuego y avanzaban. La gente gritaba dentro de los apartamentos. Se sentían desesperados. Niños que habían despertado en medio del pavor lloraban con fuerza.
Los militares no sabían exactamente dónde podían estar los delincuentes. Había puertas cerradas, otras entreabiertas, aquí y allá sonaban portazos, peticiones de ayuda. Súplicas…
—No nos maten. Nos van a matar.
Los militares les decían a viva voz que se acostaran en el piso y que no salieran de los apartamentos. Esta indicación era repetida con frecuencia, al llegar a cada piso y desde la calle. “Manténganse acostados y no salgan”.
De pronto se abrió una puerta. Todo estaba oscuro. Aún no había amanecido y se había cortado la luz del bloque. Alguien salió de un apartamento de manera intempestiva.
—Desgraciados —gritó.
Uno de los militares disparó y la persona cayó. Luego hubo más intercambio de fuego, un avance final de los uniformados y tres civiles insurrectos murieron. Nunca se supo con certeza cuántos miembros del colectivo habían estado allí. Como tampoco se supo quiénes eran los civiles muertos por la explosión de la granada lanzada por ellos. Con una excepción. Uno de los cuatro fallecidos era residente del 23 de Enero. Cuando se interrogó a los habitantes, una vez tranquilizados los bloques, al preguntarle a una mujer cuántas personas vivían allí, ella dio el nombre del marido, que según ella acababa de marchar a su trabajo, pero la verdad era que estaba en el hospital. Muerto.
Cuando amaneció por completo, los militares pudieron ver a la persona que había salido del apartamento. Era una mujer. Una señora de unos sesentipico largos. Dentro de la vivienda había tres niños, sus nietos. El uniformado que había disparado se dejó caer en un escalón, mudo, en shock.
—La mate, la maté, la maté…
Y arrancó a llorar.
Cuando indultaron a los golpistas, este efectivo pidió la baja.
—Y este no fue un hecho excepcional. En angustiadas tertulias supimos posteriormente que muchos habían vivido experiencias semejantes. Fue horrible. Una inmensa injusticia —concluye X.
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