Cultura

Carlos Cruz-Diez en las postrimerías del espectáculo

Portada: AP Imagenes | Fotografía en el texto: Felipe Rotjes
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CarlosCruzDiez-dedicatoria1La imagen es suficiente: un par de zapatos sobre un mosaico azul, amarillo, naranja y negro. En Instagram, a veces la acompaña una descripción demasiado obvia, una frase de esperanza que todo mundo quiere creer, pero que nadie verdaderamente lo hace. El lugar de la instalación en el aeropuerto deja de ser un privilegio concedido por el Estado, el movimiento que impulsan los colores deja de apelar a la energía para apelar a la huida. La Cromointerferencia de color aditivo es la despedida venezolana más reconocible. ¿Siempre ha sido así?

Para las personas que han vivido la transición de AD y Copei al chavismo, de la televisión y el teléfono a la pantallita del celular, la respuesta no ha de ser tan compleja. Las diferencias entre la Venezuela que dio frutos a los hijos de los inmigrantes que trajeron Medina Angarita y Pérez Jiménez, y la Venezuela que ha visto a sus nietos partir a los orígenes de sus ancestros, son notorias; el mundo en que la información y el entretenimiento atravesaban cadenas televisivas, dista bastante de aquel donde cada uno puede generar y difundir contenido.

Concordemos en algo: el arte, de por sí, no recibe aclamación universal. Hoy reconocemos a Kafka y a Van Gogh como figuras excepcionales del arte en Occidente, pero no fue sino después de muertos, y de que ciertas instituciones los considerasen, que sus nombres se volvieron cosa común. Bourdieu escribió que “la obra de arte sólo existe como objeto simbólico dotado de valor si es conocida y reconocida, es decir, instituida socialmente como obra de arte y recibida por espectadores aptos para reconocerla y conocerla como tal” (1989-1990, 10).

No es casual que el arte cinético tenga tanta proliferación en Venezuela y en sus afueras –sobre todo cuando, a pesar del interés que genera, muchos insisten que no muestra nada, pues no es figurativo. Bien afirmó Luis Pérez Oramas alguna vez que “el cinetismo, como muralismo oficial de la democracia venezolana, es (…) la continuación sin ruptura del muralismo nacionalista de nuestras dictaduras”.

La implicación queda clara: así como hubo un Pedro Centeno Vallenilla que representase el Nuevo Ideal Nacional en los cuerpos de sus indígenas y criollos, tan definitorios del Círculo Militar, lo no-representado en las esculturas de Cruz-Diez, Otero y Soto fungió como soporte estético de las ideas de progreso esbozadas por los gobiernos de la segunda mitad del siglo XX. Asimismo, los gobiernos de Acción Democrática y Copei dieron pie a que se adornasen lugares excepcionales del país, así como que se fundasen museos en honor a los artistas. Por citar un ejemplo tardío, Fernando Luis Egaña, exviceministro de la Secretaría de la Presidencia, afirma que “la locación (de la Esfera Caracas de Soto) la decidió el presidente Caldera, por la cercanía a la Casona. Sería como una antesala”.

La instalación de Cruz-Diez dentro del Guri, el Abra Solar en Plaza Venezuela (de Alejandro Otero), el cielo de Soto en el Teresa Carreño, son murales para un proyecto que se pretendió cosmopolita –de un proyecto que en las artes, al menos, optó por importar cine de Hollywood antes que exportar lo propio–. En un tono similar, Jacques Rancière afirmaría que el lugar de las obras antes mencionadas, entre otras, en el país responden al ejercicio de la policía (en contraste con la política). Esto es, el orden “que anticipa las relaciones de poder”, la “lógica de los cuerpos en su lugar en una distribución de lo común y de lo privado, que es también una distribución de lo visible y lo invisible, de la palabra y el ruido”. La política, por su parte, sería lo que rompe ese mismo orden mediante “la invención de una instancia de enunciación colectiva que rediseña el espacio de las cosas comunes”. Queda claro que las obras antes mencionadas, haya sido la intención de los artistas o no, buscaron dar pie a un sistema en vez de cuestionarlo.

Ahora, resulta evidente que una instalación como la del Aeropuerto Internacional Simón Bolívar se escapa de esta caracterización. Como símbolo de una migración despiadada y desordenada, que ha devenido en un cuestionamiento internacional del gobierno de Nicolás Maduro, no hay policía ni soporte estético de un sistema que considerar. Al mismo artista le perturbaba la asociación que se suele hacer con su Cromointerferencia: “me duele que en mi obra se despidan del país”. ¿Quién modeló este cambio radical? ¿Cómo?

La respuesta está en las redes sociales –sobre todo, en ellas como versión contemporánea del espectáculo–. En dos tesis, Debord previó la posición privilegiada de nuestros celulares a la hora de entender al mundo como una relación mediatizada, como el dominio de la imagen: “el espectáculo se muestra a la vez como la sociedad misma, como una parte de la sociedad y como instrumento de unificación” y “allí donde el mundo real se cambia en simples imágenes, las simples imágenes se convierten en seres reales y en las motivaciones eficientes de un comportamiento hipnótico”. Facebook y Twitter supuestamente son herramientas que profundizan en la interconectividad de un grupo; pero es fácil apreciar cómo a través de la difusión rápida de noticias y memes, moldean e instauran modas.

Carlos Cruz-Diez

Si en la sociedad del espectáculo –otro modo de entender la posmodernidad como la explicó Vattimo– dominan los mass media, queda claro que el poder se divide en estadios tanto público y privado. Cuando uno no solo consume imágenes, sino también las produce, cuando es partícipe de las redes antes mencionadas, el poder es mucho más transversal. Siempre habrá quien tenga mayores cuotas de poder, pero sus entrecruzamientos en una era postautónoma dan paso a distintos mecanismos de control –de control del sentido, sobre todo–.

Hay un párrafo largo en La sociedad de la transparencia de Byung-Chul Han que brinda luces para entender cómo la Cromointerferencia ha pasado a significar la despedida espectacular, teatral. Claro está, la ubicación de la obra, donde se emprenden los viajes, enmarca la cuestión. Pero, ¿y el close-up de los zapatos sobre el mosaico multicolor? Dice el autor:

La sociedad actual del control muestra una especial estructura panóptica. En contraposición a los moradores aislados entre sí en el panóptico de Bentham, los moradores se conectan y se comunican intensamente entre sí. Lo que garantiza la transparencia no es la soledad mediante el aislamiento, sino la hipercomunicación. La peculiaridad del panóptico digital está sobre todo en que sus moradores mismos colaboran de manera activa en su construcción y en su conservación, en cuanto se exhiben ellos mismos y se desnudan. Ellos mismos se exponen en el mercado panóptico. La exhibición pornográfica y el control panóptico se compenetran. El exhibicionismo el voyeurismo alimentan las redes como panóptico digital. La sociedad del control se consuma allí donde su sujeto se desnuda no por coacción externa, sino por la necesidad engendrada en sí mismo, es decir, allí donde el miedo de tener que renunciar a su esfera privada e íntima cede a la necesidad de exhibirse sin vergüenza.

Dado esto, en una sociedad cada vez más disuelta, disgregada, solitaria como la nuestra, la necesidad de exhibirse e interconectar aumenta. La inseguridad que nunca duerme y nos mantiene más tiempo en nuestras casas del que quisiéramos, seguramente aporta a una devoción mayor a Facebook. En la despedida desvergonzada que no termina de desligarnos de Venezuela, hemos conseguido un símbolo en Cruz-Diez que controle nuestra identidad.

No obstante, si bien la coerción digital podría verse con buenos ojos en esta imagen –últimamente un psicólogo insiste que es la responsabilidad lo que da sentido a nuestras vidas–, hay que estar atentos a los fake news que abundan en el mundo 2.0. “En el mundo realmente invertido lo verdadero es un momento de lo falso”, en el mundo en que todo mundo opina y denuncia, en contraste con las calles de una Caracas demasiado silenciosa, hemos visto cómo se ha acusado el vandalismo al mosaico de la Cromointerferencia en Maiquetía.

Pero, como develó Clímax, “el arquitecto David Viloria (desmintió) que los transeúntes del terminal puedan sacar fácilmente un azulejo, pues para despegarlo se requiere de un martillo y un cincel”. Así mismo, todo testigo con nombre que trabaja en el aeropuerto, asegura que jamás ha visto tal vandalismo. La noticia nació en El Nuevo Herald de Miami y explotó entre miles de cabezas, como las de Laura Guevara y Caterina Valentino, en Twitter. Basta un buen grupo de personas con influencia y una cantidad masiva de personas aburridas con una pantalla negra por delante para hacer de una noticia amarillísima, un motivo de discusión nacional por tres días. El espectáculo se ha vuelto más manipulable, pero nosotros somos más vulnerables al espectáculo.

Ya no es tiempo de murales: cada vez hay menos paredes y más colores en nuestra casa de vidrio. No solo hemos dejado de creer en la gran narrativa, vuelta transparente y frágil, nuestras pequeñas historias tampoco tienen mucho que ocultar. Incluso en los casos donde no pareciera haber una historia, como lo puede ser una obra de Cruz-Diez, hay tanta transparencia hoy que podemos ver qué hay detrás –y tal vez cambiarlo–. Puede que el panóptico digital haya destruido puños de hierro, puede que permita conectarnos de formas muy precisas, pero también puede hacernos dar mil y un vueltas por una semana sobre algo que nunca ocurrió. Quizás deberíamos detenernos más tiempo sobre la instalación en Maiquetía, ver a los lados y suspirar, en vez de quedarnos cabizbajos e iluminar el suelo.

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