Ciudad

La pesadilla de ser vecino de Nicolás Maduro

Quienes viven cerca de Miraflores nunca han visto al Presidente caminar por las calles de Altagracia. Sufren, en cambio, la vecindad de su poder. No le encuentran beneficio a vivir en una zona de seguridad, donde la custodia militar se limita al palacio, mientras ellos son víctimas de la delincuencia. Las protestas terminaron hace meses, pero los alrededores del palacio presidencial están vedados

Composición fotográfica: Clímax
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Son pocos los que llegan a pedir algo a la esquina de Bolero. En otros tiempos —los de Chávez— la retahíla de ruegos era interminable: por vivienda, empleo, reivindicaciones laborales o ayudas para realizar procedimientos quirúrgicos. Al eje que conforman el Palacio de Miraflores, el Palacio Blanco y el Regimiento de la Guardia de Honor Presidencial se iba a suplicar. Los días y los presidentes cambian y cualquier protesta o intento de ella con suerte alcanza la Vicepresidencia de la República, en Carmelitas.

Miraflores se cerró a las visitas. Al poder le incomodan hasta sus vecinos. Las rejas no le son exclusivas a quienes buscan resguardarse de la inseguridad. El perímetro de la casa de gobierno se convirtió en un área inaccesible. Hay rejas en las aceras. Hay conos en las esquinas. Hay militares a cada metro. “¡Qué nadie se acerque!”, es la consigna silente. Pero Miraflores no es una isla. Tiene vecinos que ven cómo les mueven las paradas de autobús —ya de por sí desorganizadas—, le trancan las calles cada vez que hay un acto oficial y después de las nueve de la noche no pueden pasar de la avenida Urdaneta a la Sucre en línea recta. Se impone el desvío, irónicamente, por El Silencio.

Desde que terminaron las protestas, en julio, el perímetro del palacio presidencial quedó cerrado. El transporte que se dirige hacia la avenida Baralt y La Pastora debe desviarse por Carmelitas. Y cada vez es menos frecuente ir en línea recta entre las avenidas Urdaneta y Sucre. Depende del ánimo del militar turno.

Cada tanto, el Ejecutivo inventa una nueva manera de resguardarse. La última resolución fue construir barricadas hechas con sacos de arena. Esos refugios están en cada esquina. Las hay en Bolero, en Paraíso, en Pineda. También en la parte de atrás del Palacio, hacia la avenida Sucre. “No sabemos para qué es eso. ¿Quién los ataca? Nadie. Si alguien los ataca, será alguno de ellos mismos”, vaticina Nelson Roa, habitante de la parroquia Altagracia desde hace 20 años. “Ponen sacos porque tienen miedo. Ellos están esperando una guerra”, aventura una mujer con más de 60 años en el sector, que se niega a dar su nombre, pero que asegura ser fundadora de la cuadra de Poleo a Buena Vista. En seis décadas es mucho lo que ha visto: “Cuando había democracia, uno vivía tranquilo. La gente era decente. Ahora hay puro malandro”.

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Los habitantes de Altagracia y La Pastora se han acostumbrado. Miran los sacos con indiferencia. Como si fuese normal tener una barricada de guerra en medio de una ciudad en paz. Los conductores del transporte público también se han adaptado a las disposiciones que, en teoría, buscan salvaguardar la seguridad nacional. Cada vez que un autobús pasa en el corredor entre Miraflores y la Guardia de Honor cierran sus puertas. Hasta las unidades más destartaladas cumplen la disposición. Nadie puede bajarse ahí. De noche, señala el vecino Elis Pereira, está prohibido hasta caminar por esa cuadra.

Zona de seguridad

Se acabaron los tiempos en los que quienes llegaban a pedir montaban campamentos frente al Palacio Blanco para ser atendidos, o simplemente se tendían sobre cartones en las aceras. Los militares no lo permiten. Al fin y al cabo están ahí para “proteger la seguridad del Palacio”.

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En Venezuela, a diferencia del resto de los países de América Latina, las manifestaciones no terminan en las afueras de la casa de gobierno. La prohibición existe desde 2002, cuando la Asamblea Nacional (AN) reformó expeditamente la Ley Orgánica de la Seguridad de la Nación, una consecuencia más del golpe de Estado y el paro petrolero. El fin era terminar con la agitación golpista de esos días. La disposición se materializó en dos señalizaciones: prohibidas las fotos y prohibido estacionar.

Esa custodia perenne no redunda en beneficios para los vecinos del poder. Esther Gil ha vivido 23 años detrás del regimiento y llegó a una conclusión: “Por aquí uno se cuida solo”. El despliegue militar no incluye a la comunidad. Cuenta que hace poco tiempo a una señora la asaltaron muy cerca de un guardia y cuando fue a pedir socorro la respuesta que obtuvo es que no podían hacer nada. “Ellos cuidan las paredes de Miraflores, mandan mensajes de texto y hacen cebo con las muchachas. Hace años había un camión de la guardia que paraban en Poleo, al que le decíamos el camión de la prostitución. Ahí pasaba de todo. Fue tanto que una vez Chávez les llamó la atención por televisión, y él mismo lo eliminó. Ahora pusieron ahí un toldito”.

Sin embargo, Luis Cedeño, director de la asociación civil Paz Activa, discrepa de la respuesta que los funcionarios ofrecen a quienes acuden a ellos a denunciar una arbitrariedad: “Al ser una zona de seguridad, está sometida a un régimen especial, según el cual allí no actúan los cuerpos de seguridad civil, sino las Fuerzas Armadas, por ser un área supuestamente sensible para la seguridad nacional”. Arguye que cualquier evento o actividad delictiva sí debe ser responsabilidad de los guardias y remata: “Se ha demostrado repetidas veces que los militares no son buenos suministrando seguridad ciudadana. Exponen o dejan huérfanos a la gente de la zona, porque la seguridad ciudadana no es su prioridad. Mucha inversión militar y casi nada en policías”. Elis Pereira resume en una frase el accionar de los guardias: “Si me roban no pasa nada, pero si se me ocurre lanzar una piedra a un muro de Miraflores ahí sí me caen a tiros”.

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Historias de golpe

En 38 años viviendo detrás del Regimiento, Emma Ferrer ha pasado más de un susto. La última vez en 2002; pero también hace remembranzas del sacudón del 4 de febrero y del 27 de noviembre de 1992. El vuelo de los aviones, en el último caso, hace que ese sea su imagen más presente y ensordecedora. “Teníamos que estar en las escaleras del edificio porque esa era el área supuestamente más segura, y nos hacían subir al techo o bajar al sótano, dependiendo de si el ataque era aéreo o terrestre. En la noche cubrimos las ventanas y las puertas con los colchones. Mis hijos lloraban. Cuando se pudo nos fuimos a Puerto Cabello y los niños no querían volver”. De 2002 recuerda los gases: “Aunque los disturbios eran en Llaguno, el olor era tan fuerte que llegaba hasta los edificios”.

Para Pedro Arroyo, que vive en la esquina de Paraíso, lo más peligroso de su vecindad presidencial es, precisamente eso, una intentona golpista. “Recuerda que aquí cayó una bomba, que gracias a Dios no explotó, sino hubiesen arrasado con todo esto”, dice en alusión al 27 de noviembre. Él, que vive a muy pocos metros de los centros de poder, dice que si acaso ha visto al presidente Nicolás Maduro una sola vez: el 12 de febrero de 2015, cuando el mandatario recorrió las callecitas de Altagracia y La Pastora conduciendo un Metrobús. Jhon Febres, a cargo de un puesto de comida junto al Palacio Blanco, tampoco ha visto en persona al mandatario. Nunca. “Si lo ve, dígale que lo estamos esperando”.

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Los golpes que reciben los vecinos de Miraflores no solo son militares. Un par de decisiones arbitrarias ha hecho que más de uno se vaya de boca contra el suelo al bajarse de las camionetas de transporte público: la de mover la parada y la de cercar unos puestos de estacionamiento de Paraíso a Poleo. La nula iluminación hace que los más descuidados no vean la cadena supuestamente impuesta por un coronel para garantizarse aparcamiento. Bajan del autobús, que en esa área debe parar a media cuadra —y no en la esquina como ocurrió durante años— y tropiezan con el metal. “Yo me he caído y la gente de la tercera edad vive en el suelo. Eso lo decidió un señor de Miraflores que se cree dueño de la calle, y a parte de las caídas, hemos visto a vecinos peleando, que se sacan pistolas por un lugar donde estacionar el carro. Ha pasado que la gente se muda y hasta vende el puesto, como si la calle fuese de ellos”, se queja Esther Gil.

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Miraflores museo

Miraflores nunca estuvo “abierta al pueblo”, como prometió Maduro en abril de 2013, cuando todavía era presidente encargado. En ese entonces juraba convertir un ala de la sede del Ejecutivo en un museo “para que la gente sepa cómo vivía el comandante Chávez, qué comía”. Él, de ganar las elecciones, despacharía desde otra oficina, pues el sitio de trabajo del “máximo líder de la Revolución Bolivariana permanecería intacta”. Decía además que no importaba pues él estaría “recorriendo los pueblos, las ciudades, reuniéndome con la gente en la calle”.

Pero a Miraflores no se puede acercar ni la prensa. “Es un contrasentido. Un periodista no puede tomar una fotografía, pero luego entras a Google Maps y puedes ver perfectamente las áreas del palacio”, reflexiona Carlos Correa, director de la ONG Espacio Público. Explica que cualquier restricción a la libertad de expresión debe ser proporcional a los fines que persigue, estar en la ley y justificarse no ser arbitraria, ni discrecional: “Es muy común que las casas de gobierno sean sitios turísticos. Son lugares históricos, y acá no hay ni visitas guiadas”.

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